Andrea Stefanoni
Literariamente hablando, Luis Mey salió, como él mismo me dice todo el tiempo, del intestino grueso del diablo. Nadie más que algunos pocos amigos sabían de sus escritos, pero ya tenía una importante obra en construcción, llena de novelas y cuentos y errores que, aún al descubrirlos, resultaban interesantes. Cuando llegó a mis manos su novela
Los abandonados, me impactó desde el primer renglón hasta el último, poco después supe, de su propia boca, que no esperaba que me gustase. Que lo único que quería era que no le preguntara más sobre sus misteriosos textos. Todavía no sé, desde entonces, cuándo habla en chiste y cuándo en serio. Por supuesto que si le pregunto sobre cuál es la verdad en todo esto él se va a reír y me va a decir que lo que se ve es lo que es. Y hasta en eso le creo. Pero después me manda un texto y me dice que ahí está toda su persona y me encuentro, sí, con que es él, pero con doscientos más. Le pregunto si su juego es confundir a la gente y me dice que él no juega nunca a nada. Le pregunto, entonces, con qué se divierte, y me dice que con todo; que, de lo contrario, no lo haría. Y con qué se desespera, quiero saber, y me dice que con lo que se divierte. Y todo eso parece un juego pero, donde quieras empezar un juego para hacer la vida más amable, él escribe, corrige, te lo manda y entonces sí, una vez que leíste aquello en ese momento, no te levantás más.
Quizá su juego es ese: jugar a abrir los ojos para llorar por todo y aprender, con el tiempo, a reírse con lo mismo que hace llorar; y recién ahí volver a jugar para aprender a cerrarlos, cosa difícil una vez abiertos.
Sigue, aunque ya debo haber llegado tarde, escribiendo sobre sus cosas, o sobre la visión de alguien parecido a él que observa sus cosas. Me obligo, entonces, a recordar todo el tiempo que alguna vez me dijo que había empezado a escribir para no tener que hablar. Y que ahora juega al fútbol para no ir a terapia. Y que dejó de fumar porque, también, ya no sabía si fumaba para escribir o si escribía para fumar. Lo que le molestaba, me dijo, era el “para”. Fumar por fumar o escribir por escribir era mejor. Pero no lo lograba. Entonces dejó de fumar y dejó de escribir. Y volvió a escribir cuando no tuvo ningún para. Se notó en su nueva novela, Las garras del niño inútil, que la empezó fumando y la corrigió jugando al fútbol.
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Hugo IzarraNunca le discutiría un título a Luis Mey. Y no porque no me guste discutir, que me encanta, sino porque es un hecho incontestable: el chico sabe. La evidencia, sabia y perenne, nos recuerda que si algo ha demostrado Lucho en este tiempo, además de escribir como un poseso, es que ese es uno de sus mayores talentos: poner nombre a las cosas. Conozco a muy pocas personas vivas que escriban tanto y titulen tan bien como este grandísimo hijo de Satanás. Por ésa y por otras razones, se ha ganado a pulso mi admiración y mi envidia, a partes iguales. Ahora que asisto de esta forma tan anodina a la presentación en sociedad de su segundo libro,
Las garras del niño inútil, no puedo dejar de acordarme del aciago día en que cayó en mis manos
Los abandonados, su primogénito, hace un par de años, por encargo de una revista cultural de Barcelona más aciaga todavía. En aquel momento, hoy me confieso, lo acepté casi por compromiso. La crítica nunca ha sido lo mío y menos aún los jóvenes autores. A mi edad, uno acaba por desistir de ciertos descubrimientos, desconozco si por pereza o por esnobismo o por ambas cosas a la vez, justificándose en la cantidad de títulos indispensables a los que aún no ha podido echar el diente. La vida es corta y el tiempo casi nunca está de nuestro lado. Al menos del mío. De alguna forma encontré el arrojo suficiente de renegar de mis prejuicios y abrí aquel libro por la primera página. Craso error. Aún es hoy el día en que me arrepiento de haberlo hecho. Por culpa de Mey, lo digo ahora, he recobrado la confianza en la savia nueva de la escritura. He comprendido que la literatura maldita, la que a mí me gusta, no se acaba en Fante, en Miller, en Carver o en Bukowski. Que no hay catálogos cerrados, estáticos y pacientes. Al contrario, esto me recuerda a todas horas que las ramificaciones de mi permanente formación literaria se disgregan, huyen y se multiplican exponencialmente. Y su presencia en el mundo, la del propio Luis y la de la temeraria editorial Factotum, me obliga a estar pendiente de autores vivos, autores con los que no contaba, que no entraban en absoluto en mi plan de lecturas para los próximos 40 años. Hoy, mis queridos amigos, asistimos a la constatación de un hecho. Un hecho fácil de predecir, aunque no por ello menos importante. Toda constatación literaria, especialmente si es positiva, debe considerarse un triunfo. Un triunfo sobre el tiempo y sobre las cosas. Incluso sobre su nombre. Sobre ese nombre que Luis Mey siempre encuentra para todas las malditas cosas.
La Quinta Pata, 16 – 09 – 10
La Quinta Pata
1 comentario :
¡Qué buena nota!
Gracias
Matías
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