Antonio Di Benedetto
La vastedad del mundo es inclemente: no impide que ella y él se encuentren en una esquina.
Cada uno reconoce en el otro un recuerdo, por eso se miran vagamente, y él se detiene como si dejara pasar, delante de sí, los años.
Ella se escurre por la acera, casi adherida al muro.
El queda en la esquina, mirándola huir.
Ella se siente observada y le duele tanto, porque quisiera ser, para él, como fue.
Precisa, perentoriamente, sustraerse a la mirada de todos los hombres que están en las calles.
Tiene a un paso un cinematógrafo y se entrega a la penumbra que apaña las butacas. Pero del espectáculo no aprecia nada, nada entiende.
Solamente lo tiene presente a él, el que la mira, todavía sorprendido o desconcertado en aquella esquina, como una pena que no se puede declinar.
Siente la acometida del llanto. Busca el disimulo del pañuelito de mano, pero es tan pequeño para tanta lágrima…
Leer todo el artículoHuye a refugiarse en los servicios. Apoya un brazo en el pulido revestimiento de azulejos y se abandona a ese sostén, llorando y sacudiendo la cabeza, como si negar ¿qué? ¿Haberlo visto? ¿Qué él haya descubierto cómo es ella actualmente?
Otra mujer pasa la puertita de vaivén. La examina, sin hablar, buscando la manera buena de sacarla de esa desesperación. Pone sus dedos delicados en la nuca de ella, para hacerle sentir su presencia y un consuelo.
Ella espacia los sollozos. Cesa de llorar. Abre los ojos con timidez y bochorno, todavía resistiéndose a admitirlo, blandamente, con un movimiento de cabeza.
- Fume, un cigarrillo, le hará bien.
Ella suspira, recogiendo todo el aire que puede. Se disculpa con timidez:
- Nunca he fumado. No sé hacerlo.
- Pruebe, tenga uno, yo lo enciendo.
- No, por favor. Más bien, dígame la hora.
- ¿Tiene que volver a casa? La acompaño.
Pero ella niega, con la frente vencida. Hundida en la desolación, atina a justificarse:
- Mi marido me espera en el centro, a las 7.
Cuentos del exilio (2da. ed., 1984), págs. 81 – 82, 21 – 08 – 11
La Quinta Pata
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