Alberto Atienza
Se le antojó al imbécil que la nena era para él. Su padre, en la cárcel, por elegir mal la forma de ganarse la vida, o por lo que fuere, no le dijo, no tuvo tiempo, no lo sabía porque no se lo dijeron a él o no quiso, finalmente, no le habló a su hijo del respeto.
La nena estaba cerca. Compartían todos un lote en una villa eufemísticamente llamada barrio. Tres familias con sus humildes casas en un predio suficiente para una. Con la promiscuidad que la falta de espacio implica. El imbécil, dieciséis años, edad en la que muchos pibes cursan el secundario, aspiran a entrar en la universidad. Vida suficiente para trabajar en una verdulería en el acomodar camotes, ayudando a vecinas a llevar tomates a los monoblocks o ser cadetes de farmacias que sufren frío, calor, cansancio y luego aportan el sueldito a la casa.
El imbécil, en vano en el mundo, como acto de contrición de político, decidió poseer a la nena de muñecas todavía. Ella, nada que ver con el morbo de la sexualidad temprana de ese vecino, que debería haberla mirado como parte de un hogar grande, prima, hermana y no convertirla en el primer hito de su cadena delictiva. El imbécil la encerró. Le pegó hasta quebrar su voluntad. Criado en la violencia ejerció su crianza. La despojó de ropas. La violó.
La nena, once años de edad, no le contó a sus padres lo ocurrido, el infierno que le cayó encima. Amenazada de muerte, por el imbécil la nena guardó silencio.
Hasta que otro hecho irrumpió en ese desafinado concierto de pobreza: la nena quedó embarazada. Dio a luz un bebé de pocos gramos, por fortuna sano. Denuncia policial. El imbécil, maleducado o nunca educado por su padre convicto eludió la prisión, por ser menor de edad, un privilegio que favorece a los imbéciles por el único distingo de ser menores. Multiplicó sus amenazas desde la impunidad, desde su imbecilidad acaso congénita, tal vez lombrosiana. Su madre, la propia madre de un imbécil dañino, potenció las maldiciones proyectando la temible figura del preso padre ya van a ver los que les va a pasar cuando salga en libertad el moncho.
Ella, la nena, víctima de algo que nunca imaginó, trata a su bebé como si la criatura fuera una barbie. Lo acuesta con cariño, le habla con su voz más fina. El fruto de sus entrañas es mitad juguete mitad hijo y ella mitad niña mitad madre.
La sociedad pacata comedora de asados en fines de semana se horrorizó ante la difusión de la noticia. Ya tenían tema para hablar cuando amainaron las provocaciones de una presidenta sin cintex en la boca y la obsecación de productores que generan inflación y desabastecimiento en la comisión de un delito como es obstruir rutas.
Es que los reclamantes rurales se parecen mucho al imbécil: queremos esto y es nuestro y no importa quién pierda. Y el gobierno central, igual. Los anteriores gobiernos nacionales, lo mismo: enajenaron las empresas públicas, los bancos de la gente, destruyeron ferrocarriles, permitieron que ingleses, malayos, actores de cine, modistos, se convirtieran en dueños de latifundios a lo largo y ancho de la Argentina, cercando ríos, lugares de leyenda, construyendo aeropuertos en esos estados dentro de nuestro estado.
Nuestros políticos se comportaron de modo idéntico al del violador adolescente: yo quiero esto, me beneficia, me importa un bledo el perjuicio que a alguien le caiga. Yo soy feliz, pensó en algún momento el imbécil. No lo preocupó el llanto de la nena, su dolor, la destrucción de su mundo de inocencia. No le mueve un pelo ser padre de un bebé. A los gobernantes y a los productores no les interesa la gente. Se mueven impulsados por sus bolsillos, por su protagonismo, por ver sus carotas en la TV, en los diarios.
Están, de los dos lados, incapacitados para el diálogo, para el entendimiento. Como el imbécil, que nunca le dijo a la nena que ella le gustaba, si quería ser su novia y llevar la cosas por una vía normal. Propuestas coherentes, razonables, como seríamos capaces nosotros de instalar ahora si fuéramos gobierno o productores.
La Quinta Pata
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