Prudencio García
*
Ríos (de sangre) Montt
El general guatemalteco no tiene escapatoria jurídica, ya que el derecho internacional impone al jefe militar la obligación ineludible de impedir, denunciar o sancionar las acciones criminales de sus subordinados.
“Hubo desmanes, pero yo no estuve enterado” (General Efraín Ríos Montt, máximo responsable guatemalteco del genocidio maya en 1982-1983)
Finalmente ocurre lo que durante décadas pareció imposible en un país como Guatemala. Uno de los máximos criminales latinoamericanos —el general Efraín Ríos Montt, cuyas sanguinarias actuaciones le valieron el apelativo de Ríos de Sangre Montt— se sienta finalmente ante sus jueces, aunque todavía goza del escandaloso privilegio del arresto domiciliario. Y aunque todavía las presiones y las amenazas forman parte del precio a pagar por el intento de hacer justicia en aquella sociedad, una de las más desiguales, injustas y desgarradas de América.
Sin embargo, dentro de esa sociedad todavía atemorizada existen algunos jueces y juezas, fiscales, abogados y testigos, capaces de afrontar juicios como este, a pesar de esas amenazas y esas presiones que invariablemente pesan sobre ellos. Esto ha permitido conseguir ya algunas sentencias de gran importancia y significación. Pero esta es la primera vez que se consigue sentar en el banquillo a un hombre que lo fue todo en Guatemala: presidente de una junta militar golpista, presidente de la república, y como tal, comandante en jefe de las fuerzas armadas, después presidente del congreso, líder de una potente secta religiosa, la llamada Iglesia del Verbo, e incluso embajador de su país en Madrid en 1974-1977. Y, hasta hace un año, diputado por su partido, lo que le otorgaba inmunidad ante la justicia. Inmunidad que ha finalizado ya, al perder hace un año su condición de parlamentario.
▼ Leer todoPero, por encima de todo, Ríos Montt es el general que mandaba aquellas tropas que masacraron a las comunidades mayas y quemaron tantas veces a personas vivas, despedazaron cuerpos, amputaron miembros, cortaron lenguas y orejas, formaron largas filas para violar a mujeres mayas antes de matarlas, degollaron a bebés, arrancaron fetos a las mujeres gestantes, entre otra larga serie de delitos inconcebibles, pero absolutamente documentados. Ahí están los 12 incontestables tomos del informe de la Comisión de esclarecimiento histórico de la ONU, a la que tuvimos el honor de pertenecer (informe entregado al entonces secretario general, Kofi Annan, el 25 de febrero de 1999).
Esta es la primera vez que se consigue sentar en el banquillo a un hombre que lo fue todo. El ver hoy al jefe supremo de quienes cometieron tales actos bajo su mando, vestido ahora de civil, sentado ante los jueces y fiscales, y sobre todo, ante las familias de quienes fueron mutilados, violados, torturados hasta la muerte en las formas más crueles imaginables, y atropellados en todos los grados posibles de la criminalidad más inhumana, esa comparecencia del genocida ante la justicia, esa simple imagen actual, nos hace sentirnos partícipes de una humanidad algo más digna, menos canallesca, más solidaria y algo menos podrida de lo habitual.
A todas aquellas acciones repulsivas, a todo aquel conjunto de crímenes ignominiosos, a todas aquellas torturas y mutilaciones, a todo aquel horror, sus autores lo llamaban “salvar a Guatemala del comunismo”. Y aun hoy, ellos y sus defensores lo siguen llamando así en sus pancartas y proclamas. Concretamente, el golpista Ríos Montt gobernó a partir de marzo de 1982 hasta agosto de 1983, periodo en el que se concentraron las peores masacres, calificadas técnicamente como genocidio por el ya citado informe de la ONU en 1999. El general reconoce que hubo desmanes. Pero ¿a qué llama desmanes? La respuesta viene dada, en términos exhaustivos, por dos documentos de abrumadora dimensión y terrible contenido, sobre unos hechos tan atroces que resultarían imposibles de creer si no fuera por la masiva avalancha de testimonios registrados.
Empezando por el segundo (cronológicamente) de esos dos documentos, el ya citado informe de la Comisión de esclarecimiento histórico (CEH) de la ONU sobre Guatemala (más conocida como Comisión de la verdad), con sus miles de páginas de horrores, constituye una pavorosa recopilación de testimonios escalofriantes sobre lo que fue aquella represión militar.
