lunes, 9 de febrero de 2015

Ciudad de al lado

Ignacio Sánchez

Seis grados bajo cero. Pero no en cualquier lado. Seis grados bajo cero en la villa, sin un techo para guardarse de la lluvia y de los perros taladrando los oídos.

Salgo a caminar para olvidarme por un rato de los pies entumecidos, y de que hoy como ayer y seguramente mañana, no habrá nada que comer. En las calles embarradas un auto de policía patrulla desde hace horas. Es que la semana pasada desapareció el pibito del gomero y desde ahí que no paran de dar vueltas. De fondo, acompaña en mi cabeza un tango de Cadícamo: “Se acabaron los robustos y hasta yo que daba gusto cuatro quilos he bajao”.

En las esquinas los tachos de aceite disimulan un poco el frío, pero casi nada las ganas de morfar. La ciudad descansa, aunque acá no se puede dormir. Los ruidos de la panza no dejan cerrar los ojos.

Los perros y los niños están llorando. Es el lenguaje del hambre el que hablan ahora. Saco un cigarrillo. Como es el último que queda fumo la mitad y guardo la otra para tener la sensación de fumar dos veces. Me limpio los mocos en la manga escarchada y no puedo evitar probarlos. La boca se me va sola hacia lo único comestible que hay.

A lo lejos alguien llama. Un poco de ginebra no va a caerme mal. Salud. Salud, responden. Me mareo y no sé bien si es porque estoy borracho o por necesidad de comer. El hielo en las manos me gana. El sueño me doblega.

Busco desesperado un lugar algo más cálido que la intemperie para tirarme, hasta que logro dar con una cueva. Entre cajones y mantas apiladas me filtro. Un olor a tripas, circo y carneo me obliga a retroceder. No me queda otra opción. Vuelvo a embestir. Llego al fondo y descubro cuatro o cinco perros echados ahí.

Entonces veo la esquina. Hay un montón de ropa sucia, huesitos y ratas jugando. No me animo. No quiero saber. Un cachorro con el hocico manchado de rojo me lame la mano. No puedo hacer más que cerrar los ojos y salir.

La Quinta Pata

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