Sebastián Moro
Apareció. Condenado por desnudar y provocar, sobrevivió la larga pena cobijado en sus orígenes: las barriadas y las colectividades. El Carnaval desterrado por 7 años de dictadura y 28 de democracia pudo correr libre por las calles y trasvasarse de pueblitos y suburbios a ciudades. La lucha por su restitución histórica fue fruto de la persistencia de referentes y agrupaciones barriales, comunitarias y artísticas y del empuje del gobierno nacional. Su estreno febrero-marzo mostró la potencia de lo aluvional. Multitudes de todo el país celebraron su propio, el mismo, carnaval. Para refutar un poco aquello de que toda fiesta es ajena. Algo posible si logramos que cultura e identidad decanten nuestras. Para descubrir en plena calle que “así se toca en el centro del corazón inhallable de mi hermosa patria”.
Es en la fiesta popular donde ese corazón fue reencontrado. La vitalidad de lo ocultado y negado, y solo sostenido por el apaleado pueblo mismo, bulle desde las sonrisas esperanzadas de la jefa de familia y militante social, del laburante un poco mejor, de los pibes abrazados por la escuela, una vez revertidas injusticias y recuperados derechos luego de tanta desazón. Los lugares y formas de festejo, sean corso, encuentro murguero o festival, son ejemplo de diversidad e inclusión, donde las caretas sirven sólo para jugar. Quizás por eso los carnavales desencajen y rompan ahora el cerradito esquema de los festivales folk-pop veraniegos “mayores”. Quizás por ser manifestaciones antes propias (del pueblo) que privadas (por el poder), auténticas, reales, políticas. Como sus artistas, los mismos que en el barro aprovechan para tamborilear. Como el público que, por su condición de alma y hacedor, negro invisible cabecita, escapa de la trampa pasiva y es pueblo, colectivo, comunidad. Los espectadores (que dejan de serlo) se cruzan y se montan, derrumban tapias mutuas, la gente se hermana bajo agua. Mojándose. Música y baile colman la alegría pura para el movimiento. Meta sucundún y saltos de cientos de pares de terribles zapatillas y gastados zapatones. Chaya y malabar. La fiesta, la gente es.
En la provincia de los pibitos entre rejas y de los pibes torturados, la misma que año a año recae en su nociva política cultural vendimio-céntrica –por parte de gobiernos y artistas – el Carnaval, con justo apoyo desde el Estado, fue inmenso, libre, popular. Porque acá no se cobra el disfraz, conocedores de que en el fondo todos crecemos y morimos en bolas o con lo puesto. Los muchos, los marcados, saben pelear y conjurar con alegría el primer destino. Mientras, se escucha el tuntún de aquel bombo, que gracias a algún Diablo de Carnaval, viene sonando cada vez menos lejos.
Río de Palabras 42, 13 – 03 – 11
No hay comentarios :
Publicar un comentario