martes, 15 de diciembre de 2009

¿Extinción o terciarización del proletariado? Crítica al fetichismo del overol azul

Federico Mare

Toda ciencia estaría de más si la forma de manifestarse de las cosas y su esencia coincidiesen directamente. Karl Marx, El capital, t. III, cap. 48

La economía se ha terciarizado, es cierto. El sector terciario o de servicios (producción de bienes intangibles) ha experimentado una fenomenal expansión en las últimas décadas, mientras que el sector industrial ha quedado —en términos relativos— a la zaga. Entre los economistas, esto está fuera de discusión. Las estadísticas referidas al PBI por sector (%) son por demás elocuentes:

(Fuente: CIA, The World Factbook, https://www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook.)

A escala mundial, las cifras serían las siguientes: agro, 4%; industria, 32%; y servicios, 64%. Vale decir que cerca de los dos tercios del PBI global corresponden al sector terciario de la economía.

Aunque es bueno recordar que este fenómeno ha sido generosamente sobredimensionado por quienes olvidan —¡vaya descuido para los panegiristas de la globalización!— el proceso de externalización industrial que afecta a los países del «Primer Mundo», es decir, el éxodo masivo de la producción fabril —no de los derechos de propiedad, desde luego— a las regiones periféricas del sistema capitalista mundial. Con esto queremos decir que no todo lo que parece desindustrialización es desindustrialización. Hay una desindustrialización absoluta, vinculada a la terciarización de la economía, pero también una desindustrialización relativa, ligada a la re-localización geográfica de fábricas en pos de mejores niveles de rentabilidad —léase: costos laborales e impositivos más bajos. No siempre la otra cara de los rust belts(1) es la service economy; a menudo el reverso de ese paisaje espectral es la fenomenal industrialización del «Tercer Mundo», de países como Brasil, México, China, Taiwán, Corea del Sur, Indonesia, Malasia, India, Sudáfrica… Baste este dato: tan sólo los países emergentes nucleados en el G-5 concentran aproximadamente el 27% de la producción industrial del planeta.

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Ahora bien: ¿es cierto que la terciarización de la economía ha traído aparejada la extinción de la clase obrera? La respuesta que demos a esta pregunta dependerá, obviamente, de qué entendamos por «clase obrera». Los autores burgueses, enrolados en el empirismo sociológico, darán una respuesta afirmativa a esta pregunta. Ellos confunden la parte con el todo, la apariencia con la esencia. Homologan sin más al proletario clásico tipo blue-collar de la era fordista, al operario de planta, con el proletario a secas de la teoría marxiana. Esta confusión, este quid pro quo, no tiene más «fundamento empírico» que un cúmulo de estadísticas basadas en esa misma confusión sociológica, censos y encuestas confeccionados ad hoc, a partir de ese mismo quid pro quo. Quienes afirman que las estadísticas demuestran la extinción de la clase obrera, olvidan olímpicamente que ellas han sido elaboradas en torno a una serie de criterios que presuponen la extinción de la clase obrera. Se trata de un razonamiento circular: invisibilización sociológica del proletariado en nombre de las estadísticas, e invisibilización estadisgráfica del proletariado en nombre de la sociología. Falacia de una serpiente que se muerde la cola. Castillo construido en el aire. Petitio principii, petición de principio.

Aquí proponemos una respuesta negativa a dicho interrogante; respuesta que tiene su fundamento en la teoría crítica del capitalismo de Karl Marx, en pasajes poco frecuentados —o poco recordados— de El capital, su obra más ambiciosa y célebre, y de la Historia crítica de la teoría de la plusvalía, uno de sus escritos menos conocidos.

