sábado, 9 de mayo de 2009

Ariel Dorfman: “no tengo nacionalidad, no sé de dónde soy”

Ariel Dorfman

Roka Valbuena

Vino a la Feria del Libro a presentar su última novela, Americanos. Los pasos de Murieta.
Mientras recorría el cementerio de la Recoleta reconoció que no suele pensar, destacó que escribe cada vez mejor y se mostró fastidioso a la hora de hablar de política, de Estados Unidos y de Latinoamérica.

El escritor Ariel Dorfman apareció ese día a las 17.15 con la camisa dentro del pantalón, pero la cara descompuesta. Era la cara de un atraso. Este reportero lo calmó y luego, con elegancia, se abalanzó sobre su cuerpo y lo saludó con tres gestos. Primero le estrechó la mano como hacen los blancos educados de Estados Unidos, donde el escritor vive hace treinta años y llegó a la gloria; luego le palmoteó la espalda como se saluda en Chile, país en que el escritor pasó su adolescencia y donde no lo valoran y llegó al olvido, y luego se trepó a sus hombros –pues Ariel Dorfman tiene las dimensiones de un tronco– y le besó la mejilla como se saluda en Argentina, país en que el escritor se siente cómodo y llegó a la existencia natural en 1942 (vivió acá hasta los dos años). Y luego, al fin, le habló: “Iremos al cementerio, Ariel. Está aquí al lado”. “¿Y por qué?”, dijo. “¿Y por qué no?”, le respondió la prensa que, la verdad, no había previsto un plan con significado. Era ir a caminar al Cementerio de Recoleta porque sí. “Fantástico”, dijo Ariel que estaba con buen ánimo porque vino al país a lanzar su última novela, Americanos. Los pasos de Murieta, que narra los años cruciales en que Estados Unidos toma la mitad de México.
Y allá fueron.
Iban caminando en silencio, esquivando gatos y turistas góticos, cuando Ariel resucitó entre las tumbas: “Yo, la verdad, no tengo nacionalidad. No sé de dónde soy”. “¿Y por qué no?”, le dijo el reportero otra vez. Y Ariel Dorfman aseguró que no cree en los pasaportes; él, dijo, es un ser humano sin patria, sin nacionalismos, sin decretos, y cerró con una declaración inmensa: “Mi país es la humanidad”. Lo dijo con calma, frente a la tumba del señor Sánchez, fallecido en 1947.

–De verdad, mi país es la humanidad.
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Se sustenta en las estadísticas: el escritor ha sido traducido a veinte idiomas y tiene un par de obras que se han instalado en librerías de los cinco continentes. Ariel Dorfman es internacional desde 1971, cuando salió al público su primer hit, Para leer al Pato Donald, en el cual criticó la prepotencia de Estados Unidos con el puño alzado. En esa época se codeó con los mejores analistas de la pobreza latinoamericana. Trabó una amistad socialista con Eduardo Galeano, con Mario Benedetti y tantos más y en 1980, cansado de la policía chilena, el hombre tomó un avión y se instaló en el desarrollo. Se atrincheró justamente en Estados Unidos. Y quizás, sí, quizá su país sea la humanidad.

–Tratar de asignar a un escritor la tradición única de un país es una insensatez. Aunque, sí, mi mujer, Angélica, es chilena. Mis hijos son chilenos. Tengo una casa en Chile.

–Pero a usted allá, en Chile, no le dan el reconocimiento merecido, ¿por qué cree que pasa eso?
–Habría que preguntarle a los chilenos. A los críticos.

–¿Eso le molesta?
–Noo, por favor –enfatizó Ariel– y, bueno, es así. Yo no me hago problema.
Al parecer el reportero aquí le notó una sutil angustia. En Chile, por ejemplo, cuando Ariel Dorfman estrenó su obra La muerte y la doncella, obtuvo un excelente fracaso. Luego la obra, cuyo tema es la tortura, dado que este intelectual es un activista de los derechos humanos, se montó por varias partes del mundo y Ariel Dorfman se hizo conocido.

