Marta Elena Castellino
Se cumplen 100 años del nacimiento del autor de “La viña estéril” y “Álamos talados”. En estas páginas, a manera de homenaje, una nota que recorre su obra y hace foco especialmente en sus reflexiones sobre la cuestión de la identidad nacional.
Evocar a Abelardo Arias significa no sólo rendir homenaje a uno de los más destacados escritores mendocinos contemporáneos, de indudable proyección nacional e internacional, sino también recordar a un hombre para el cual el "ser argentino" constituyó un tema de consideración permanente.
Diversas facetas de esa meditación pueden verse a lo largo de toda su obra y representan una parcela de la preocupación existencial que animó reflexiones tan profundas como las de Minotauroamor, verdadera metáfora del ser humano y el artista, a partir de la figura del "monstruo" griego; o El gran cobarde que, como señala Lorena Ivars, narra "la tragedia de un hombre sometido desde la infancia y que se vuelve una víctima anónima de la burocracia del país".
En esta oportunidad, empero, dejaremos de lado este valor universal de su obra, y también la pintura de la región cuyana que realiza magistralmente en Álamos talados o La viña estéril, para centrarnos en los textos que reflejan de modo cabal el pensamiento de autor acerca de ese tópico que podría denominarse "el ser nacional" y acerca del cual sus apreciaciones, bien que cambiando algunos nombres, mantienen absoluta vigencia.
En efecto, al respecto deplora Arias "El desencuentro como nación; el nacimiento de la antinomia unitarios-federales; una fuerza disociadora negativa, una falta de visión total que nos ha llevado de frustración en frustración hasta nuestros días".
El escritor en su contexto
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Abelardo Arias nace en Córdoba el 10 de agosto de 1908, quinto de los ocho hijos de una tradicional familia mendocina.
Su padre, militar de carrera, estaba destinado en la provincia mediterránea, pero Arias siempre se consideró mendocino, entronque favorecido por el hecho de que su familia estaba profundamente arraigada en San Rafael.
Precisamente allí, en la casa de la abuela, solía pasar vacaciones inolvidables, de las que dan testimonio dos de sus novelas, a las que luego me referiré: Álamos talados y La viña estéril.
A partir de 1927, Abelardo Arias se radica en Buenos Aires, donde residirá hasta su muerte.
Inicia estudios de Derecho, que más tarde abandona debido a su pasión por la literatura. En 1937 escribe su primera novela: Álamos talados, que publica en 1942, y por la cual obtiene el Primer Premio Municipal de Buenos Aires, el Premio de la Comisión Nacional de Cultura y, en Mendoza, el Premio Agustín Álvarez.
Su producción literaria continúa a partir de allí, sostenida y valiosa, plena de reconocimientos, con novelas como La vara de fuego (1947); El gran cobarde (1956); Límite de clase (1964); Minotauroamor (1966); La viña estéril (1968); Polvo y espanto (1971); De tales cuales (1973); Inconfidencia (1979) y Él, Juan Facundo (póstuma, 1995), libro "cuyos arduos borradores ordenó Anteo Silvio Savi", al decir de Antonio Requeni y que se publicó cuatro años después de su muerte, ocurrida en Buenos Aires en 1991.
La obra de Abelardo Arias comprende además diarios de viaje como París - Roma, de lo visto y lo tocado (1954) o De la torre de fuego a la niña encantada (1957), ensayos, libros cinematográficos o radiales como Los vecinos (1963), "Parábola radioteatral", teatro y traducciones varias.
Como señala Antonio Requeni en su artículo publicado en Los Andes en 1983, por los diversos temas abordados en su obra y sobre todo por su alta calidad literaria, el autor de Polvo y espanto es uno de los grandes narradores argentinos.
Y -continúa Requeni- "de haber nacido en Francia o en Italia su trascendencia sería, seguramente, mayor. No es la primera vez que afirmo que El gran cobarde, por ejemplo, es una de las mejores novelas escritas en nuestro país, porque, a diferencia de otros buenos relatos argentinos, no es una obra 'para consumo interno' sino de proyección universal".