La producción capitalista no sólo es producción de mercancía; es, en esencia, producción de plusvalor. El obrero no produce para sí, sino para el capital. Por tanto, ya no basta con que produzca en general. Tiene que producir plusvalor. Sólo es productivo el trabajador que produce plusvalor para el capitalista o que sirve para la autovalorización del capital. Si se nos permite ofrecer un ejemplo al margen de la esfera de la producción material, digamos que un maestro de escuela, por ejemplo, es un trabajador productivo cuando, además de cultivar las cabezas infantiles, se mata trabajando para enriquecer al empresario. Que este último haya invertido su capital en una fábrica de enseñanza en vez de hacerlo en una fábrica de embutidos, no altera en nada la relación. El concepto de trabajador productivo, por ende, en modo alguno implica meramente una relación entre actividad y efecto útil, entre trabajador y producto del trabajo, sino además una relación de producción específicamente social, que pone en el trabajador la impronta de medio directo de valorización del capital. De ahí que ser trabajador productivo no constituya ninguna dicha, sino una maldición [El capital, t. I, cap. 14].
Dentro del sistema de la producción capitalista trabajo productivo es, pues, aquel que produce plusvalía para su patrón [Historia crítica de la teoría de la plusvalía, t. I, cap. 4].
Un actor, incluso un clown, puede ser, por tanto, un obrero productivo si trabaja al servicio de un capitalista, de un patrón, y entrega a éste una cantidad mayor en trabajo de la que recibe de él en forma de salario. En cambio, un sastre que trabaja a domicilio por días, para reparar los pantalones del capitalista, no crea más que un valor de uso y no es, por tanto, más que un obrero improductivo. El trabajo del actor se trasmuta en capital, el del sastre en renta. El primero crea plusvalía; el segundo no hace más que consumir renta [ibid. ].
Cuando Milton, por ejemplo escribía El paraíso perdido, era un obrero improductivo. En cambio, es un obrero productivo el autor que suministra a su editor originales para ser publicados. Milton produjo El paraíso perdido como el gusano de seda produce la seda: por un impulso. Después de lo cual, vendió su producto por 5 mil libras esterlinas. En cambio, el autor que fabrica libros, manuales de economía política, por ejemplo, bajo la dirección de su editor, es un obrero productivo, pues su producción se halla sometida por definición al capital que ha de hacer fructificar [ibid. ].
Una cantante que vende su canto por su propia cuenta es un trabajador improductivo. Pero la misma cantante si recibe de un empresario el encargo de cantar con el fin de hacer dinero para él, es un trabajador productivo, pues produce capital [ibid. ].
Los cocineros y los camareros de un hotel serán obreros productivos siempre y cuando su trabajo se traduzca en capital para su patrón, y obreros improductivos si sus servicios representan simplemente la inversión de rentas [ibid. ].
Obreros productivos de por sí pueden ser, respecto a mí, obreros improductivos. Si mando empapelar mi casa por un obrero que se halla al servicio de un patrón, es lo mismo que si comprase una casa empapelada y diese mi dinero por una mercancía destinada a mi consumo; en cambio, para su patrón, el obrero empapelador es un obrero productivo, puesto que le produce plusvalía [ibid. ].
Cuando hablamos de la mercancía [...] en el sentido de su valor de cambio, nos referimos a una existencia ficticia, exclusivamente social de la mercancía, totalmente distinta de su realidad física; la enfocamos como una determinada cantidad de trabajo social. Puede ocurrir que el trabajo concreto de que es fruto no deje la menor señal en ella. En el producto industrial, esta huella es la forma externa que conserva la materia prima [...] Otros trabajos industriales no tienen por finalidad modificar la forma del objeto, sino simplemente desplazarlo de un sitio al otro [ibid.].
La permanencia del capital mercantil en el mercado como acopio de mercancías requiere edificios, almacenes, tanques y depósitos de mercancías, es decir, desembolso de capital constante; requiere asimismo pago de fuerzas de trabajo para almacenamiento de las mercancías en sus depósitos. Además, las mercancías se deterioran y están expuestas a influencias naturales perjudiciales. Para protegerlas de éstas hay que desembolsar capital adicional, parte en medios de trabajo, en forma objetiva, parte en fuerza de trabajo. […] El acopio de mercancías ocasiona pues gastos que, como no pertenecen a la esfera de la producción, se cuentan entre los gastos de la circulación. Estos costos de circulación […] en cierta medida entran en el valor de las mercancías, es decir, las encarecen [El capital, t. II, cap. 6].
Las masas de productos no aumentan porque se las transporte. Incluso la modificación de sus propiedades naturales provocada por el transporte no es, salvo excepciones, un efecto útil intencional, sino un perjuicio inevitable. Pero el valor de uso de las cosas sólo se efectiviza en su consumo, y su consumo puede hacer necesario su cambio de lugar y por ende el proceso adicional de producción que cumple la industria del transporte. El capital productivo invertido en ésta agrega, pues, valor a los productos transportados, en parte por transferencia de valor de los medios de transporte, en parte por adición de valor mediante el trabajo de transporte. Esta última adición se divide, como ocurre en toda producción capitalista, en reposición del salario y plusvalor [ibid. ].