CAMBIOS. Hoy este escritor es tan famoso que, en momentos casuales de la charla, decía: “Y estaba entonces con Mario”, ¿Mario?, “Sí, bueno, Mario Vargas Llosa, con quien estuve un año en Estados Unidos...”. O bien: “Y recuerdo cuando Salma...”, ¿Salma? “Sí, bueno, Salma Hayek, esta chica encantadora a quien escribí un guión”. O bien: “Y ahora me he estado juntando con este muchacho, Viggo...”, ¿Viggo? “Sí, bueno, Viggo Mortensen, a quien asesoro en una obra que hará en Europa”.
Ahora Ariel Dorfman es un sofisticado ensayista que no pertenece a ningún país, pero al que se respeta en toda Latinoamérica.

–¿Y ha cambiado mucho su visión de Latinoamérica?
–Tendría que ser muy tonto para no cambiar a cada instante. Más todavía en mi caso que estoy entre dos lados. Por mi condición me he convertido en un puente que une a Estados Unidos y Latinoamérica. Y eso no sucede sin que tú cambies. Terminas siendo un puente que es fiel a dos orillas. De manera que es evidente que voy armando una visión original de nuestra realidad.

–¿Cuál es esa visión original? –acá Ariel dio un brinco.
–No, no, no. No voy a resumir treinta años de trabajo. Está todo en mis textos.

–¿Y su visión del socialismo chileno?
–Noo –gritó frente a la tumba de Miranda, fallecido en 1986– no me voy a meter en líos. Yo no vivo ahí. Mira, el próximo año saldrán mis memorias y ahí cuento todo. Con escándalo.

–Opine del nuevo socialismo latinoamericano, Ariel –el reportero era un perro de caza. No paraba.
–No, no, no. Yo no quiero ser una especie de gurú que cuenta ese tipo de cosas. Ya no. De verdad, no quiero entrar en ese tipo de temas porque me aburro.

–¿Pero es cierto que usted piensa que este es un momento maravilloso para estar vivo?
–Para mí siempre es un momento maravilloso para estar vivo. Aun mis peores momentos han sido maravillosos. Ahora, creo que este momento es particularmente maravilloso para alguien crítico del poder actual en el mundo, porque ha sido evidente en los últimos años que el neoliberalismo en que nos hemos debatido no ha traído ni felicidad ni prosperidad para la humanidad. Es decir, creo que hay una gran aventura emocional e intelectual por delante.

–¿Y cómo se siente usted en Estados Unidos?
–A mí me ha ido muy bien allá. Mis libros se venden. Y yo creo que el próximo libro también se venderá.
En ese momento sonó una campana en el cementerio: el destino se había pronunciado con un gong. “Ésta era una entrevista para hablar de mi libro”, susurró el escritor. El reportero dijo “cierto” y entonces pensó en una pregunta pertinente.

–¿Qué hay detrás de su última novela?
La sospecha era que en su última novela, Americanos, el escritor quería simbolizar algo grande. Y así era. “Lo que hay detrás de esta novela es la narración del momento en que Estados Unidos experimenta y explora su dominio mundial. Es decir, es un momento paradigmático, fundamental de la historia del mundo”, dijo Ariel Dorfman.
Pero como este escritor, tal cual dijo, abraza las contradicciones, la novela fundacional de la historia del mundo está narrada, entre otros, por un jabón. “¿Por qué un jabón?”, “Porque cuando pensé la novela la primera palabra que me vino al cerebro fue ésa, jabón”, dijo. El jabón contempla las aventuras, el sexo entre parientes y cómo México y Estados Unidos se pelean a balazos por el oro de California. El jabón, en fin, en muchas de las 440 páginas resolviendo intrigas. Ariel Dorfman piensa que para escribir una novela hay que tener una cosa: agallas. Las agallas en la literatura, dijo, implican riesgos. Y que una novela sea protagonizada por un jabón significa tener agallas.
“¿Y por qué esta novela la escribió en inglés?”, se le pregunta. Y dijo que él escribe en dos idiomas y que esta vez pensó la novela en inglés porque la historia trataba sobre California. Ese verbo conjugado, “pensó”, fue la palabra clave, porque en ese instante vino su declaración más asombrosa.
–Mire, en realidad le quiero decir algo…

–Le escucho.
–Yo no pienso.

–Vamos, Ariel, usted es conocido por pensar...
–¡No, de verdad! En mi cabeza tengo una especie de vacío. Tengo una especie de hoyo que se me llena de palabras y la lengua empieza a hablar por su cuenta. No estoy consciente de estar pensando.