Es la de Arias una producción que adquiere relieve dentro del panorama nacional, precisamente en un momento en que la novela y el cuento argentino comienzan a exhibir una creciente madurez e importancia, hecho que comienza a gestarse a partir de 1940 y alcanza plena significación con la denominada "Generación del '50 o del '55".
A esta promoción literaria -señala Luis Gregorich- corresponde "el mérito de haber fijado la autonomía y la importancia del género novelesco dentro de [nuestra] literatura nacional [...] y el de elevar hasta niveles de estimable universalidad la calidad técnica y la proyección de los asuntos y los temas".
En una primera aproximación descriptiva a esta promoción literaria, podemos apuntar también la preocupación por la realidad y por el problema "existencial", la influencia de la novelística norteamericana en cuanto al aspecto formal, y -como señala Noé Jitrik- una peculiar actitud hacia la historia, con intensidad de búsqueda [...] con [...] una intención profunda de llegar más lejos en un sentido esencial" .
Vemos además la numerosa presencia de escritores del interior como es el caso de los mendocinos Antonio Di Benedetto, Alberto Rodríguez (h) y, por supuesto, Abelardo Arias.
Del mismo modo, los años '60 verán resurgir formas literarias que, generadas en distintas zonas, tematizan la propia región, pero no desde la perspectiva del regionalismo anterior; vale decir, que se prescinde del color local y del lenguaje característico de la zona, para abundar en cambio en una voluntad de descubrimiento y de exploración del entorno y con el filtro de una poderosa preocupación formal. En esta nueva perspectiva de "lo regional" se ubica la figura y la obra de Abelardo Arias.
Regionalismo / universalismo; tradición y originalidad
Esta polaridad reiteradamente enunciada atañe, en primer lugar pero no exclusivamente, a la índole de los argumentos, a su estricta localización geográfica, tal como se da, por ejemplo, en la primera novela de Abelardo Arias: Álamos talados.
Nadie, en efecto, podría dejar de reconocer en fragmentos como el siguiente un paisaje auténticamente mendocino, en este caso sanrafaelino, a través de la visión emocionada de un niño, máscara elegida por el narrador y a la que se subordinan de modo magistral todos los artificios del lenguaje.
Abelardo Arias, en alguna entrevista manifestaba que todo escritor debe comenzar su vida literaria escribiendo un libro de versos y como en su caso salteó esa etapa inevitable, todo ese lirismo se volcó en su primera novela.
Así, con esta sentida evocación del tránsito de la niñez a la adolescencia que es Álamos talados, hecha por un narrador protagonista con algunos rasgos autobiográficos, y sobre todo en ese tono entre poético y nostálgico, se advierte la filiación de Arias respecto de una línea expresiva que viene de los años '40, en la que inscriben también otras memorias de infancia como El río distante de Vicente Barbieri, línea caracterizada -entre otras notas- por la evocación lírica de la infancia como un espacio y un tiempo privilegiados, idílicos, mediante la reformulación del cronotopo edénico, junto con la conciencia aguda del paso del tiempo.
De allí ese tono nostálgico, herido por la temporalidad y la inevitable caducidad y transformaciones que introduce en todo: la naturaleza y los hombres.
Ese tópico del Edén evocado en las primeras páginas es retomado luego, con una connotación distinta.
Es ya un paraíso perdido, tanto espacial como temporalmente, como veremos en este texto, en el que los elementos del paisaje alcanzan una dimensión simbólica que da asimismo razón del título.
Y cuando el escritor retorne, años después, al escenario entrañable de su primer libro, en otra novela también de escenario mendocino como es La viña estéril, lo hará ya con una perspectiva y una madurez distinta, asociada con el desorden estructural y la peculiar configuración del tiempo, que ya no es la de la linealidad infantil sino la compleja percepción de una personalidad madura en cuya memoria se entretejen recuerdos y experiencias, desengaños y remordimientos en una caótica revulsión que la escritura de Arias logra plasmar de modo admirable.