Partimos, pues, de otro concepto de «proletario». Siguiendo a Marx, «Proletario» será para nosotros todo trabajador asalariado, toda persona que, desposeída de los medios de producción, se ve obligada a ofrecer en el mercado, a cambio de un salario que le permita subsistir, su fuerza de trabajo a los propietarios de los medios de producción, esto es, a los capitalistas. Cuando el trabajo resultante de esa venta produce plusvalía y hace posible la valorización del capital, decimos que el obrero es —desde el punto de vista de la lógica capitalista— productivo; y cuando dicho trabajo supone un uso rentístico del dinero —en estricto sentido técnico—, decimos que el obrero es improductivo.

El trabajador blue-collar es sólo una de las múltiples formas —la clásica— que ha asumido el sujeto asalariado a lo largo de la historia del capitalismo. Lo que hoy está en retroceso no es la clase obrera in toto, sino sólo su fracción blue-collar. El proletariado se halla inmerso en un proceso de metamorfosis, de recomposición interna, de —«aggiornemos» nuestro discurso— reconversión laboral, y no de extinción. La clase obrera no declina, no desaparece; sólo se terciariza.

Ninguna actividad laboral es, per se, proletaria, proletaria-productiva o proletaria-improductiva. Lo será, o no, de acuerdo a las condiciones específicas en que se desarrolle, a la relación social en la que se inscriba. Tomemos como ejemplo la limpieza. Limpiar la casa propia no es, claro está, una tarea proletaria; limpiar la casa de otro a cambio de un salario sí lo es. El empleo doméstico es una tarea proletaria pero improductiva; por el contrario, asear los baños de un shopping en calidad de empleado de una empresa de limpieza es una tarea proletaria y productiva a la vez. Lo decisivo no es, por consiguiente, el tipo de actividad laboral sino el tipo de relación social en que ésta se inscribe.

El empirismo sociológico burgués, en lugar de analizar el empleo en un marco relacional e histórico, lo hace en un marco «insularizado» y ahistórico. De acuerdo con este enfoque existirían a priori, con independencia de las relaciones de producción, categorías laborales de naturaleza obrera, o no-obrera. Trabajar en una fábrica, al lado de una cadena de montaje, sería, en todos los casos, una ocupación proletaria; trabajar en un local de fast food no lo sería en ninguna circunstancia. La insularización y deshistorización del concepto «proletariado» entraña, pues, una operación intelectual intensamente reduccionista: se extirpa su núcleo explicativo y se deja en él, como sucedáneo, el contorno descriptivo. Sacrificadas en el altar del status quo la perspectiva histórica y la rigurosidad crítica, el pensamiento se hunde en el fetichismo del overol azul. La doxa se fagocita a la episteme. El proceso se prolonga con la repetición ad nauseam de unas estadísticas hechas a medida, según las cuales los efectivos de la clase obrera no alcanzan, para tranquilidad de las conciencias burguesas, el tercio —a menudo ni siquiera el cuarto o el quinto— de la PEA (población económicamente activa) ocupada; y culmina en el sentido común —ideología naturalizada— de los mass media: la CNN informando al mundo que en la milagrosa «era digital» hay cada vez menos obreros… “La verdad de una información —señaló con perspicacia Ignacio Ramonet en el III Foro Social Mundial (2003)—depende de que varios medios importantes la repitan y digan que es verídica... aunque sea falsa”.

