domingo, 5 de enero de 2014

Mendoza según Francis Bond Head

Vista de la Plaza Mayor de Mendoza por Anton Goering.
Eduardo Paganini

Antes del viaje de Darwin por estos pagos menducos, el ingeniero de la Corona Británica Francis Bond Head recorrió con avidez todo territorio nacional proclive para la actividad minera. Así en 1925, visitó varios sitios de Mendoza y, según el estilo de la época, dejó asentadas sus observaciones en cuadernos de viaje. Gracias a estos testimonios podemos revivir viejas costumbres de nuestros antecesores, algunas perdidas otras transformadas hoy en cultura indentitaria. La siesta… ¡presente!

Mendoza

La ciudad de Mendoza está al pie de los Andes, y el país circunvecino es regado por canales derivados del río Mendoza. Este río bordea el lado oeste de la ciudad y desprende al este una acequia de seis pies de ancho con el agua necesaria para mover un gran molino. Esta acequia suple de agua a la ciudad y, al mismo tiempo, adorna y refresca la Alameda o paseo público. Riega las calles que descienden al río y también puede llevarse a aquellas que están en ángulo recto.

Mendoza es una ciudad pequeña y aseada. Todas las calles están trazadas en ángulo recto: hay una plaza cuadrada en uno de cuyos lados se levanta un gran templo, y varias otras iglesias y conventos están esparcidos por la ciudad. Las casas son de un piso, todas las principales con zaguán y puerta cochera que da al patio cuadrado por habitaciones.

Las casas son de barro con techos del mismo material: las paredes blanqueadas les dan aspecto limpio, pero el interior, aunque blanqueado, parece granero inglés. Naturalmente, las paredes son muy endebles: a veces se viene abajo un gran pedazo, y son de tal resistencia que, en pocos minutos, una persona con pala o pico abriría brecha en cualquier pared de la ciudad. Varias de las principales casas tienen vidrios en las ventanas, pero la mayor parte carece de ellos. Casi todas las casas son tienditas y las mercaderías que muestran son principalmente algodones ingleses.

Los habitantes son de aspecto muy tranquilo y respetable. El anciano gobernador tiene maneras y aspecto de caballero; y varias hijas lindas. Los hombres se visten con chaquetas azules o blancas, sin camisas. Las mujeres solamente se ven de día sentadas en las ventanas en completa deshabillé, pero a la tarde van a la Alameda vestidas con muy buen gusto en traje de gala con cola, completamente al estilo de Londres o París. La manera en que toda la gente se reúne demuestra mucho sentimiento de bondad y compañerismo, y seguramente nunca vi menos rivalidad aparente en ningún otro lugar.

La gente, sin embargo, es indolente en extremo. Poco después de las once los tenderos se preparan a dormir la siesta: empiezan a bostezar un poco y, lentamente, vuelven a su sitio los artículos que, por la mañana, han desplegado en los mostradores. A las doce menos cuarto cierran las tiendas, las ventanas de toda la ciudad están cerradas o entornadas y no se ve a nadie hasta las cinco y, a veces, hasta las seis de la tarde. Durante este tiempo, generalmente solía pasear por la ciudad para hacer observaciones. Era realmente singular pararse en una esquina y encontrar en todos los rumbos soledad tan completa en medio de una capital de provincia. El ruido producido al caminar era semejante al eco que se oye cuando uno se pasea solo por la nave de una iglesia o catedral, y la escena parecía de las desiertas calles de Pompeya.

Al pasar por algunas casas siempre oía ronquidos y, pasada la siesta, con frecuencia me divertía mucho viendo el despertar de la gente, porque hay infinitamente más verdad y placer en mirar así las escenas de la vida privada que en hacer observaciones formales sobre el hombre vestido y preparado para su representación en público. La gente generalmente se acuesta en el suelo pelado o piso del cuarto, y el grupo es a menudo divertido.

