domingo, 28 de abril de 2013

Con los guanacos en la cabeza

Eduardo Paganini

Un episodio, en inicio gremial, me llevó a estas reflexiones sobre la relación sana o alienante entre el que aprende y el que enseña, es decir entre todos los que pueblan un espacio de aprendizajes.

A pesar de que hacía un año que había abandonado la escuela por mi nueva situación de jubilado docente, mi ex-alumno y actual amigo Alfredo me invitó a una reunión que se llevaría a cabo cerca de mis pagos.
¿Por qué no ir? Quería ver quiénes y cuántos se mostraban hoy interesados en alzar sus opiniones con la dinámica que se podía ver en las redes sociales. Asombrado también por esta fresca potencia que me admiraba por un lado y tanto me había desconcertado años atrás, cuando infructuosamente deseaba sumar voluntades en lo que creía debía ser una actitud y lucha cívicas inclaudicables, y solo encontraba indiferencia y tibieza. Complementariamente, pensaba que podría aportar algo de experiencia como viejo maestro que vio nacer la CTERA, y aún más: anteriormente había convivido con el CUDAG (Comité Unificador de Acción Gremial).

Llegamos puntualmente a la reunión, por lo que la poca gente presente no me alteró, acostumbrado a la veterana costumbre de la impuntualidad cuyana. Pero al largo rato y viendo que no éramos muchos más, se largó la cosa. De todos modos, la antesala no había sido neutra: la acidez de algunos comentarios me recordaron momentos aciagos de la sala de profesores teñidos por discursos agresivos, intolerantes y claramente clasistas. Lo llamativo era que la portadora tácitamente había decretado que los cercanos a sus enunciados coincidíamos plenamente con las argumentaciones espetadas, y en esa autosatisfacción se cebaba intensificando la cuerda.
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La tecnología falló y me salvó: saltó la bocina de alarma del auto y debí abandonar, gustoso, el corrillo. La corrección me llevó unos quince minutos que habían obrado de importante transición, ya que las y los asistentes ingresaban al salón. Acomodamientos de bancos, distribución pareja y democrática de modo que no hubiera cabecera de asamblea. Perfecto clima para el libre debate e intercambio respetuoso entre docentes… pensaba mientras me iba acomodando. Como hubo unos minutos de redistribución, arreglos, llegadas y otras yerbas, comenzaron esas charlas, habitualmente distensoras y previas. El tema lo imponía el pizarrón desde donde se veían algunas frases típicas con las que llevamos la realidad a nuestros niños en el aula. Ocurrencias, bromitas, comparaciones, hasta que nuestra ácida acompañante volvió a endosar alguna cuestión sobre sus condiciones de trabajo, seguramente de mala calidad, higiene y seguridad como sucede en la realidad de cualquier sitio donde haya escuelas públicas.

Su agresión, la ofensa, podría haberse asimilado, como un golpe sobre el ring, pero el tono, la intensidad, la entonación, el fraseo de la palabra guanaco(1) pudo más y como aquel legendario panameño Mano de Piedra Durán, sin largar palabra, abandoné el recinto, casi saltando de la silla en la que yacía. Mi indignación me empujó y expulsó de la asamblea autoconvocada. Yo mismo me autoconvoqué a salir, a no compartir la palabra, la visión, la actitud, la postura.

La palabra guanacos podría quizá haber sido otra: pendejos, boludos o cualquiera nacida de nuestro ingenio insultante, y a lo mejor mi impacto auditivo y ético podría haber sido diferente y por ende la reacción menos visible, acostumbrados como estamos los argentinos a las exageraciones y los improperios. Pero con guanaco pasa otra cosa, a lo mejor inadvertida para quienes no comparten la cotidianeidad de nuestra habla: tiene demasiada carga descalificadora, no le atribuye la mínima dosis de humanidad a quien denomine.

Si a un alumno, a un alumno nuestro lo sentimos un guanaco ¿qué se puede esperar de la relación política y social que implica el espacio de aprendizaje? En qué estatus nos ubicamos cuando ese otro al que debo orientar lo clasifico, y por ende lo posiciono como un guanaco? ¿Qué tipo de rol debo desempeñar en un vínculo tan zoológico? Y siguen surgiendo más dudas… ¿Dónde me formé? ¿Quiénes fueron, en esa formación, mis referentes para esta tarea vital que es la educación y por medio de la cual puedo insertarme en múltiples realidades e interactuar con ellas?

No estoy hablando de apostolado ni de vocación, estoy planteando una cuestión más global que tiene que ver con la mirada sobre las cosas y el ser humano, y por otra parte con el poder sindicante que tiene el uso de la palabra: si te digo guanaco es porque para mí sos guanaco, y punto… una mirada limitante, cercadora y que clausura todo proceso de desarrollo o de cambio. Consagra al estereotipo. Si soy un guanaco pues no debería alarmarse nadie que mi única reacción cuando se me acerque un humano bautizador haga lo que solo sé hacer: huir o escupir.

Hasta qué punto modificar nuestras posturas puede llegar a ser la posibilidad de cambio!
Hasta qué punto nuestras posturas terminan consagrando prácticas de dominio y opresión que decimos combatir?

…Una vez más, el divorcio entre la palabra y la acción…

(1) Como sinónimo de alumno

La Quinta Pata

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