Suetonio Da Bene estuvo entre los primeros aprisionados.
Lo bajaron desde alta rama del árbol que cubría la vereda este de la avenida principal de la ciudad. Frente al edificio del diario donde trabajaba.
Los opresores lucían uniforme caqui e insignias. “Solo por unas preguntas: Volverá enseguida. . .”
El almanaque sobre la mesa de redacción, cubierta de cristal señalaba: “24/3/1976”.
Extendidas en la mesa las noticias del día, los cables, las fotografías de los tres “jefes supremos”, los télex. Y en las pantallas chicas, el Escudo y la marcha militar, los primeros bandos.
En las calles los Unimov con soldados para tirar las primeras ráfagas de metralla, raudos coches sin chapa buscando subversivos, el estigma infamante que abría y facilitaba siempre el camino a la venganza o el desquite de mentes paranoicas y esquizoides, de mentes llenas de odio agresivo.
Lo llevaron al regimiento que se iba llenando con ciudadanos, hasta entonces con libertad ambulatoria. Sospechosos todos, convertidos todos por arte de birlibirloque en subversivos, epíteto descubierto para impresionar a los papamoscas, numerosa especie de tierra de cotos.
Se lo sometió a las primeras interrogaciones. Como periodista avezado, conocedor del medio provinciano, no entiende nada: está aturdido. Su lugar, en momentos tales, está en el periódico que está a su cargo, tanto en la línea como en su dirección. En ese mismo instante debía estar repasando la información multifacética que va llegando y que pasa por sus manos para la publicación de ese día. ¿A qué responde traerlo precisamente a él, observador imparcial de los hechos que están sucediendo y a cuya responsabilidad cabe la información del pueblo para la jornada? Piensa en los ejemplares que serán arrebatados y en la edición especial que habrá de lanzar enseguida. No puede perder tiempo. Los señores, si tienen interés en saber algo: deberán esperar el momento y la ocasión propicia. Por lo demás, corresponde una excusa, por la forma muy poco educada en que se le ha traído. Pero a ellos parece que no les corre apuro: se mueven como si el tiempo careciera de valor. En un momento, intenta expresar alguna impaciencia denotando el alto papel que juega dentro de la sociedad tan conmovida. Recoge una mirada de asombro y punto autoritario. ¿Acaso no sabe este hombre que va a entrar a purgar sus culpas? ¿No sabe – o disimula – que los hombres armados “hemos venido para eso”?
¿No advierte que “ha llegado la hora de liquidar cuentas y borrar de la república un pasado de infamia”? “Este hombre es un cínico, como se nos había dicho en fuente responsable”. “Se trata de un pez gordo y, de no haber actuado rápidamente, pudo escapar entre las redes”. “Llegamos a tiempo, para bien de la Patria. Ahora las ratas van a huir viendo al barco guerrillero que se hunde. El diario se tendrá que habituar a no sacar más solicitadas ni informes del enemigo. Ya lo iremos limpiando de sabandijas. Por de pronto, tenemos en la mano a este subversivo que atentaba, desde la dirección, contra los sagrados intereses que debemos defender, caiga quien caiga”.
Suetonio provenía de una provincia cuyo gobierno le fue adjudicado a la Fuerza Aérea. El gobierno actuaba separadamente del aparato represivo que, en todo el país, lo tomó a su cargo el Ejército.
La sección represiva – u opresora – estaba destinada a castigar indiscriminadamente al pueblo, a os que se denominaba “enemigos”, como si se librara una guerra de invasión. Y a ese enemigo se le llamaba “subversivo”, terrible epíteto, similar al de “herético” del tiempo de las Cruzadas. Enemigo al que había que combatir hasta aniquilarlo, como lo había dispuesto la presidenta Isabel Perón. La misma que acababan de derrocar. El país se dividió en zonas y subzonas, presididas por los titulares de los Cinco Cuerpos de Ejército, encargados de filiar a la ciudadanía, sospechosa o denunciada por servicios de inteligencia que proliferaban entre premios y ascensos al mejor delator. Una tela invisible que nadie veía, pero todos sentían, como el rumoreo de la colmena que va a lanzar sus dardos, el deslizar silencioso de la víbora, el salto de la araña voraz. Nunca se sabía dónde ni cómo atacaba. Se movía la soldadesca corriendo por las calles tras de cualquier transeúnte de nadar sospechoso, o refugiándose en un portal, sentados en el Unimov, con máuseres entre piernas. Vestían uniformes de fajina, tanto era el trabajo, lobos del hambre aullando a tiro tendido la orden que llegaba incontrolada. La suerte del argentino arrojada como excremento a los caminos, flor de la juventud, mujer, anciano, a la resaca, al pudridero.
Suetonio Da Bene fue interrogado innúmeras veces: a la noche, a la madrugada, a la hora de comer, sin nada en el estómago. La primera vez, fueron jefes de rango, usando displicente cortesanía, escarbando el interior del prevenido. Sabían que era un periodista sagaz, un escritor del que hablaban los diarios, cuyos libros – por supuesto – no habían leído.
¡Tanta ocupación del tráfago de los cuarteles y las salas de recreo y las cantinas!
Da Bene no salía de su confusión. Trató de saber por qué estaba allí, con qué objeto, en presencia de altos jefes detentadores del poder. Se le contestó que eran “secretos de Estado” y que “terminados los trámites, se resolvería sobre su situación”. No insistió: el horno no estaba para bollos, y empezó a meditar las respuestas. Tuvo la impresión que la encuesta era infantil y desprolija: se saltaba de un tema a otro, sin orden ni concierto. Atando cabos, en los espacios de la tarea inquisicional, llegó a calcular que la metodología empleada respondía quizás a un desorden que tenía su orden. Era menester cansar al interrogado, desconcertarlo con preguntas sin ilación temática, conducirlo a la equivocación como verdad subterránea, una operación de anguilas con miradas de lince, con el aparato grabador oculto que estudiarían los supervisores.
El examen, bajo apariencia inofensiva, abarcaba el desenvolvimiento de su vida personal, el entronque familiar, las vicisitudes de una persona con medio siglo a la espalda. En momento culminante del relato, se trazaba otro sesgo, se volvía al instante lejano; se retrocedía o se avanzaba en el tiempo y el espacio: un laberinto de una vida por lugares diferentes. Del terremoto de San Juan, se pasaba a los años de estudiante de abogacía; la primera revista Leoplan, que cayendo en sus manos, le cambió la vida; cómo murió el aprendiz de códices y pandectas, qué amigos tenía en Buenos Aires, sus pensamientos, sus dolores, sus novias, el nacimiento del novelista para toda la vida.
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