Sebastián Moro
Dos AM: cinco individuos camuflados como payasos, con pelucas multicolores y metrallas en lugar de matracas bajan feroces del milseicientos sin chapa e irrumpen en esa casita obrera de los suburbios del piedemonte. La negra noche del invierno que ya llega trepana el barrio con gritos y susurros. La pareja de compañeros ha sido secuestrada. De madrugada, en un santiamén, el camioncito con policías vacía la casa. A eso, a la sustracción de cuerpos y bienes, le llaman “reviente”. Hasta las pilchas del tendedero se llevan.
Tres de la tarde, plena siesta: venida ya ni sabe de dónde ni hacia dónde, con su hijo cruzando provincias, siente que la persecución no da treguas, que el peligro cierra sus pasos. Deja el bebé a una compañera menos fichada, busca el tren en la estación y ve su foto con la leyenda “subversiva comunista anticristiana” en el preciso momento en el que una marea verdeoliva se cierne sobre ella. El sofoco, el miedo le recuerdan que su familia la espera para las calurosas fiestas de año nuevo. Siempre la espera.
Once de la mañana: diezmado y violentado, el grupito de laburantes del Banco escucha en el “Tribunal de guerra” del edificio militar, de boca de un juez federal a los “defensores” militares, la condena que la dictadura cívico militar tiene para ellos. “Veinte pirulos cada uno”, escuchan mientras por la ventana del comando se asoma el otoño en Mendoza y los deja atónitos por su pertinaz belleza que no se acostumbra al horror. “Veinte años”, sin pruebas ni cargos reales. “Casi nada” filosofan, si repasan la tortura, las violaciones, los asesinatos, el oprobio. La “legalidad” de los homicidas los “traslada” de las mazmorras del D2 a cárceles por todo el país. No por eso el terrorismo de estado aflojará para ellos. Falta que la sociedad celebre a los milicos un mundial, quince películas de Porcel y la invasión etílica a las islas en poder de la mayor flota armada del mundo. Vuelos de la muerte, fusilamientos masivos, violencia sistemática contra los detenidos, “descarte” de prisioneras que ya dieron a luz y la persecución a luchadores que osan levantar la cabeza (“hasta que no quede ninguno”), continuarán hasta llegada la democracia.
Todas estas escenas se repitieron cientos de veces a lo largo y ancho del país desde 1975. Las variables demográficas, políticas y sociales de Argentina no impidieron que la represión sea totalitaria ni que la diversidad de las víctimas constituyera un genocidio: trabajadores de fábricas, estudiantes e intelectuales en las principales ciudades; sectores medios y sindicalizados en las urbes medianas; laburantes de la tierra y militantes de base en los pueblos y suburbios, fueron los grupos sociales a los que el plan de aniquilación apuntó. Ni hablar si estos luchadores agregaban a sus conciencias políticas otra “condiciones” como ser puto, mujer, judío o cabecita negra.
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