Penélope Moro
Entre los principales progresos obtenidos en las últimas décadas en la lucha por alcanzar mayor equidad de derechos entre hombres y mujeres se encuentra el aumento de la representación política de ellas. La aprobación de la Ley de Cupo en 1991 significó un gran avance. La mayor participación de las mujeres en el parlamento permitió el ingreso de temas antes escasamente tratados u omitidos en la agenda política. Así, ciertas problemáticas de género como salud, violencia, niñez, derechos, etc., empezaron a hacerse escuchar con más persistencia. Sin embargo, este logro no ha sido suficiente para que los derechos reconocidos terminen por efectivizarse en la práctica.
Política y poder son ámbitos históricamente dominados por hombres, por eso el hecho de que hoy nos encontremos liderados políticamente por la primera Presidenta de la Nación elegida en democracia, denota con claridad aquella mejora en la búsqueda de equidad. Ejercer la tarea de mando resulta doblemente difícil si se es mujer en una cultura basada en la falacia de la superioridad masculina. Y no hay dudas de que así sea. Por estos días una ola difamadora y detractora dirigida hacia la figura presidencial avanza gracias a una absoluta permisividad social. La motivan exclusivamente hondos prejuicios machistas y no, como debiera ser, una crítica política coherente, argumentada y justificada.
De todos modos, el desafío que implica para una mujer tomar el poder en esta sociedad no debe servir como la única excusa para justificar que las problemáticas de género continúen siendo soslayadas por el Estado. Luego de largas luchas las mujeres consiguieron que a principio de año se aprobara una ley integral que permita enfrentar los distintos tipos de violencia a los que se las somete. Esta todavía se encuentra en proceso de reglamentación y sin definiciones concretas sobre el presupuesto disponible para su efectiva aplicación.
Así se devela que el flagelo de las mujeres a causa de la desigualdad en las relaciones de género no representa una prioridad para el poder político. Un claro ejemplo es la impunidad con que los sectores más reaccionarios se entrometen en cuestiones tan vitales como educación sexual y despenalización del aborto. La inacción estatal en esta materia termina siendo cómplice del centenar de muertes de mujeres provocadas por los abortos inseguros.
La postergación de las políticas de género obtura el reconocimiento de los derechos humanos de las mujeres. La lucha por una sociedad más justa y equitativa para ellas implica que el fortalecimiento de su representación política se acompañe con el compromiso de toda la sociedad. En definitiva, nadie como ellas conoce lo difícil que es caminar solas hacia la verdadera dignidad.
Río de Palabras, 18 – 12 – 09
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