Arias y la historia nacional
De algún modo saldada la deuda, a través de estos dos textos, con su entorno comarcano, la narrativa de Arias se irá extendiendo, en círculos cada vez más abarcadores, al ámbito nacional, por ejemplo a través de su narrativa histórica que comprende, en lo referente a la historia argentina, dos títulos: Polvo y espanto (1971) y Él, Juan Facundo (1995).
En ambas, la acción gira alrededor de la figura de un caudillo: Felipe Ibarra, de Santiago del Estero, en el primero de los textos, y Juan Facundo Quiroga, de los Llanos de la Rioja, en el segundo.
Lo que se rescata asimismo en cada caso es la búsqueda de ecuanimidad, a través de la compulsa de documentación histórica, cuyas fuentes se declaran en el caso de Él, Juan Facundo.
En relación con la primera de las novelas, si bien el autor no menciona explícitamente los documentos que le sirvieron de base, éstos han sido rastreados y expuestos por Lorena Ivars en un artículo titulado "Los personajes de Polvo y espanto: historia y ficción" : la investigadora destaca la similitud existente entre los datos aportados por Arias y las tres versiones que Agustina Palacio de Libarona, protagonista del primero de los dos "Cuadernos" en que se divide la obra, hiciera de su destierro en el Bracho.
Esta documentación histórica "de primera agua" se formaliza artísticamente en una estructura perspectivística, que es, en sí, significativa de la intentio auctoris: mientras la primera parte, titulada "Cuaderno unitario", se focaliza, como ya se dijo, a partir del per-sonaje femenino que resulta víctima de las rencillas de banderías políticas, en particular de la animosidad hacia su marido, odio no exento de celos del caudillo Ibarra, la segunda parte, o "Cuaderno federal", bucea en el interior de Felipe Ibarra para darnos, si no una justificación al menos una explicación de los móviles de su conducta.
Quizás menos lograda artísticamente pero igualmente interesante, sobre todo porque parte de la acción transcurre en Mendoza, es la segunda de las novelas mencionadas; en ella, historia y tradición se unen para realizar una suerte de refutación del Facundo de Sarmiento.
En efecto, todo el texto gira alrededor de la figura del caudillo riojano, de quien se tratan de destacar especialmente los aspectos positivos; así, los episodios que mancharon su fama, como el de la Severa Villafañe (narrado por Sarmiento) aparecen apenas aludidos.
Ciertamente, no es el narrador quien juzga, sino que se limita a mostrar. Así por ejemplo, destaca a través de hechos el carácter religioso de Facundo, quien fuera discípulo y amigo del presbítero Castro Barros, así como su profundo conocimiento de la Biblia, o el amor por su esposa, pero al mismo tiempo se mencionan su descontrolada pasión por el juego y sus sanguinarias reacciones.
Una de las claves de este texto novelístico está dada, como se dijo, por el manejo de documentos históricos -muchos de ellos silenciados por la "historia oficial"- pero también por la recurrencia a otras fuentes, como los cantares que pervivieron en la tradición oral, acerca de la figura del caudillo.
Este verdadero tesoro de poemas, que dan cuenta del imaginario popular y su visión de Quiroga, aflora en las coplas colocadas a modo de epígrafe en los distintos capítulos, como la siguiente: "Quiroga me dio una cinta / y Rosas me dio un cordón, / por Quiroga doy la vida, / por Rosas el corazón" y también en la recreación de leyendas que hablaban de la supuesta invencibilidad del caudillo merced a las "ayudas" sobrenaturales que recibía, por ejemplo, de su caballo moro, o la ferocidad de sus huestes de capiangos.
En función de esta estatura legendaria del personaje, el autor delinea un nuevo símbolo para contraponer al del tigre acuñado por Sarmiento: Quiroga vencedor de un toro, pero -paradójicamente- Minotauro él mismo, con todo lo que ello implica dentro de la narrativa de Arias de fatalidad y de terrible ternura: víctima y victimario en un período particularmente violento y difícil de la vida argentina.