Y el otro documento, primero en el tiempo, admirable por su carácter pionero y su valor testimonial, fue el desolador Informe Remhi (Recuperación de la memoria histórica) de la Oficina de derechos humanos del arzobispado de Guatemala, con sus cuatro tomos y sus 1.500 páginas, presentado el 24 de abril de 1998, informe que costó la vida a quien lo dirigió, el obispo Juan Gerardi, asesinado dos días después. Ambos informes detallan las indescriptibles aberraciones cometidas contra las comunidades mayas, y superan todo lo conocido en las numerosas dictaduras militares latinoamericanas del siglo XX. He aquí la cínica explicación del general “Ríos de Sangre”: “Durante mi gobierno el ejército cumplió órdenes, pero cuando no se dieron órdenes se cometieron desmanes”, confiesa. Y, pretendiendo cubrirse, añade: “Yo nunca estuve enterado”. Intolerable postura en un jefe militar del último cuarto del siglo XX. Con esas pocas frases, el general aniquila de forma demoledora los preceptos básicos de la moral militar actual. Postura hoy insostenible bajo los criterios morales y jurídicos actualmente imperantes, y, más aún, bajo los modernos conceptos del mando vigentes en la actualidad. ¿Qué significa eso de “cuando no se dieron órdenes”? Intolerable argumento, pues él, como comandante en jefe, estaba inexcusablemente obligado a darlas y hacerlas cumplir.
El militar intenta cubrirse diciendo que nunca estuvo enterado de las masacres. La hoy llamada doctrina Yamashita (internacionalmente vigente desde la II Guerra Mundial y hoy asumida por los distintos tribunales internacionales, incluido el TPI de La Haya) obliga a rechazar esa grotesca alegación. El nombre citado procede del general japonés Tomuyuki Yamashita, que mandaba las tropas de ocupación de las islas Filipinas entre 1942 y 1945, tropas que cometieron numerosos crímenes contra los prisioneros de guerra y contra la población civil del archipiélago. Al producirse la derrota de Japón, el general Yamashita fue capturado y juzgado. Su alegación en 1946 fue exactamente la misma invocada por Ríos Montt seis décadas después (2006): que él no había ordenado las tropelías imputadas a sus tropas, y que si estas las cometieron lo hicieron por su cuenta, sin su conocimiento, y no bajo sus órdenes. Extravagante alegación que no le valió al general japonés, pues fue condenado a muerte y ejecutado como responsable de todos los crímenes que tuvo la obligación de impedir y no impidió. Desde entonces, el derecho internacional impone al jefe militar la obligación ineludible de impedir, denunciar o sancionar las acciones u omisiones de carácter criminal que sean imputables a sus subordinados, so pena de incurrir él mismo en responsabilidad criminal.
Este concepto se halla hoy sólidamente establecido por los preceptos siguientes: artículo 86 del Protocolo I de 1977, adicional a los cuatro convenios de Ginebra de 1949; artículo 7 del Estatuto del tribunal penal internacional para la antigua Yugoslavia; y artículo 28 del Estatuto de Roma para el tribunal penal internacional de La Haya, de 1998. Estos preceptos significan —tal como subraya el profesor Hernando Valencia Villa— que “la doctrina Yamashita tiene ya la condición de precepto de ius cogens o derecho internacional general de carácter obligatorio”.
A la luz del derecho internacional bélico y de la moral militar actual, no existe escapatoria jurídica ni moral para el general Ríos Montt. O él mismo ordenó las atrocidades del genocidio contra la población maya, o bien las permitió sistemáticamente, en cuyo caso la responsabilidad le alcanza de lleno, por criminal omisión. Enviamos nuestro ánimo y apoyo a aquellas heroicas personas que defienden los derechos humanos y la justicia en un lugar tan difícil como aquel: a las admirables juezas Yasmín Barrios y Patricia Bustamante, junto con el juez Pablo Xitumul, como miembros del tribunal; a la fiscal general Claudia Paz y Paz; al juez de lo penal Miguel Ángel Gálvez; al fiscal del caso, Orlando López; a los abogados y testigos: a todos aquellos hombres y mujeres que bajo permanentes coacciones y amenazas, van a continuar actuando como lo que son: unos ejemplares defensores de los derechos humanos, de la justicia y de la ley. Y de la dignidad humana de los más débiles, allí donde esta se vio pisoteada de la forma más cruel.
* Prudencio García es miembro del IUS de Chicago y autor de El genocidio de Guatemala a la luz de la sociología militar (Sepha).
El País, 29 – 03 – 13
La Quinta Pata
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