domingo, 20 de julio de 2014

De la Crítica de Arte

Eduardo Paganini (Baulero)

A cuatro meses del inicio de su proyecto editorial con la Revista Pámpano el poeta Abelardo Vázquez entrega en tiempo el ejemplar correspondiente a un enero que debió haberse visto plagado —como todos— de calores, sopores y siestas. Así efectivamente lo marca el sello de ingreso a la Biblioteca Central de la Universidad Nacional de Cuyo a quien agradecemos su tarea.

En su interior —como se puede corroborar en la imagen que acompaña— consta un valioso contenido donde probablemente predominen en cantidad los textos poéticos y un par de opúsculos. Precisamente, uno de ellos ocupa la atención hoy de EL BAÚL, reflotando la vieja polémica acerca la condición de la crítica de arte. Es cierto que la polémica es vieja y también es cierto que está un tanto silenciada, pero parece más por un efecto ensordecedor de tiples y graves que por acallamientos de sesera.

Si el arte hay que mostrarlo y no definirlo, es decir, ofrecer su gracia y su orden trasladándolo de su sitio oculto a la realidad emotiva, no se puede creer en ningún sistema, regla o disciplina crítica. Más: no hay rigores de ciencia, de ordenamiento encasillado, ni definición posible que cumpla tal exigencia. Por esto, la crítica empieza en el entusiasmo y la sensibilidad receptiva del comentarista; y todo lo que diga debe ir, por tan simple y noble camino, a las zonas del poema. Traducir colores, efectos plásticos y composición a palabras equivalentes y posibles de idéntico sentido, es tarea que se mide con la gracia.

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Cuando el crítico teoriza — frente al cuadro— repite la tarea técnica del pintor frente al modelo. Vuelve, pues, a ese material de academia que nunca ha servido para hacer pintores.

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La crítica, para cumplir su misión, necesita aclarar, no demostrar. Encarando una obra de arte plástica, por ejemplo, debe acatar la tarea de traducción. Esto equivale a hacer palabras toda vibración espiritual, necesaria al hombre por ser el lenguaje hablado el que universaliza las ideas y las sensaciones. Cuando la crítica razona, hace historia del arte; en cambio desempeña su papel con nobleza de destino toda vez que llega a la inteligencia por la ternura en el acierto de una expresión. Es de incumbencia de la historia del arte, contemplar, de esta, su evolución, cosa que, sin confundirse, no es más que un desarrollo hacia nuevas individualidades; y la crítica — estática— es lo inverso, es decir, la exaltación pasional de una circunstancia de un momento del arte. Con intención de resumen, agregamos: la crítica debe justificar el asombro o el entendimiento de espíritu y espíritu; y ninguna de estas sensaciones o relaciones tiene lógica.

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Yo invito a superar con razonamiento la sensación de rascacielos que me ofreció un niño en esta traducción: “Se hace una casa, y encima de ella otra casa y otra casa y otra casa y otra casa; y cuando los albañiles están lejos de la tierra, ellos le ponen el techo”. El que supere esto, será un niño más niño, es decir, un poeta más grande. Por lo demás, bien se dice —y nos hemos convencido— que nada han descubierto los hombres de ciencia que antes no haya sido evidenciado en poesía.

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La lógica resulta una consecuencia infantil de los sentidos cuando con ella se quiere ver. En esto hay un predestinamiento. Y él nos asiste en un juego de idioma en clave por donde transita el mensaje — la verdad— de toda obra de arte.

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El crítico consciente de su papel no sabe hacer nada frente a una obra mala. Un cuadro sin valor se ha omitido por sí solo de la exaltación poemática.

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El perfecto crítico es el poeta inspirado frente a la poesía.

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El hombre, frente a la naturaleza o el arte, necesita equivalencias depuradas. Podría definirse de tal manera el arte mismo; y por eso la crítica, también. Entre Los Fusilamientos de la Moncloa y un alegado, es en la obra de Goya donde encontramos la realidad y la fuerza de conciencia de un estado social. La crítica debe cumplir frente al cuadro la misma misión que el pintor frente a la naturaleza. Su obra debe ser otra vibración poemática, de lo contrario no saldrá de las miserias de un simple informe.

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Volvemos a creer entonces, por esto, que el poeta es sobre todas las interpretaciones, un crítico. Cuando Supervielle, por ejemplo, dice: “Et tes yeux ils sont pleins de cadeaux légeres”, ha superado toda definición. No otra cosa ha hecho la Venus de Milo con respecto a las perfecciones retenidas en la anatomía de la mujer griega.

