domingo, 11 de agosto de 2013

El Papa perfecto

Carlos Lucero

La perfección no debería tener matices, sino ser una categoría absoluta dentro de cualquier campo lógico que se estudie. En este caso, nos encontramos dentro de una dimensión práctica cuyas conveniencias y obstáculos están determinados por los resultados de su influencia en el medio donde actúan y lógicamente dependiendo del momento en que nos encontramos, observando cada una de las fases de este proceso. El catolicismo y su capacidad de mimesis poseen una excesivamente larga historia de aplicación de sus propósitos, no siempre felices pero que sin embargo le han dado para gozar de una supervivencia de más de dos milenios, lo cual no es poco.

En nuestros días, la cúpula que la dirige, habiendo percibido las señales cada vez más claras de su declarada descomposición, se decidió a tomar medidas correctivas en medio de múltiples y variados criterios de acuerdo a las apreciaciones de sus componentes, léase, obispos, cardenales y toda la gama de denominaciones que acepta su estructura, sin embargo, nunca alejadas de su tradición consagrada. Al parecer, la mayoría está conforme con el nombramiento. Además hay que decir que ha pasado lo que nadie se atrevía a pronosticar: las vetustas cabezas clericales se animaron a dejar de lado el consabido modelo europeo, casi del modo en como los norteamericanos respaldaron la inédita posibilidad de proponer, votar y hacer ganar a un afro descendiente, para que presida su país. Es que, según parece, existen modelos que muestran, cuando el agobio los llama a detenerse, cuando no dan más para seguir en carrera, piensan que cambiando de aspecto visual o virtual de sus gobernantes, se asegurarán unos siglos más de vigencia. Pasado el momento se vería qué otra táctica emplear. Los siglos enseñan.

Desde este sentido, admitamos que los casos de Obama y Bergoglio se parecen. O para ser más precisos, les acompañan condiciones similares. En ambos casos los músculos de las patas que han sostenido la enormidad de esos cuerpos tambaleantes a través de la embestida de la historia, sufren de fatiga y debilidad. Las ráfagas de los tiempos son cada vez más intensas y un cambio de color, ya sea en la piel o en la capa, no alcanza para mantenerse en equilibrio.

En el caso del autodenominado Francisco, los hechos son más abarcadores y extensos, tanto en espacio como en tiempo, que los problemas que agobian a Barack. De hecho, la curia vaticana viene curtiéndose en dificultades desde mucho antes que los Estados Unidos soñaran en existir.

El nuevo Papa es sudamericano, pero no de cualquier país del continente. No es mexicano, ni brasilero ni ecuatoriano, es blanco y descendiente de italianos. Ha nacido y se ha formado en una de las naciones que no puede evitar seguir mirándose en el espejo del antiguo mundo occidental. Y donde su hegemónica clase política se recuesta y se aferra a diseños propios del siglo XIX.

Habla el Papa de reformas y aplica correctivos. No solo dice sino que destituye, proclama y remueve, en afán de complacer expectativas de ciertas partes del juego de poderes. Dispone de ocurrencias y de una imagen más simpática que sus predecesores en sus apariciones públicas. Y seguramente agudizará estos atributos en los tiempos que vienen. Y muchos habrá que quedarán contentos. Pasado el efecto inicial, resultará que este reciente jerarca no será inmune a los cambios que como un viento tempestuoso, han resquebrajado el andamiaje de su antiguo reino. Porque está descontado que no tocará aspectos que vienen erosionando las bases. Será refractario a extraer de las conciencias jóvenes, la noción de la ambigua divinidad que tanto les ha servido a través de los siglos y que hoy solo es el eco de palabras amplificadas por micrófonos. A pesar de sus graciosas ironías, su designación no será un antídoto para la nociva concepción de la culpa que han infundido en el interior de su feligresía. Por lo contrario, procurará reforzar aquellos desgastados mitos que ya no dan respuestas a las inquietudes más intimas de la nueva humanidad. A la usanza prepotente de los Estados Unidos, la alta curia seguirá atribuyéndose la facultad de aprobar o descalificar, según convenga, la conducta de los demás seres humanos. Con Bergoglio, quedarán incólumes las propuestas de sumisión a su autoridad y a la de sus subordinados inmediatos. Con este hombre, la curia católica, continuará con énfasis en su pretensión de mediar entre las ansiedades más profundas de las personas y una supuesta entidad castigadora y perdonadora que diseñaron a su placer y conveniencia. Y no retrocederán en posturas arcaicas como mantener la condición sufriente como requisito para acceder al plano de sus divinidades.

Con proverbial soberbia, no se detendrá este imperialismo vaticano, en seguir queriendo convencer a la gente que ellos son los dueños y administradores del ámbito sagrado que anida en el interior de cada persona. No habrá mudanza de opciones para el vacío espiritual que sufren las nuevas generaciones, ni aparecerán alternativas para los escépticos. Las sufrientes aptitudes nihilistas, fruto del capitalismo extremo, al cual estos jerarcas se acoplaron con gusto, seguirán sin hallar referencia válida que les haga cambiar de estado. Tampoco hará nada este señor que conmueva la sujeción al orden machista y excluyente establecido por ellos.

Sencillamente porque este intento ecuménico, responde con holgura a todas las exigencias que su precaria situación reclama. Este Papa es perfecto. Bergoglio y sus huestes son los indicados para producir cambios, para que todo siga igual.

Después de todo, para eso lo eligieron. Pero, ay, la Historia sabe esperar.

La Quinta Pata

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