De este modo, el personaje alcanza una estatura heroica que se completa con el aura legendaria que rodeaba su persona y que se sustenta en su valor proverbial, probado en mil combates, cuya narración vívida nos proporciona el texto novelesco.
En los párrafos finales se encuentra resumida la intención de Arias al encarar, con su propia visión, el relato de momentos especialmente conflictivos de nuestra historia patria.
En todo caso, lo que mueve su pluma es esa intención de búsqueda de que hablaba Jitrik; en última instancia, lo que se inquiere es por el destino de la patria después de tantas inútiles luchas fratricidas, hechas a favor o en contra de abstracciones o eslóganes vacíos: "¿Muertos en nombre de qué civilización?, ¿en contra de qué barbarie? [...] ¿Argentinos muertos en razones de qué conquista? ¿tras qué ideal de país?" (p. 82).
En la novela, a pesar de la pretendida objetividad que parece sugerir la lista biliográfica de obras históricas consultadas, es notable la asunción de una perspectiva ideológica ya desde el comienzo.
Aunque historia y tradición prestan sus voces para la construcción polifónica del texto, en realidad (a favor de esa selección intencionada) predomina un discurso que asume la defensa del personaje, homogéneo en su intención, que no admite grietas ni discusiones, porque la literatura, a través de las imágenes que crea, puede llegar a ser más convincente que la verdad histórica.
Y ese poder persuasivo está en proporción directa con el genio del escritor: por eso la extraordinaria perduración que la imagen de Facundo creada por Sarmiento ha tenido en el imaginario colectivo argentino.
En cuanto al narrador mendocino, podemos decir que Abelardo Arias recrea vívidamente, con gran maestría narrativa, en sus novelas históricas de temática nacional, aquella etapa de anarquía y contiendas domésticas que tuvieron por protagonistas a unos hombres enardecidos, apasionados por su país o por su terruño, a menudo heroicos y por momentos crueles, en cuyos enfrentamientos y odios se cifra una de las claves principales de la dramática historia argentina.
Pero hay algo más que una sólida reconstrucción histórica: Aristóteles proclamaba el valor y la universalidad de la poesía, en cuanto ésta imita las acciones no tales como son, sino como podrían verosímilmente ser.
Así, cada uno de los textos de Arias instaura, además de los hechos, todo un orbe de valores éticos, valores tales como el coraje, el amor, la amistad, que se aspira a imponer por sobre el desencuentro y el odio entre hermanos.
Y tal es, en suma su legado como escritor, más aún, como argentino, a una tierra que amaba entrañablemente y que todavía lucha por alcanzar su ser, en esa comunidad de objetivos y de esfuerzos que definen una auténtica patria.
Los Andes, 09 – 08 – 08
Su padre, militar de carrera, estaba destinado en la provincia mediterránea, pero Arias siempre se consideró mendocino, entronque favorecido por el hecho de que su familia estaba profundamente arraigada en San Rafael.
Precisamente allí, en la casa de la abuela, solía pasar vacaciones inolvidables, de las que dan testimonio dos de sus novelas, a las que luego me referiré: Álamos talados y La viña estéril.
A partir de 1927, Abelardo Arias se radica en Buenos Aires, donde residirá hasta su muerte.
Inicia estudios de Derecho, que más tarde abandona debido a su pasión por la literatura. En 1937 escribe su primera novela: Álamos talados, que publica en 1942, y por la cual obtiene el Primer Premio Municipal de Buenos Aires, el Premio de la Comisión Nacional de Cultura y, en Mendoza, el Premio Agustín Álvarez.
