Florencia Saintout
El caso de Luciano Arruga, uno de los símbolos de la violencia institucional en democracia, recuerda cómo se ha construido un sentido común en el cual ciertos grupos de jóvenes son señalados como culpables de todos los males de la sociedad.
El miércoles de la semana pasada la causa de Luciano Arruga fue tapa de diario (no de todos por supuesto) con relación a un avance.
Luciano Arruga, junto a tantos otros jóvenes, es símbolo de la violencia institucional de la maldita policía (que no es solamente la bonaerense). Una maldita policía que se fue haciendo en capas sedimentadas de impunidad, autoritarismo, corrupción, en el marco constitutivo de las fuerzas desatadas del capital y la derrota de la política en continuidad con el proyecto de la dictadura.
La violencia institucional sobre los cuerpos, en democracia especialmente, no es posible sin la complicidad simbólica, es decir, sin la existencia de un sentido común en el que de alguna manera se aparezca como aceptable para gran parte de la sociedad.
Durante la larga década neoliberal, se fue consolidando una cultura donde unas vidas tenían valor y otras, particularmente la de los jóvenes de sectores populares, no valían para nadie. Formaban parte de los desperdicios de los que ganaban. Una cultura, donde unos eran ciudadanos consumidores (indistintamente) y otros eran asumidos como los causantes del deterioro, por lo tanto eliminables; donde cotidianamente aparecía la lista de los muertos con nombres propios y los muertos olvidables.
La cultura, aquello que se vive como verdad, como sentido común por fuera de la historia, en un doble movimiento a través del cual se reconoce el poder (poder de nombrar) y se desconoce (el proceso político histórico que hace posibles esos modos de nombrar la vida común).
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