martes, 3 de noviembre de 2009

Postal del infierno a cinco minutos del Kilómetro 0

Ulises Naranjo

Sesenta familias de mendocinos del asentamiento Escorihuela sobreviven en condiciones indignas en el pecho mismo de la Ciudad de Mendoza. Las embarazadas, las nenas con cáncer, los perros moribundos, la falta de agua potable y de desagües, los Narices Paradas, los trenes, el dengue y el basural. Una postal increíble de la Ciudad de Mendoza en el Tercer Milenio.

En estos días, con estos asuntos de la feria del libro y de Mercedes Sosa, todo el mundo parece ser hincha de Armando Tejada Gómez. Cualquiera dice “me acuerdo que el Armando esto” o “el Armando aquello” o “como bien decía el Armando”, como si fuera su compadre. Aclaremos que esto está muy bien, dada la envergadura del referido. Por eso, hoy lo citamos con los que quizás sean sus versos más célebres:
A esta hora exactamente,
hay un niño en la calle.


Ahora bien, en nuestro caso, dada la calentura que nos embarga, y previas disculpas al poeta mendocino, debemos decir que no es suficiente con su referencia y que habría que ser más preciso y, por ejemplo, escribir:
A esta hora exactamente,
en la villa Escorihuela,
en el pecho mismo de esta Ciudad en Flor envejecida,
hay una niña con cáncer
y ni agua tiene y ni padre tiene bajo el sol asesino.


Y aún así, amigos, no sería suficiente. Esta vez es preciso ir más lejos, porque eso es lo que pide la bronca, este regusto de cal en la boca ante lo absurdo del mundo. Habrá que recurrir, entonces, por ejemplo, a otro poeta –Roberto Juarroz– y decir:
Si te preguntan por el mundo,
responde simplemente: alguien está muriendo.


Sin embargo, sigue la bronca, porque ya se sabe lo que ocurre en estos casos: los que mueren, siempre, son los muertos equivocados, mueren los buenos y los malos viven hasta que se cansan del oficio vertical de la malicia.
Narices Paradas
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Es un día de mierda. No puede decirse de otro modo. Cercanos al mediodía, hace uno de esos calorones que hacen transpirar hasta a las reinas de la vendimia, hasta a las mariposas de hielo y dejan con sed y sin verbo a las lenguas de la nieve: un calor de mierda.

En el asentamiento Escorihuela, los chocos está tirados al borde de la ola de calor, como esperando una muerte que corone su vida de perros. Es así: a cinco minutos de Peatonal y San Martín, se levanta el asentamiento Escorihuela, un espacio donde confluye el mito del tren en su categoría de fantasma con la miseria más honda y clara.

Nadie jamás desearía entrar a este asentamiento; por eso es tan fácil hacerlo, acercarse a los vecinos y decir cómo les va, soy periodista, quería que charláramos, que me contaran, qué calor hace y qué dura es la vida, después de todo.

Pronto, muy pronto, conoceré a Osanna y Pamela, su mamá que espera el cuarto hijo y fue abandonada por otra que ahora también está embarazada, me contará que la niña tiene cáncer intestinal y problemas en la piel. Qué día de mierda, a cinco minutos del Kilómetro 0 y sesenta familias mendocinas, a millones de kilómetros de la mínima dignidad.

Osanna no sana, está claro, y nadie parece querer sanarla y nadie va a ir a buscarla ahí, al lado de las vías, en ese nido de ratas. Tampoco quiere fotos, las elude como puede, como un púgil senil frente a Mike Tyson. Es como si Osanna, en lo más íntimo, no estuviese satisfecha con sí misma y el destino de las cosas. Y menos con el intruso.

Pamela, su madre, tiene 28 y ya parece o se siente una locomotora vieja y lo sabe, y sufre su abandono, pero lo calla y cambia de tema: “Estos terrenos son del ferrocarril, pertenecen a la Onabe. Por eso, la municipalidad no nos ayuda, porque dicen que esto es privado”, comenta. Estos mendocinos tienen nombre: Pamela, Caren (9), Bruno (7) y Osanna (6) y sobreviven con un plan social de 200 mangos por mes, más las veredas que puede llegar a barrer Pamela. ¿Quieren un dato interesante? No sé cómo hace esta chica, pero todos-sus-chicos-van-a-la-escuela: “Por ahí si les doy de comer no los visto y si los visto no los calzo, pero van a la escuela”.

No tienen agua; bueno, tienen una manguera y que alcance para todos.

Pamela ha puesto a llenar una botella de plástico y, como si se trataran de lágrimas o perlas, apenas caen gotitas que con el paso de las horas harán que sean, digamos, un par de litros. “Acá no quiere entrar la municipalidad, ni Obras Sanitarias ni nadie.

- ¿Hay problemas entre los vecinos?
- No. Hay algunos Narices Paradas, pero los demás nos ayudamos entre todos cuando alguien no tiene nada…
Abandonamos a Pamela; total, ella ya sabe de qué se trata. Ahí viene Paola: tiene 16 años, dos ojos verdes que enamoran y ocho meses de embarazo.

Paola es esa clase de chicas que, de haber tenido otro destino, podría haber sido modelo, por ejemplo, o deportista de élite o tu novia, tu nuera, tu hermana, tu hija o la máxima concentración de tu deseo.