Su producción literaria continúa a partir de allí, sostenida y valiosa, plena de reconocimientos, con novelas como La vara de fuego (1947); El gran cobarde (1956); Límite de clase (1964); Minotauroamor (1966); La viña estéril (1968); Polvo y espanto (1971); De tales cuales (1973); Inconfidencia (1979) y Él, Juan Facundo (póstuma, 1995), libro "cuyos arduos borradores ordenó Anteo Silvio Savi", al decir de Antonio Requeni y que se publicó cuatro años después de su muerte, ocurrida en Buenos Aires en 1991.
La obra de Abelardo Arias comprende además diarios de viaje como París - Roma, de lo visto y lo tocado (1954) o De la torre de fuego a la niña encantada (1957), ensayos, libros cinematográficos o radiales como Los vecinos (1963), "Parábola radioteatral", teatro y traducciones varias.
Como señala Antonio Requeni en su artículo publicado en Los Andes en 1983, por los diversos temas abordados en su obra y sobre todo por su alta calidad literaria, el autor de Polvo y espanto es uno de los grandes narradores argentinos.
Y -continúa Requeni- "de haber nacido en Francia o en Italia su trascendencia sería, seguramente, mayor. No es la primera vez que afirmo que El gran cobarde, por ejemplo, es una de las mejores novelas escritas en nuestro país, porque, a diferencia de otros buenos relatos argentinos, no es una obra 'para consumo interno' sino de proyección universal".
Es la de Arias una producción que adquiere relieve dentro del panorama nacional, precisamente en un momento en que la novela y el cuento argentino comienzan a exhibir una creciente madurez e importancia, hecho que comienza a gestarse a partir de 1940 y alcanza plena significación con la denominada "Generación del '50 o del '55".
A esta promoción literaria -señala Luis Gregorich- corresponde "el mérito de haber fijado la autonomía y la importancia del género novelesco dentro de [nuestra] literatura nacional [...] y el de elevar hasta niveles de estimable universalidad la calidad técnica y la proyección de los asuntos y los temas".
En una primera aproximación descriptiva a esta promoción literaria, podemos apuntar también la preocupación por la realidad y por el problema "existencial", la influencia de la novelística norteamericana en cuanto al aspecto formal, y -como señala Noé Jitrik- una peculiar actitud hacia la historia, con intensidad de búsqueda [...] con [...] una intención profunda de llegar más lejos en un sentido esencial" .
Vemos además la numerosa presencia de escritores del interior como es el caso de los mendocinos Antonio Di Benedetto, Alberto Rodríguez (h) y, por supuesto, Abelardo Arias.
Del mismo modo, los años '60 verán resurgir formas literarias que, generadas en distintas zonas, tematizan la propia región, pero no desde la perspectiva del regionalismo anterior; vale decir, que se prescinde del color local y del lenguaje característico de la zona, para abundar en cambio en una voluntad de descubrimiento y de exploración del entorno y con el filtro de una poderosa preocupación formal. En esta nueva perspectiva de "lo regional" se ubica la figura y la obra de Abelardo Arias.
Regionalismo / universalismo; tradición y originalidad
Esta polaridad reiteradamente enunciada atañe, en primer lugar pero no exclusivamente, a la índole de los argumentos, a su estricta localización geográfica, tal como se da, por ejemplo, en la primera novela de Abelardo Arias: Álamos talados.
Nadie, en efecto, podría dejar de reconocer en fragmentos como el siguiente un paisaje auténticamente mendocino, en este caso sanrafaelino, a través de la visión emocionada de un niño, máscara elegida por el narrador y a la que se subordinan de modo magistral todos los artificios del lenguaje.
Abelardo Arias, en alguna entrevista manifestaba que todo escritor debe comenzar su vida literaria escribiendo un libro de versos y como en su caso salteó esa etapa inevitable, todo ese lirismo se volcó en su primera novela.
Así, con esta sentida evocación del tránsito de la niñez a la adolescencia que es Álamos talados, hecha por un narrador protagonista con algunos rasgos autobiográficos, y sobre todo en ese tono entre poético y nostálgico, se advierte la filiación de Arias respecto de una línea expresiva que viene de los años '40, en la que inscriben también otras memorias de infancia como El río distante de Vicente Barbieri, línea caracterizada -entre otras notas- por la evocación lírica de la infancia como un espacio y un tiempo privilegiados, idílicos, mediante la reformulación del cronotopo edénico, junto con la conciencia aguda del paso del tiempo.
