Marcelo Padilla
Hay tipos que viven lento, suave, sin prisa. Como tortugas que saben que el tiempo no se mide. Hombres topo que se organizan con el sol, las nubes, las lluvias, la noche, el frío. Gente que vive tan cerca… y tan lejos de uno.
Naspi no vive apurado. Incólume, las gallinas revolotean a su alrededor cada vez que sus chocos las persiguen, como los defensores a Lio Messi, sin siquiera rozarlas. El predio que habita es extraño. Montó su casa al interior de unos jarillales y algarrobos, donde se divisa la montaña con sus picos nevados, y la nada allí, es el todo, y la lejanía produce vértigo. Cuando algo cambia es producto de la tenacidad del viento y se nota en los álamos arqueados o en los eucaliptos mechudos que desperdigan trompitos a sacudones. Bolas de cardos rusos, torbellinos de tierra, la niebla que lo tapa todo.
Naspi vive con su madre hace más de mil años. La señora, pituca, no se priva de fabricar su pan casero y ocupase de domesticar los objetos de la casa. Plantas muy cuidadas en lavarropas herrumbrados y en gomas viejas que se riegan económicamente. El agua no sobra, y su administración constituye un oficio terrestre de gran valía. Naspi, en cambio, solo fuma a la intemperie y mira el accidentado horizonte que lo lleva hasta las primeras montañas tras el piedemonte, ¿intentando descifrar algo oculto entre las nubes?
En la curva, allí donde todos van a toparse con él, siempre suenan las bocinas de los autos para saludarlo. Parece una estatua que fuma a la intemperie. Como “El príncipe feliz” de Oscar Wilde, Naspi, tiene posado un pájaro en su cabeza, inmutable, sin percatarse que el revuelto de pelos no es un nido, aunque lo parezca. El ademán es el mismo, en invierno y verano. Lento, previsible.
Naspi solo vende tres productos en su kiosco-living-cocina-comedor: cigarrillos, alfajores y gaseosas. Nada más. En su patiecito techado con chapa espera por sus clientes, con el pájaro hospedado en su cabeza, protegido del viento por su campera puesta como capa. A pesar de los aires de invierno y el frío calador de huesos, él está siempre bajo el tinglado. Naspi no tiene auto, ni moto, ni bicicleta. No se mueve. No los necesita. No denuncia stress, no tiene aspiraciones de movilidad social. Naspi es un criollo producido por el silencio del campo. Él, es el silencio, y se le siente. Tiene la mejor salamandra que se haya visto en el barrio, cargada de cortezas y carozos de duraznos. Su casa es una gran salamandra que ilumina la noche de naranja fuego. Su casa da calor a la soledad del campo.
Por día lo visitan a su junglita más de dos mil pájaros cantores. Lo acompañan con sus gorjeos, mientras Naspi fuma a la intemperie. El hombre se parece al Topo Gigio, pero con pelo revuelto, medio canoso y amarillo. Reitero: vive con lo puesto y no pasa sobresaltos. Conoce la noche profunda, el merodeo de los zorritos, el batifondo de los perros noctámbulos abandonados, las cuevas de los conejos del monte. Los tiene a todos identificados; y él, como buen topo, sabe comunicarse con ellos desde su guarida. Es amigo de las lechuzas de los postes y de las lagartijas verdes y rojizas que se le cruzan más rápido que el correcaminos, sin perturbarlo. Naspi es el hombre que está solo y no espera. Ni a Godot, ni al colectivo, ni al cobrador de seguros. No tiene deudas, no adquiere objetos, no tiene hijos, no tiene esposa, no tiene prisa. Pasar por su casa es escuchar el silencio, al menos, una vez al día. Y eso, por estos días, cotiza en bolsa.
MDZ Online, 14 – 05 – 09
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