Sin embargo, le tocó ser Paola: atraviesa las vías seguida por dos perros, se espanta las moscas con la mano izquierda y sonríe para una foto, como si la vida, en verdad, fuese bella, como ella.

Crecer sanitos
Ahora estamos con Bibiana Zachetti, presidenta de la Unión Vecinal, en el living de su casa. Su living es también la cocina, los dormitorios, las salas de armas y de juegos y la biblioteca.

Bibiana también es una mujer inteligente y hermosa: sus ojos asumen un marrón claro de inexplicable tibieza y la mirada de esos ojos naturalmente genera confianza y empatía. Bibiana es el resumen de todas las madres del mundo.

La escuchamos: “Nosotros estamos en contacto con Raúl Morcos, el abogado de la Onabe, el Organismo Nacional de Administración de Bienes y él nos dice que no está en sus manos dar una respuesta social a estas familias. Por otro lado, la Municipalidad de Capital nos pone la excusa de que no pueden pasar por encima de la Onabe y que no tiene presupuesto para dar una solución”.

- ¿Siempre fue así, Bibiana?
- Para que te des una idea, hace dos años, cuando asumió Fayad, acá había una docena de familias. En estos dos años, esto empezó a crecer y ahora hay como sesenta. Si no dieron respuesta a una docena, ¿cómo van a hacer con sesenta? Acá hay 130 niños y veinte adolescentes.

- ¿Saben qué va a pasar?
- Dicen que viene un emprendimiento privado. Si es así, no creo que estén interesados en tener a gente como nosotros acá.

- ¿Por qué este lugar se llama Escorihuela?
- Se me ocurrió a mí, porque nos decían Costa Esperanza II y esa villa estaba mal vista. Entonces, me puse a buscar un nombre y se me ocurrió Escorihuela.

- ¿Han pedido ayuda social a la municipalidad o al gobierno provincial?
- Yo fui a la comuna a Viviendas y a Acción Social y me dijeron que no pueden hacer nada por nosotros. Acá casi todos somos gente honesta y trabajadora, que espera la oportunidad de pagar su casa para vivir dignamente. Puede haber delincuentes, pero también hay delincuentes de guante blanco en los barrios privados y esos son los peores.
Bibiana hace silencio y me dejó mirar hacia adentro de su casa. En la penumbra, sobre una cama, una niña hojea su carpeta: ¡está estudiando! Se llama Daiana y tiene once años. Me voy, con él íntimo deseo de que esa niña alguna vez tenga un 20% de las oportunidades de crecer sanitos que tiene los lectores de este diario o mi propio hijo.

Y nada salió de vos
El Agustín y el Jonhattan me invitan a jugar al fútbol con una pelota de básquet. Bibiana nos sigue y, mientras le pregunto qué podrían necesitar, pateamos tiros libres sin barrera y nos reímos un poco.

- ¿Y...?
- Y necesitamos cosas, pero no creo que nadie quiera venir a meterse acá…
- Hagamos una cosa, Bibiana: ponemos en la nota algunos celulares y los que quieran donar algo, que lo acerquen a Perú y Suipacha y ustedes van a buscarlos ahí. ¿Le parece?
Claro que le parece. Estas familias mendocinas dicen necesitar desinfectante para combatir el dengue, leche en polvo para instaurar la copa de leche gratis para todos los niños y calzados. Me dan tres números: Bibiana, 156885422; Paola, 156933136 y Yamila, 153037761. Usted lector, si elige ayudar a esta gente, puede llamarlos.
Sigo mi camino. Más allá, los Flores, los Salinas y los Abarza, me invitan a pasar y a charlar debajo de un arbolito.
Quieren transmitir las mismas carencias: el trabajo que no hay, el agua que no hay, los desagües que no hay, el laburo que no hay, las zapatillas que no hay, el techo que se cae y una niña con bronquitis, guardando reposo en ese infierno y sin los remedios que cuestan 100 pesos, medio sueldo mensual.
Ya casi en la despedida, María Esther y su hija Macarena me cruzan en el basural que es el patio de su casa. “No es fácil, m’ hijito”, dice al mujer que tiene un gesto duro, duro y largo tatuado en la cara de tanto ser madre, padre y recicladora de basuras.

Qué calor
Salgo a la calle; camino hasta mi auto. Con el control remoto, le quito la alarma, subo, lo enciendo, prendo el aire y el MP3 me devuelve los sonidos del único disco que amo, “Artaud”, de Pescado Rabioso:
“Abriste la piel, creíste en todo lo que te pedí y nada salió de vos. / Mirá el fuego: las luces que sangran a lo lejos / no esperan que vayas a apagarlas… Jamás”, canta Spinetta.
Qué calor y qué día de mierda para ponerse a sacar fotos y tomar nota del infierno. Por suerte, estoy a cinco minutos del paraíso, ese lugar donde reina el aire acondicionado y la anestesia social es un trago largo con siete cubos de hielo y donde Osanna se sana, estudia inglés, abre una cuenta en Facebook y, en sus ratos libres, sueña con conocer Disney.
Hablo de un lugar donde Daiana, mientras estudia, no siente que su casa tiembla cada vez que, a tres metros de su cama, pasa un tremendo y triste tren que tira enormes bocanadas de humo con sabor a sobaco de fantasma.
Es hermosa esta niña. Y quizás jamás escuche que se lo digan.

MDZ Online, 03 – 11 – 09

La Quinta Pata

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