Alberto Atienza
Proyecto del diputado Alejandro Viadana.
Hombres a bordo de verdes vehículos blindados. Vestidos con uniformes de combate. Residentes en lindas viviendas adquiridas con préstamos blandos. Esposas elegantes. Con hijos en buenas escuelas. Argentinos de unas existencias que pocos, de la mayoría de los argentinos, igualan. Con elevados sueldos y casi todos sus gastos pagados por el pueblo.
Un mal dia se les cambió la cabeza a esos combatientes, la mayoría sin ninguna guerra. Se les enfermó el seso. Eclosionaron malas clases impartidas en el establecimiento que los formó. Se transformaron en máquinas homicidas. Algo así como el Dr. Jekyll en Mr. Hyde. “Salvadores de la patria” destruyeron la democracia, mala o buena, pero democracia. Treparon al gobierno y se inició una pesadilla colectiva y real de crímenes. Torturas. Desapariciones. Apoderamiento de niños. Violaciones de mujeres detenidas. Robo de inmuebles y asesinatos de sus dueños. Extendieron el terror y la muerte. Llegó el fin para esa ordalía siniestra y, otra vez, la natural democracia. Los sangrientos se instalaron, como si nada hubiera pasado, en cuarteles y en sus clubes. Y, 30 años después, convertidos en dulces viejitos, en candorosos abuelos, la justicia los alcanza. Los condena a perpetuidad en prisiones comunes.
Detrás quedaron los desaparecidos (muertos) y los muertos tangibles. También están los privados de libertad por esos tiranos. Hombres y mujeres que nunca más serán los mismos luego de indignas experiencias. Algunos sufrieron torturas físicas. Quedaron dañados de modo irreversible. Otros, con sus cuerpos indemnes, sobrellevan fracturas internas que aparecen en sueños. Ardorosas heridas, como si les hubieran sido inferidas ayer.
Dicen por ahí “¿De que se quejan si están vivos?” Esos que hablan sostienen además: “Ahora salen a reclamar después de tantos años”. Se olvidan de que nadie podía levantar la testa. Hasta en gobiernos constitucionales los terroristas de estado mantuvieron el poder, en las sombras pero poder al fin. Muchos a cara descubierta, como el ex juez Romano, responsable de muertes, cárceles, desapariciones. Estuvo vigente hasta casi ayer, en su despacho, con acólitos, como el despedido juez Leiva y una troupe de empleados de la justicia federal mendocina, ya canosos. Cajoneaban habeas corpus, sabían de torturas y violaciones. Se callaron. Siguen, en silencio y escuchan declaraciones que ellos no toman.
Quedan muchos otros en las calles, instituciones, bares. Los mismos, que al enterarse de que alguien marchaba a las infectas jaulas, habilitadas por los militares o que eran borrados de la faz de la tierra, comentaban: “algo habrán hecho”. Indiferentes, juzgadores, nunca les pasó nada. Añoran la violenta seguridad que los uniformados imponían.
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