miércoles, 31 de octubre de 2007

Año 1 Nro. 5 - Está bueno ser apolítico

Está bueno ser apolítico


El apoliticismo vende, cotiza en bolsa y gana elecciones. La madre de las paradojas impera en este escenario: las campañas políticas ponderan las naturales virtudes de un candidato por no provenir de la política. Mauricio Macri ganó las elecciones en la capital argentina presentándose como el genuino representante político de millones de apolíticos.


por Ernesto Espeche

Podemos hacer un rápido muestreo en cualquier reunión familiar o de amigos. "Yo soy apolítico", podrá escucharse de la boca de la aplastante mayoría de los concurrentes. Es entonces cuando el bromista del grupo insertará oportunamente en la charla algunos chistes -a veces de aceptable calidad- sobre políticos.

Es cierto: la dirigencia política -mal llamada clase política- hizo méritos más que suficientes para que sea posible el escenario anteriormente descripto. Pero el nudo del problema radica en pensar en qué contexto nace y se desarrolla aquello que los cientistas sociales llaman "crisis de representación política" y quiénes se benefician con este fenómeno.Leer todo el artículo - CerrarTendremos, para ello, que construir un puente que nos traslade unos cuantos años atrás, precisamente a la última imagen que tenemos de una sociedad masivamente comprometida con causas políticas, sociedad en la que el término apolítico no figuraba en el léxico cotidiano. El golpe de Estado genocida perpetrado en 1976 inició un arduo y sangriento camino de desmovilización social a partir de la implantación del terror como herramienta de disciplinamiento. Y decimos herramienta porque no fue un fin en sí mismo, sino un instrumento para alcanzar una transformación radical de los parámetros que rigen el funcionamiento económico, político y social de un país.

La dictadura terminó en 1983, pero no había transcurrido en vano. Las democracias tuteladas se forjaron en esta parte del continente al calor de aquel proyecto excluyente. Pobreza, desempleo y marginalidad no cesaron con la apertura de las urnas, sino que se profundizaron. Pero ya no podíamos decir que estábamos regidos por un gobierno de facto. Aquellos que nos gobernaban eran los mismos que nosotros votamos en solemnes actos cívicos, actos que al mismo tiempo eran la garantía de vivir en un sistema constitucional.

Sucede que el terror impuesto por la dictadura, que dejó hondas marcas culturales expresadas en el miedo a participar de instancias colectivas, le siguió el planificado desmantelamiento del tejido social, es decir que a las grandes mayorías se las despojó de su natural condición de sujeto de la transformación.

Como consecuencia de la aplicación de las políticas neoliberales, asegura el politólogo Atilio Borón, "se ha debilitado hasta grados extremos la integración social, y se han disuelto los lazos colectivos y la trama de solidaridades preexistente". También las tradicionales estructuras de representación colectiva de los intereses populares se encuentran en crisis: "Partidos y sindicatos pierden su eficacia reivindicativa y su credibilidad social absorbidos por las tendencias del capitalismo neoliberal". El vaciamiento de la política, crecientemente convertida en un suceso televisivo, priva a los partidos de toda capacidad de convocatoria y movilización; y la flexibilidad laboral y la progresiva informalización de los mercados de trabajo destruyen de raíz los fundamentos mismos de la acción sindical.

Ante esto, el "sálvese quien pueda" aparece como el fruto de una estrategia que el neoliberalismo impuso a las clases populares. Dice el economista Eduardo Basualdo que en esta crisis fue determinante la cooptación por parte del poder económico de dirigentes políticos y sociales. En tanto, los partidos políticos que representaban a las mayorías unificaron y licuaron su discurso y sus prácticas, despegándose en algunos casos de su tradición ideológica.

En el caso de Argentina, la crisis de representación política llegó a su punto más alto con la corruptela menemista y estalló en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. A partir de la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa se esparció por el país una fuerte demanda popular: "que se vayan todos", y se multiplicaron las experiencias organizativas que proponían herramientas de democracia directa. Pero al no existir aun, por parte de los sectores populares, una clara decisión de recuperar la iniciativa política perdida, el poder logró reacomodar su tan mentada gobernabilidad.

A propósito, y concluyendo, podemos apelar al pensamiento dialéctico presente en la mirada gramsciana acerca de las contradicciones sociales, para sostener que la gobernabilidad del poder es inversamente proporcional al grado de politización social. Dicho de otro modo, solo se puede administrar con el voto popular un modelo de país miserablemente injusto cuando se generan desde el poder al mismo tiempo los mecanismos culturales para que la política sea cosa de unos pocos. Si algo falla, siempre se puede apelar a la poco feliz frase de siempre: "los pueblos tienen el gobierno que se merecen".

La política, entendida hoy como una actividad solo para unos pocos, alcanza un similar grado de restricciones de accesibilidad que a finales del siglo XIX, tiempos en que, a diferencia de los apáticos momentos actuales, el derecho a ejercer la política era parte de las demandas de ciudadanización de las grandes mayorías sociales.

El apoliticismo vende, cotiza en bolsa y gana elecciones. La madre de las paradojas impera en este escenario: las campañas políticas ponderan las naturales virtudes de un candidato por no provenir de la política. Mauricio Macri ganó las elecciones en la capital argentina presentándose como el genuino representante político de millones de apolíticos. Sería redundante explayarnos acerca de la innegable condición política de un fiel exponente de la derecha empresaria argentina.

Objetivamente quedan tres caminos. Uno: Recuperar, lenta pero sistemáticamente, a la política como instrumento de cambio, entendiendo que el culpable no es justamente el vecino del barrio. Dos: Salir -los convencidos- a la calle al grito de "el apoliticismo es el nuevo opio de los pueblos..." y cosas con tanta asimilación colectiva como esas. Tres: seguir sometidos al imperio elitista y depredador del apoliticismo poético. Si el camino es este último, no olviden votarme, recuerden que la política es una mierda, pero yo me voy a sacrificar para que ustedes no tengan que pasar por esta desagradable experiencia y puedan ver televisión tranquilos en sus casas cómo los famosos bailan por un sueño... si al fin de cuentas "está bueno" el apoliticismo: tiene las tetas de Luciana Salazar, la boca grande de Marcelo Tinelli y, claro, los bigotes de Mauricio Macri.

La Quinta Pata

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