Vi cierto día un viejo (de la gente principal) profundamente dormido y dichoso. Su anciana esposa estaba despierta y sentada en cómodo deshabillé rascándose, mientras su hija, lindísima criatura de diecisiete años, estaba también despierta, pero acostada de lado besando un gato. Por la tarde la escena empezaba a revivir. Se abrían las tiendas; numerosas cargas de pasto se veían transitar por las calles, pues el caballo que las lleva va completamente oculto. Detrás de la carga un muchacho en ancas, que, para subir y bajar, trepa por la cola del animal. Pocos gauchos a caballo, vendiendo fruta; y se ve a veces un mendigo jinete, sombrero en mano, cantando un salmo melancólico.

Tan pronto como el sol se pone, la Alameda se llena de gente, y el aspecto es muy singular e interesante. Los hombres se sientan en mesas fumando o tomando nieves; las damas se sientan en bancos de adobe a ambos lados del paseo.

Difícilmente se dará crédito a que, mientras la Alameda está llena de gente, mujeres de todas las edades, sin ropas de ninguna clase o especie, se bañaban en gran número en el arroyo que literalmente limita el paseo. Shakespeare nos dice que “la más cautelosa doncella es bastante pródiga si descubre sus encantos a la luna”, pero las damas de Mendoza, no contentas con esto, se los muestran al sol; y tardes y mañanas, realmente, se bañan sin traje alguno en el río Mendoza, cuya agua rara vez llega arriba de las rodillas, hombres y mujeres juntos; y, por cierto, de todas las escenas que he presenciado en mi vida, nunca vi otra tan indescriptible.

Vista de la Plaza Mayor de Mendoza pintada por Juan Palliere.
Sin embargo, y volviendo a la Alameda: el paseo a menudo se ilumina de un modo sencillísimo con linternas de papel, en forma de estrellas, y alumbradas por una simple candela. Toca generalmente una banda de música, y al final del paseo hay un templete de barro, elegantísimo en sus líneas y del que verdaderamente puede decirse: materiam superabat opus. Las pocas tardes que estuve en Mendoza siempre iba como extranjero completo a la Alameda para tomar nieves que, después del calor diurno, eran deliciosas y refrescantes; y cuando llevaba a la boca cucharada tras cucharada, mirando arriba el contorno oscuro de la cordillera y escuchando el trueno que a veces podía oír repercutiendo en el fondo de las quebradas, y otros resonando en las cumbres de las montañas, solía siempre reconocer que, si se pudiese hacer nada más que una vida indolente, no hay sitio en la tierra donde el hombre pudiera ser mas indolente y más independiente que en Mendoza, pues dormiría el día entero y tomaría nieves por la tarde, hasta que se le agotase el reloj de arena.

Los víveres son baratos y la gente que los trae tranquila y atenta; el clima es cansador, y toda la población indolente. Mais que voulez-vous? Su situación los destina a la inactividad: están limitados por los Andes y las Pampas, y, con tan formidables e implacables barreras a su derredor, ¿qué tienen que ver con las historias, progresos o naciones del resto del mundo? Sus necesidades son pocas y la Naturaleza fácilmente las llena; el día es largo, y, por consiguiente, así que almuerzan y han hecho pocos preparativos para la cena, hace tantísimo calor que van a dormir, y, ¿qué otra cosa mejor harían?

Las Pampas

Volví a la fonda a las diez de la noche y encontré dos caballos en el patio sin nada que comer, y un gaucho joven, que iba a acompañarme como postillón, durmiendo en el recado. La mañana siguiente, antes de despuntar el día, me levanté, ensillé mi caballo y, con el recado para cama y algunas pistolas y dinero, empecé mi galope a Buenos Aires.

Para describir el país -delicioso sentimiento de independencia en la manera de viajar-, aire helado y suelo duro. Salió el sol, y poco después llegué a la primera posta. Tenía carta para la esposa del marido que quedó en Mendoza: fui a entregársela mientras el gaucho que iba a acompañarme arreaba los caballos al corral: encontré a la mujer en cama. «Siéntese, señor», me dijo, señalando una silla vieja que estaba en la cabecera del lecho. Me senté y le dije que la carta era de su marido: púsola bajo la almohada y luego me ofreció mate, pero no tenía tiempo para esperar, y partí.

H. B. Head, Las Pampas y los Andes, Editorial Del Cardo.

La Quinta Pata

No hay comentarios :

Publicar un comentario