–¿Qué hay dentro de ese hoyo?
–¡Nada, está vacío! Alguien, por ejemplo me hace una pregunta y las palabras me llegan solas.

–¿Ese hoyo que usted tiene en su cabeza es como esos hoyos negros del espacio?
–No, no, no. Es un hoyo en que hay un cielo adentro, en que pueden entrar nubes, pueden entrar pájaros y pueden entrar palabras. Y ocurre eso: la lengua empieza a funcionar automáticamente, sin que yo haga un esfuerzo. El otro día, por ejemplo, a raíz de la muerte del dramaturgo Augusto Boal, tuve que escribir un texto para un diario. Y me senté a la máquina y a este hoyo le vino la palabra “elástico”. Porque me pareció que Boal representaba a un elástico que se estira por mucho tiempo y no se rompe.

–Es algo absolutamente normal, Ariel– confesó el periodista nervioso. Y luego siguieron caminando, parece que Ariel se enlazó las manos por la espalda, caminaron, vieron otras tumbas, otras muertes.
–¿Qué cosas ha ganado su literatura a través de los años?
–Creo que escribo cada vez mejor. Escribo cada vez más profundamente, con más maestría. Pero no me gusta la idea de ganancia o que hay una competencia.

–¿Y qué ha perdido con los años?
–Yo no creo que haya perdido algo. Es la literatura la que siempre va ganando. Y no descarto que mañana escriba mi mejor obra.

–¿Y esta última novela no es su mejor obra, como siempre dicen los escritores?
–No. Lo que siempre se dice es que la mejor obra es la que viene. En todo caso, muchas personas me han dicho que esta es mi mejor novela. Ya veremos.
Emprendieron la retirada de este cementerio. Hablaron otra vez de Chile. Señaló, primero, que no vive en Chile porque Chile vive en él. Luego dijo que esos críticos chilenos que dicen que utiliza el exilio y los derechos humanos para magnificar su obra le dan pena. Aclaró que no sabe bien cómo es Estados Unidos. Si lo supiera, dijo, sería Obama. Finalizó diciendo que está conforme consigo mismo, ha escrito las cosas que ha tenido que escribir, conoció a los dos escritores que tenía que conocer: Julio Cortázar y Harold Pinter. Y ya está. Este hombre no tiene quejas de la vida y, al salir del lugar, con la muerte en los talones, y tras recibir el último beso del reportero, Ariel Dorfman lo hizo. A las 19 horas, y apenas dejaron el camposanto, este hombre que está muy vivo se fue a descansar en paz.


El raro caso del traductor
Como la novela Americanos. Los pasos de Murieta fue escrita en inglés, Ariel Dorfman, hispanohablante de nacimiento, tuvo que recurrir a un traductor para que su libro llegara al público en lengua española.

Ocurre que Dorfman, metido a dos manos en la escritura de sus memorias, no tenía tiempo.

Recurrió, por ende, al traductor argentino, radicado en Estados Unidos, Eduardo Vladimiroff. Y Vladimiroff escribió un prólogo de la novela.

Lo extraño es que en ese prólogo, Vladimiroff acusa a Ariel Dorfman, en una presunta tecla irónica, de no prestarle atención. Lo llamaba y no respondía. Entonces, alentado por la asistente de Dorfman, el traductor decide traducir el libro a su antojo. Una situación inusual cuando el autor, sin importar la lengua en la que haya escrito, está vivo.

Entonces, el traductor argentino del escritor chileno llena el libro con notas al pie de página. Recluta a su hermano historiador para que, en esas notas, ponga antecedentes históricos que, muchas veces, discuten la postura del propio autor.

En suma, Vladimiroff, de pronto, parece otro personaje salido de la cabeza de Ariel Dorfman. Pero el escritor ha dicho que ese hombre existe.

A juicio del escritor, a Vladimiroff le gustó tanto la novela que ahora quiere apropiarse de ella con sus intervenciones a pie de página, su prólogo polémico y hasta con una dedicatoria al inicio del libro.

“Pero lo bueno es que parece que todo lo que él interviene hacía falta”, dijo Dorfman. Recalcando, al final, que la traducción, pese al ambicioso traductor, quedó muy bien.

Y dijo que piensa aclarar todos estos problemas personalmente con el misterioso señor Eduardo Vladimiroff.

Crítica digital, 09 – 05 – 09

La Quinta Pata

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