De allí ese tono nostálgico, herido por la temporalidad y la inevitable caducidad y transformaciones que introduce en todo: la naturaleza y los hombres.
Ese tópico del Edén evocado en las primeras páginas es retomado luego, con una connotación distinta.
Es ya un paraíso perdido, tanto espacial como temporalmente, como veremos en este texto, en el que los elementos del paisaje alcanzan una dimensión simbólica que da asimismo razón del título.
Y cuando el escritor retorne, años después, al escenario entrañable de su primer libro, en otra novela también de escenario mendocino como es La viña estéril, lo hará ya con una perspectiva y una madurez distinta, asociada con el desorden estructural y la peculiar configuración del tiempo, que ya no es la de la linealidad infantil sino la compleja percepción de una personalidad madura en cuya memoria se entretejen recuerdos y experiencias, desengaños y remordimientos en una caótica revulsión que la escritura de Arias logra plasmar de modo admirable.
Arias y la historia nacional
De algún modo saldada la deuda, a través de estos dos textos, con su entorno comarcano, la narrativa de Arias se irá extendiendo, en círculos cada vez más abarcadores, al ámbito nacional, por ejemplo a través de su narrativa histórica que comprende, en lo referente a la historia argentina, dos títulos: Polvo y espanto (1971) y Él, Juan Facundo (1995).
En ambas, la acción gira alrededor de la figura de un caudillo: Felipe Ibarra, de Santiago del Estero, en el primero de los textos, y Juan Facundo Quiroga, de los Llanos de la Rioja, en el segundo.
Lo que se rescata asimismo en cada caso es la búsqueda de ecuanimidad, a través de la compulsa de documentación histórica, cuyas fuentes se declaran en el caso de Él, Juan Facundo.
En relación con la primera de las novelas, si bien el autor no menciona explícitamente los documentos que le sirvieron de base, éstos han sido rastreados y expuestos por Lorena Ivars en un artículo titulado "Los personajes de Polvo y espanto: historia y ficción" : la investigadora destaca la similitud existente entre los datos aportados por Arias y las tres versiones que Agustina Palacio de Libarona, protagonista del primero de los dos "Cuadernos" en que se divide la obra, hiciera de su destierro en el Bracho.
Esta documentación histórica "de primera agua" se formaliza artísticamente en una estructura perspectivística, que es, en sí, significativa de la intentio auctoris: mientras la primera parte, titulada "Cuaderno unitario", se focaliza, como ya se dijo, a partir del per-sonaje femenino que resulta víctima de las rencillas de banderías políticas, en particular de la animosidad hacia su marido, odio no exento de celos del caudillo Ibarra, la segunda parte, o "Cuaderno federal", bucea en el interior de Felipe Ibarra para darnos, si no una justificación al menos una explicación de los móviles de su conducta.
Quizás menos lograda artísticamente pero igualmente interesante, sobre todo porque parte de la acción transcurre en Mendoza, es la segunda de las novelas mencionadas; en ella, historia y tradición se unen para realizar una suerte de refutación del Facundo de Sarmiento.
En efecto, todo el texto gira alrededor de la figura del caudillo riojano, de quien se tratan de destacar especialmente los aspectos positivos; así, los episodios que mancharon su fama, como el de la Severa Villafañe (narrado por Sarmiento) aparecen apenas aludidos.
Ciertamente, no es el narrador quien juzga, sino que se limita a mostrar. Así por ejemplo, destaca a través de hechos el carácter religioso de Facundo, quien fuera discípulo y amigo del presbítero Castro Barros, así como su profundo conocimiento de la Biblia, o el amor por su esposa, pero al mismo tiempo se mencionan su descontrolada pasión por el juego y sus sanguinarias reacciones.