En la Argentina, por ejemplo, de acuerdo al último censo realizado (2001), el 70,14% de la PEA ocupada es asalariada (sector privado: 48,94%; sector público: 21,20%). Aunque en rigor, dicha cifra debe superar cómodamente el 80%, y ello por dos poderosas razones: 1º) las estadísticas oficiales, al reproducir en su axiología las fictionis iuris de la legislación laboral, no ponderan las prácticas patronales de asalarización encubierta (empleo de monotributistas, pasantías, contratos-basura, cooperativas truchas, etc.); y 2º) los trabajadores inmigrantes indocumentados, muy numerosos, quedan al margen del relevamiento censal. Aun si adoptásemos una noción más restringida de «proletariado» que excluyese a los asalariados «improductivos» (empleados públicos, domésticos y administrativos), la cifra resultante rondaría en el 50%. Es decir que la mitad de la PEA ocupada de Argentina estaría compuesta por proletarios que crean plusvalor. Ni rastro de la presunta exigüidad numérica de la clase obrera.

Los asalariados que no pertenecen al sector industrial(2) de la economía —esto es, los white-collars y los grey-collars—(3) son excluidos, sin más, de las filas del proletariado. En nuestro país, al aplicarse este restrictivo y arbitrario criterio, la clase trabajadora descendería al 14,45% de la PEA ocupada (cifra correspondiente al total de operarios de planta y mineros). Consideremos algunos otros ejemplos. Países del G-8: EE.UU., 11,50%; Canadá, 13,46%; Japón, 18,43%; Alemania, 22,27%; Francia, 15,06%; Reino Unido, 12,46%; Italia, 20,68%; y Rusia, 18,34%. Países del G-5: China, 33,27%; Brasil, 14,85%; México, 16,90%; y Sudáfrica, 16,69% (India, n/d). Otros países del G-20: Australia, 11,50%; España, 15,37; Corea del Sur, 17,65%; Indonesia, 13,42%; Turquía, 20,52%; Arabia Saudita, 7,75%. Tigres del Sudeste Asiático restantes: Taiwán, 27,80%; Singapur, 16,79%; Hong-Kong, 5,43%. Otros países del Mercosur: Paraguay, 12,34%; Venezuela, 12,84%; Chile, 14,32%.(4) Como puede observarse, en ningún caso la «clase obrera» así entendida superaría el tercio de la PEA ocupada, y en la mayoría de los casos ni siquiera llegaría al 20%. De hecho, a escala mundial, sólo la quinta parte de la PEA (20,5%) se halla ocupada en el sector secundario (manufactura y minería), prácticamente la mitad de la fuerza de trabajo que emplea el sector servicios (39%).(5)
Esta subestimación estadisgráfica no es casual; tiene su razón de ser. Dado que las masas obreras constituyen la «clase peligrosa» de la sociedad burguesa, resulta funcional al status quo su invisibilización. La conciencia quietista del proletariado descansa sobre varios pilares: el desempleo, la precarización laboral, el reformismo, la burocratización de los sindicatos… Pero también descansa sobre el sentimiento de inferioridad que resulta de la fragmentación identitaria impuesta por el sistema. La ideología dominante condena a los blue-collars a la irrelevancia (“son proletarios, pero pocos”; y a los grey-collars y white-collars, a la informidad (“son muchos, pero no proletarios”). En ambos casos, el pasaje desde una conciencia en sí a una conciencia para sí queda seriamente obstaculizado; y con él, la superación revolucionaria del actual orden social.

Si la clase obrera parece pequeña es porque se la conceptúa equivocadamente. Thomas Hobbes tenía razón: nada compromete más al edificio de la ciencia que unos cimientos erigidos con malas definiciones.

Verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe verdad ni falsedad. [...] Si advertimos, pues, que la verdad consiste en la correcta ordenación de los términos en nuestras afirmaciones, un hombre que busca la verdad exacta tiene necesidad de recordar lo que significa cada uno de los términos usados por él, y colocarlos adecuadamente; de lo contrario se encontrará él mismo envuelto en palabras, como un pájaro en la red; y cuanto más se debata tanto más en apuros se verá. Por esto en la geometría [...] comienzan los hombres por establecer el significado de sus términos; esta fijación de significados se denomina definición, y se coloca al comienzo de todas sus investigaciones.