Un cielo solo lo explica otro cielo, más accesible y oportuno, porque ha cumplido con el ordenamiento de lo disperso; y esto es arte y es crítica.

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Nada valora tanto lo bello como lo bello.

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Leo Ferrero, en su trabajo Arte clásico y arte decadente, señala, como característica del arte moderno, “la desaparición de los límites entre los diversos artes particulares”. Se pinta haciendo música, se escribe poesía entrando en los dominios de la pintura, las novelas son obra de teatro, etc. Esto ocurre en un siglo polémico, es decir, curioso y clasificador, y, por lo tanto, típicamente exaltado por lo que lo circunda o lo forma. Lo que es para Ferrero un signo de decadencia, no es, en verdad, un acercamiento a la perfección del arte de la crítica?

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Puede también equivocarse nuestro autor cuando, en el mismo trabajo citado, dice que “otro defecto grave de nuestra época es la falta absoluta de una regla para juzgar lo bello o lo feo”. Las reglas bastan y sobran para lo segundo —y nos salvamos de buscar lo imposible, para lo primero—. El artista perfecto —el crítico perfecto— es aquel que ve todo lo feo que tiene el modelo y lo omite al copiarlo. (Lo feo, en estas cuartillas, es aquello que carece de sentido expresivo).

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El crítico se desempeña, en su exigencia más alta, cuando sabe llenar de rumores la obra que le apasiona, y sin dañarle la soledad que nos perpetúa.

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No hay unidad de crítica, sino tantas sensaciones de belleza cuantos temperamentos se expresen. Y si alguna comunicación nos las hace distintas, es la necesidad de traducir.

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La obra de arte perfecta será aquella que establezca críticamente la relación destinada entre el hombre y el átomo de universalidad que le asiste.

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El arte es la primera y gran irreverencia del hombre a la obra de Dios: intenta otorgar perennidad a su mundo finito.

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Criticar es mirar en la calidad más singularmente inocente. Quien no conozca los virtuosismos de la pureza — que es la maravilla de asustarse o alegrarse sin razón alguna— no podrá entrar en estos menesteres. El caso ideal deberá hallarse —si es posible— en circunstancia de sueño o en el misterio sensorio que nos vincula al mundo poco después de haber nacido.

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Cuando decimos: Mirando La Primavera se da uno cuenta de que las formas se disculpan de su imprudencia de imperfección ante las fuerzas de gracia de Botticelli; cuando esto —o su equivalente intencional en otra oración— decimos, superamos en verdad a un volumen de Camilo Mauclair.

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El torero critica del toro su torpeza por cornearlo; el hombre de la muerte su tardanza por dar con él; el filósofo las limitaciones de la razón, buscando de salvarla decorosamente de sus aprietos; el poeta las ingenuidades de los sentidos; y así cada uno, en su arte. La vida se armoniza en un entendimiento de traducciones que hacen de la alegría un fruto de la crítica.

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Lo que no puede criticarse ha caído irremisiblemente en desgracia. He aquí el porqué del doloroso destino de un maestro, según lo quiere Eugenio D ’Ors: "Poussin no es un pintor para pintores. Tampoco para hombres de letras. Es un pintor para filósofos”.

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El sentido huidizo, disperso y de fisgoneo que anda sin vérsele por toda la tela, en cualquier obra de Picasso, tiene un mucho — casi todo— del recurso de juego, de escamoteo, de trampa y burla con que el hombre de nuestra época quiere salvarse del drama. De todas maneras, Picasso está destinado a sobrevivir — como sobrevivirá la sangre mal derramada de nuestro tiempo. Algunos salvan a sus obras, otros se salvan por sus obras. Es un asalto de espada que anda entre la crítica y la historia.

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Vale más un ¡oh! oportuno, justo en la coyuntura de un sentimiento y la obra de arte, que la frase erudita desesperada por revelar.

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Las interjecciones son la jerigonza de la crítica. En otras palabras: el estado primario de traducción, por ser la forma reveladora elemental de una sensación que aún no conoce la conquista del lenguaje.

Fuente: Reinaldo Bianchini, De la Crítica de Arte en Revista Pámpano, Mendoza, enero de 1944. Nº 4. Director: Abelardo Vázquez

La Quinta Pata

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