Una de las claves de este texto novelístico está dada, como se dijo, por el manejo de documentos históricos -muchos de ellos silenciados por la "historia oficial"- pero también por la recurrencia a otras fuentes, como los cantares que pervivieron en la tradición oral, acerca de la figura del caudillo.
Este verdadero tesoro de poemas, que dan cuenta del imaginario popular y su visión de Quiroga, aflora en las coplas colocadas a modo de epígrafe en los distintos capítulos, como la siguiente: "Quiroga me dio una cinta / y Rosas me dio un cordón, / por Quiroga doy la vida, / por Rosas el corazón" y también en la recreación de leyendas que hablaban de la supuesta invencibilidad del caudillo merced a las "ayudas" sobrenaturales que recibía, por ejemplo, de su caballo moro, o la ferocidad de sus huestes de capiangos.
En función de esta estatura legendaria del personaje, el autor delinea un nuevo símbolo para contraponer al del tigre acuñado por Sarmiento: Quiroga vencedor de un toro, pero -paradójicamente- Minotauro él mismo, con todo lo que ello implica dentro de la narrativa de Arias de fatalidad y de terrible ternura: víctima y victimario en un período particularmente violento y difícil de la vida argentina.
De este modo, el personaje alcanza una estatura heroica que se completa con el aura legendaria que rodeaba su persona y que se sustenta en su valor proverbial, probado en mil combates, cuya narración vívida nos proporciona el texto novelesco.
En los párrafos finales se encuentra resumida la intención de Arias al encarar, con su propia visión, el relato de momentos especialmente conflictivos de nuestra historia patria.
En todo caso, lo que mueve su pluma es esa intención de búsqueda de que hablaba Jitrik; en última instancia, lo que se inquiere es por el destino de la patria después de tantas inútiles luchas fratricidas, hechas a favor o en contra de abstracciones o eslóganes vacíos: "¿Muertos en nombre de qué civilización?, ¿en contra de qué barbarie? [...] ¿Argentinos muertos en razones de qué conquista? ¿tras qué ideal de país?" (p. 82).
En la novela, a pesar de la pretendida objetividad que parece sugerir la lista biliográfica de obras históricas consultadas, es notable la asunción de una perspectiva ideológica ya desde el comienzo.
Aunque historia y tradición prestan sus voces para la construcción polifónica del texto, en realidad (a favor de esa selección intencionada) predomina un discurso que asume la defensa del personaje, homogéneo en su intención, que no admite grietas ni discusiones, porque la literatura, a través de las imágenes que crea, puede llegar a ser más convincente que la verdad histórica.
Y ese poder persuasivo está en proporción directa con el genio del escritor: por eso la extraordinaria perduración que la imagen de Facundo creada por Sarmiento ha tenido en el imaginario colectivo argentino.
En cuanto al narrador mendocino, podemos decir que Abelardo Arias recrea vívidamente, con gran maestría narrativa, en sus novelas históricas de temática nacional, aquella etapa de anarquía y contiendas domésticas que tuvieron por protagonistas a unos hombres enardecidos, apasionados por su país o por su terruño, a menudo heroicos y por momentos crueles, en cuyos enfrentamientos y odios se cifra una de las claves principales de la dramática historia argentina.
Pero hay algo más que una sólida reconstrucción histórica: Aristóteles proclamaba el valor y la universalidad de la poesía, en cuanto ésta imita las acciones no tales como son, sino como podrían verosímilmente ser.
Así, cada uno de los textos de Arias instaura, además de los hechos, todo un orbe de valores éticos, valores tales como el coraje, el amor, la amistad, que se aspira a imponer por sobre el desencuentro y el odio entre hermanos.
Y tal es, en suma su legado como escritor, más aún, como argentino, a una tierra que amaba entrañablemente y que todavía lucha por alcanzar su ser, en esa comunidad de objetivos y de esfuerzos que definen una auténtica patria.
Los Andes, 09 – 08 – 08
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