Miguel Bonasso
Fin de año, época ineludible de balances. Corte imprescindible para cotejar el debe y el haber de cinco años y medio de Proyecto K. Evaluación que incluye este año de Cristina, pero inevitablemente lo trasciende, remitiéndonos al comienzo del ciclo kirchnerista en mayo de 2003.
Como el tema es multifacético y abarca la gestión y sus múltiples consecuencias económicas y sociales, elegimos centrar el análisis en lo político. Y reducirlo prácticamente a un único interrogante: ¿logró la pareja gobernante construir una nueva representación política en reemplazo de la que entró en crisis en diciembre de 2001 o quedó atrapada en los vicios estructurales que llevaron a un estruendoso divorcio entre representantes y representados?
Algunos fenómenos del presente adelantan la respuesta negativa aunque no alcanzan para explicarla. Uno de los más significativos es el creciente abandono del campamento K por parte de dirigentes y organizaciones que apoyaron a Néstor y Cristina dentro y fuera del PJ. Desprendimientos a izquierda y derecha del núcleo gobernante, que en muchos casos vienen de lejos pero se hicieron evidentes cuando los errores del oficialismo durante el conflicto agrario dilapidaron en pocos meses una amplia base de sustentación y generaron un ánimo social hostil. En una variada gama de emociones que van desde la desilusión de los partidarios iniciales hasta el odio enconado –y no pocas veces irracional– de quienes, según la fórmula acuñada por los intelectuales más cercanos al Gobierno, albergan “un ánimo destituyente”.
Curiosamente fue el propio Néstor Kirchner el que inventó el adjetivo descalificativo “pejotismo”, en los remotos días de su campaña presidencial. También fue el creador del frustrado concepto de “transversalidad” y, más tarde, durante el lanzamiento de Cristina, de la “concertación”; una adaptación del modelo chileno que suponía la alianza con ciertos sectores del radicalismo que no eran precisamente los más progresistas. Una jugada pragmática que culminaría en un resultado catastrófico con el famoso voto no positivo de Cleto Cobos. Al que Kirchner sigue entronizando en un papel preponderante, ahora por la negativa, al ubicarlo como blanco central de sus diatribas. Como ocurrió el martes pasado en el Teatro Argentino de La Plata.
Leer todo el artículo En el acto de marras, el ex presidente pronunció un discurso poco feliz. Tal vez el menos feliz de su carrera. Kirchner no es un gran orador en el sentido tradicional, carece de la solvencia parlamentaria de Cristina, pero muchas veces supo conmover y convencer a vastos sectores de la sociedad, al hacerse cargo de reivindicaciones muy sentidas, como el relevo de la Corte Suprema menemista. Este no fue el caso.
No hay duda de que el presidente del PJ tiene derecho a defenderse como cualquier ciudadano, pero hay una consideración práctica que un político de su experiencia no debería echar en saco roto: en la presente coyuntura los anatemas crispados contra sus adversarios favoritos (Carrió y Cobos) sólo contribuyen a inflarlos. Por el contrario, ciertos elogios que prodigó en La Plata y antes, en otro acto en Gaspar Campos, están lejos de beneficiarlo. Dos ejemplos: su apología de Eduardo Lorenzo Borocotó (que fue alguna vez compañero de fórmula de Luis Abelardo Patti), o la del gobernador de San Juan, José Luis Gioja, autor intelectual del veto presidencial contra la ley que protege los glaciares, ubican al Kirchner del presente en un lugar muy lejano de aquel que fustigó a Carlos Menem cuando este huyó de la segunda vuelta.
Tampoco ayudó la imagen de un “presidium” integrado fundamentalmente por la Liga de Gobernadores e Intendentes, a la usanza del viejo PRI mexicano. Salvo escasas excepciones, los aliados no pejotistas del kirchnerismo presentes eran funcionarios del gobierno. El autor de esta nota, a quien algunos medios anacrónicos siguen denominando “el diputado kirchnerista”, no fue invitado al evento. Una omisión previsora, porque tampoco habría concurrido.
En 2003 y en 2004, Néstor Kirchner estaba en condiciones casi ideales para intentar una reforma en profundidad del sistema político que había naufragado con lo que llamábamos “la Corporación” (la alianza táctica de los partidos tradicionales).
En aquel momento contaba con un 70 por ciento de opinión pública favorable y además de las organizaciones sociales y políticas que confluían en la fugaz “transversalidad”, estaban muy cerca del presidente dirigentes de peso como Hermes Binner, Aníbal Ibarra, Martín Sabbatella, Luis Juez o Felipe Solá para citar solamente algunos nombres. También, por supuesto, lo apoyaban decididamente los organismos de defensa de los derechos humanos. Hoy, algunos de estos organismos han visto mellado su prestigio por el apoyo sin reticencias que le brindaron. Todas estas organizaciones, lo digan o no, se resisten a sentarse en la misma mesa con una figura emblemática de la antidemocracia como Aldo Rico.
El consejo de Maquiavelo fue desoído: todos los cambios de fondo que el Príncipe pretenda realizar, deberá ejecutarlos en la primera semana, antes del desgaste. En aquellos tiempos promisorios, Kirchner estaba muy lejos del actual desgaste; entre otras cosas porque había logrado restablecer la autoridad presidencial pulverizada por Fernando de la Rúa. Lamentablemente, más allá de los discursos, no lo intentó en serio cuando podía. Así llegó a las decisivas elecciones de 2005, en las que acometió la trascendente tarea de enfrentar a Eduardo Duhalde, sustentado en la argamasa clientelar del PJ, prolijamente elaborada por gobernadores feudales e intendentes corruptos a lo largo de décadas. Su consigna era, como siempre, conquistar el poder y mantenerlo. Edificar el rancho, aunque fuera con ladrillos de bosta.
La dialéctica es jodida: hoy esa estrategia que le sirvió para desbancar a Duhalde lo confinó al presidium congelado del Teatro Argentino y a proponer como legisladores a personajes investigados por la justicia como Jorge Telerman. El indiscutible olfato político que lo llevó a la Presidencia parece haberse desorientado, pero es de imaginar que en sus cálculos electorales debe existir la alternativa de replegarse en 2009 sobre el núcleo duro del voto pejotista. Un porcentaje de subsistencia, que arroja sombras sobre la mayoría parlamentaria en 2009 y, por consiguiente, sobre la sucesión de 2011.
Es una lástima y una confusión. La reunificación de las fuerzas de centroizquierda, incluyendo a sectores sanos del peronismo, podía haberse facilitado desde aquel poder de 2003. Ahora va a resultar mucho más difícil, pero tal vez mejor, porque será desde el propio esfuerzo, sin el padrinazgo oficial.
Crítica digital, 21 – 12 – 08
La Quinta Pata
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