Esto pone de relieve cuán necesario es para todos los hombres que aspiran al verdadero conocimiento examinar las definiciones de autores precedentes, bien para corregirlas cuando se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas por su cuenta. Porque los errores de las definiciones se multiplican por sí mismos a medida que la investigación avanza, y conducen a los hombres a absurdos que a la postre se advierten sin poder evitarlos, a menos que se reinicie desde cero la investigación; en ello radica el origen de sus errores. De aquí resulta que quienes se fían de los libros hacen como aquéllos que reúnen diversas sumas pequeñas en una suma mayor sin considerar si las primeras sumas eran o no correctas; y dándose al final cuenta del error y no desconfiando de sus primeros fundamentos, no saben qué procedimiento han de seguir para aclararse a sí mismos los hechos. Limítanse a perder el tiempo mariposeando en sus libros, como los pájaros que habiendo entrado por la chimenea y hallándose encerrados en una habitación, se lanzan aleteando hacia la salida en falso de una ventana de cristal, porque carecen de iniciativa para considerar qué camino deben seguir. Así, en la correcta definición de los términos, radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia. Y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de definiciones, finca el primer abuso del cual proceden todas las hipótesis falsas e insensatas; en ese abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no en sus propias meditaciones; quedan así rebajados a la categoría del hombre ignorante... (Leviatán, I, 4).




(1) Expresión inglesa cuya traducción literal sería “cinturones de herrumbre”. Se trata de las zonas industriales abandonadas de los países centrales.

(2) La delimitación de este sector varía enormemente de un autor —o país— a otro. El único componente constante es la manufactura. A éste se le agregan, con frecuencia, la minería y/o la construcción, y en algunos casos el sector energético. El criterio más corriente abarca la manufactura y la minería.

(3) Los white-collars o trabajadores de «cuello blanco» son aquéllos asalariados que se desempeñan en áreas donde las tareas manuales tienen una escasa o nula incidencia, y en las que se requieren niveles relativamente altos de cualificación, como por ejemplo la administración, la docencia, la comercialización, la publicidad, la actividad forense, la banca y las finanzas. Los grey-collars o trabajadores de «cuello gris» son los asalariados que, pese a no estar empleados en la manufactura o la minería, realizan tareas de índole manual: jornaleros agrícolas, pescadores, leñadores, enfermeras, peones de la construcción, técnicos de mantenimiento, empleadas domésticas, personal de vigilancia, repositores de supermercado, camioneros, ferroviarios, portuarios, gastronómicos, empleados de hotelería, personal de maestranza, etc.

(4) Cfr. OIT/Departamento de Estadística, LABORSTA Internet, http://laborsta.ilo.org/default_S.html.

(5) Llamativamente, el 40,5% restante de la PEA corresponde al agro (para estos datos, cfr. The World Factbook, ibid.). Esto no significa, de ningún modo, que dicho sector concentre la mayor cantidad de asalariados del sistema capitalista. Sería imposible, dado que —como se ha consignado— la participación de la actividad agropecuaria en el PBI global se reduce apenas al 4%. La paradoja se explica por la supervivencia de enormes bolsones rurales de economía informal de subsistencia en el «Tercer Mundo», especialmente en el África subsahariana y el Asia monzónica. Vale decir que la inmensa mayoría de los trabajadores rurales son aún campesinos. Desde luego, las condiciones materiales de existencia de estas masas distan mucho de ser idílicas. Día a día, la proletarización avanza sobre ellas de modo inexorable, haciendo añicos su independencia económica. Sólo que el desarrollo agropecuario capitalista, antes de llegar a la fase culminante de subsunción (directa) real del trabajo al capital (grandes empresas de agribusiness), atraviesa varios estadios progresivos de subsunción indirecta (endeudamiento hipotecario, arrendamiento de la tierra, prácticas oligopólicas y oligopsónicas, etc.) y de subsunción (directa) formal (asalarización sin «Revolución Verde», esto es, sin salto tecnológico en el proceso productivo, sin mecanización). Para una mayor comprensión del concepto de subsunción, vid. Karl MARX, “Subsunción formal y subsunción real del proceso de trabajo al proceso de valorización” (fragmentos del Manuscrito 1861-1863), en: http://www.bolivare.unam.mx/traducciones/subsuncion.html.




La Quinta Pata, 15 – 12 – 09

La Quinta Pata

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