Ángel Bustelo
Los que llegaban a los portales de la Unidad Nueve eran sobre todo los del primer tiempo, aventureros, inconscientes o deudos consanguíneos de los detenidos. Muchos días después de caer bajo las fauces del troglodismo, se debía entregar una lista de cuatro personas propuestas para visita: padres, esposa, hijos y algún hermano. Pasaban esos candidatos a la sub zona para su investigación y, si fueran aprobados, el detenido les escribía para que trajeran su documento de identidad, dos fotografías y una información sumaria que acreditase domicilio y buena conducta. Recién entonces quedaban inscriptos en el Registro de “visitantes habilitados”. Entretanto, había pasado largo tiempo de incomunicación rigurosa, en que elk detenido no pudiera hablar con nadie, aun si se hubiera deducido recurso de hábeas corpus, cuyo resultado ya se sabía: los jueces amansados lo rechazaban y declaraban “bien detenida la persona”, en cuanto les llegaba el informe de Interior, diciendo que “estaba a disposición del PEN, en razón del estado de sitio” – que nunca fue levantado. Razón tenía el juglar Armando Tejada Gómez en su canción: “Estamos prisioneros, carcelero: yo de estos torpes barrotes; tú del miedo…”
Da Bene pasó mucho tiempo sin que nadie viniera a visitarlo, a traerle una señal de vida, un recuerdo de su país cordillerano. ¿Habían desaparecido los amigos? ¿No quedaba alguien que se arrimase a la reja, para alcanzarle el pan de la amistad, la hostia sagrada del abrazo? Los familiares, ¿habían sucumbido, estaban imposibilitados o atemorizados de hacerlo? ¿Qué ocurría en la “tierra del sol y del buen vino”, que esos días era visitada por el mando supremo, jefe de todos los ejércitos? ¿No hubo nadie capaz de romper el cerco de pistola y de sable, para enrostrarle los presidios lúgubres, la noche triste de la Patria en sombras?
Allí estuvo, en la tierra de Sutonio, agasajado, reidor, triunfante, brillante el pelo hasta la frente escasa, bigotes de foca recortados, con su ministro al lado – albano bien nutrido – dueños de vidas y haciendas. Bailaron esa noche en la terraza del Plaza, cien ojos vigilantes observando, ofreciendo – entre caviar y champan – “la sucesión del proceso”, a los amigos enancados – los de siempre. ¿No hubo mendocino que les hicieran recordar a Da Bene y a algún otro comarcano que poblaban los antros del infierno? En otras circunstancias, él hubiera estado allí, representando a la prensa seria, sacando a bailar a alguna señora de la comitiva presidencial…
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