domingo, 6 de enero de 2013

El adiós a la periodista Pilar González, “La Linda”

Alberto Atienza

Le decían “La Linda”. Ella bajaba sus ojos verdes. Suave apagón, como un crepúsculo del alma.

Delgada, alta, con esas líneas que identifican a modelos de pasarela, un amigo le decía “La Sub-Diecisiete” en comparación irónica con los descarnados jugadores de futbol de esa categoría. Y ella reía. Su humor, fresco, rápido en reacción, les agradaba a los varones. Se sentían plenos, satisfechos, pues hacer reír a una bella dama para cualquiera es algo importantísimo. Uno se cree iluminado por el candil de un don. Y no es así. La autora de ese pequeño prodigio era nada más que ella. Los vocablos en desuso, los chistes de los niños y jóvenes de los años de pelotas de trapo, los transformaba en carcajadas.

Feliz en el trabajo: movilera periodística. Con el susodicho, el infrascripto (seguramente se ríe en estos momentos por esas dos gerontológicas palabras) o sea yo, hacíamos lo que en jerga periodística se llama “dulce de leche”. Me tocaba a mí cubrir conflictos en barrios donde a piedras les nacen alas, flotan nubes con lágrimas y, marcados por balas de goma, los unos y los otros. Arrancaba con la crónica, daba cuenta de lo que veía, los testimonios de los reclamantes, todo al toque, con celular, nada de grabador y al concluir el resumen, salía la voz de Pilar, desde un ángulo distinto en situación. Los comentarios adquirían entonces alcances sensacionales. Se abría una cobertura dinámica. Ahí intervenía el departamento de producción, ya ducho en esas prácticas y ponía en el aire a un jefe de policía para que hablara de los excesos de la represión. Y a un ministro o intendente, obligado a ofrecer una respuesta aceptable para los iracundos vecinos. Era “dulce de leche” y del mejor. El otro periodismo, a la antigua, móviles detrás de las líneas policiales, punto seguro, sin dudas, quedaba fuera del tiempo.
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Eso hacía ella. Si estallaba un motín carcelario se situaba en la vereda del penal, al lado de las madres y esposas de los detenidos, asustadísimas por si se desataba la violencia contra los internos. Ellas hablaban, en más de una ocasión, con los presos aislados a través de otro móvil que estaba ya adentro del penal, función a cargo del susodicho. Se armaba la de San Quintín y no entraba ni salía más nadie. También esa doble cobertura aumentaba de modo increíble la audiencia. Gran periodista La Linda. Enamorada de la profesión. Contenta cuando un trabajo salía bien. Otra de esas tareas en la que ella actuó, fue la llegada del último tren de pasajeros a la estación Mendoza, en calle Villalonga. Ahí se hicieron entrevistas en conjunto, por ejemplo, al maquinista de la diesel de ese postrer viaje. De fondo, sonaba la sirena de la locomotora, pero no de modo alarmante, avisador, sino como un llanto sostenido, algo conmovedor e indescriptible. El conductor hablaba entrecortadamente, por la pena, con ese gemido en el ambiente, sollozo de un aparato, de ruedas, metal y motor, un engendro sin corazón, pero que también lloraba. Fue un duelo al que se sumaron dolidos los pasajeros del expreso, el personal de la estación y mendocinos comunes que querían despedir al tren, a todos los trenes, creían ellos, para siempre. Algo de razón los asistía. Aun no retornan El Cuyano, El Zonda, ni El Aconcagua. Una multitud apesadumbrada en ese infausto día. Y los oyentes de LV6 Radio Nihuil.

Mendoza sufría por la pérdida de ese romántico y beneficioso medio de transporte. Era sin dudas, una nota especial. Cualquier periodista se hubiera lucido. Pero, la hermosa voz de La Linda, teñida por la emoción (ella era muy sensible) volteaba hasta el más duro. Uno de esos hombres de acero, irreductible, el contador de la radio llamado cariñosa y certeramente (por su primera reacción ante los reclamos laborales) “Novapoderseroi” sin que nadie lo pidiera, fijó un premio en efectivo, buenos pesitos, para La Linda y el epifirmante (sigo siendo yo) Daba gusto trabajar con ella y, de no ser así, producía satisfacción escucharla. Sus coberturas eran medidas, certeras y no exentas de simpatía.

Los que alguna vez hicimos por un tiempo móvil periodístico sabemos de la tortura que significa trabajar en el estudio. El mundo del movilero es la calle, los barrios, los problemas, la permanente búsqueda de noticias. Dios nos libre de esos móviles que se paran toda una mañana ante la Legislatura o frente a la casa de gobierno a esperar la revelación, tipo dádiva, de algún funcionario. La lluvia, el calor, el frío, las amenazas, los embanques, las iras de vecinas gordas, de vecinas flacas, la repulsa de algún político con las manos vendadas (por los cortes que producen las latas) eso y mucho más es el material de los movileros. En los estudios siempre hay café, refrigeración o calefacción. Llega gente simpática a hablar de cosas gratas, mandan regalos, masitas, vinos, quesos y todo queda ahí. Cuando el movilero vuelve no halla nada. Es así, no hay que quejarse. La libertad para trabajar, opuesta a la labor entre cuatro paredes, tiene un precio.

Ella, La Linda, era movilera vocacional. Sin embargo algunos jefes obtusos, que los hay los hay (se sostiene que son mayoría) condenaron a La Linda al encierro, a entrevistar a gente sosa, recomendada por ellos. Esos adoquines de traje y corbata, maquillados, cual colombina, para la TV (sobre coturnos o sentados) no se daban cuenta del perjuicio que le causaban a la audiencia. Y a La Linda. Y menos al despedir en esos días en que iniciaban sus aburridos reinados, al único móvil social con que contó Mendoza, impuesto por otra bella señora. Parece que a algunos cuadrados las mujeres no les caen bien.

Ella…ella…ya me olvidó…yo…yo la recuerdo ahora , cantaba Leonardo Favio hace unos años. Ella, La Linda, no olvidó a sus amigos. Empezó a quererlos una vez y los amará por siempre. Gracias a Dios soy uno de los elegidos.

Vivir con Pilar en la alegría de trabajos, reírnos de vocablos desalojados del uso popular, no por constituir malas palabras, que lo eran, sino por ser, creo yo, feas palabras. Volvían esos términos ya jubilados y, sonoramente, venían adornados con carcajadas. Amante de gatos y perros callejeros, algunos heridos, a los que curaba, albergaba y, ya bautizados, se quedaban con ella y su marido, Jorge Vives.

Sus labios nunca mostraron un rictus de rencor. Al revés. Nos perfumaban, permanentemente, con una sonrisa. Eso nos quedó, igual que su cariño…

La Quinta Pata

1 comentario :

Anónimo dijo...

La Linda, La pilar, la amiga del alma, la brillante, la luz. Alberto Atienza, nuestro querido y brillante amigo, la describe con esa pluma que sólo un iluminado lo hace. La vamos a extrañar, la vamos a recordar siempre siempre.
La Su Fernández

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