domingo, 14 de diciembre de 2008

Cuando Gran Bretaña nos reconoció

Imperio

Felipe Pigna

El 15 de diciembre de 1824, el parlamento británico aprobó la firma de un tratado con Buenos Aires. El interés era otorgarle al país el papel de productor de materias primas y comprador de manufacturas.

El 9 de julio de 1816 las Provincias Unidas se habían declarado independientes, pero pocos se dieron por enterados. Pasaron cinco años hasta que el rey Juan VI de Portugal se dignara a hacerlo en abril de 1821 y seis para que el gobierno de los Estados Unidos firmara el documento correspondiente en marzo de 1822. Pero lo más importante, lo decisivo, como sabiamente lo había advertido San Martín, era lograr quebrar el frente conservador europeo reunido en torno de la Santa Alianza, apoyada por Gran Bretaña, que respaldaba a España en sus nostálgicas pretensiones imperiales sobre las ex colonias americanas. Se hacía imprescindible el reconocimiento de nuestra independencia por parte de la corte de Londres que, se sabía, iba a arrastrar a las demás potencias europeas dejando en soledad a España y a los Estados Pontificios que habían condenado la insurgencia latinoamericana.

El Estado de Buenos Aires sabía que el idioma que mejor se entendía en el Parlamento británico era el de la City y venía tramitando con la Casa Baring de Londres el famoso empréstito que inauguraría nuestra deuda externa y sería el pasaporte más seguro hacia el reconocimiento. El 31 de marzo de 1824, poco después de concedido el crédito por la Baring por un valor nominal de un millón de libras de las cuales llegarán poco más de la mitad, llegó el nuevo cónsul de Su Majestad, Mr. Woodbine Parish. El cónsul inglés detectó rápidamente las "oportunidades de negocios" que ofrecían estas pampas: "Muy poco se han alterado las costumbres de estos selváticos hijos de las llanuras sudamericanas: medio salvajes, medio cristianos, son casi lo mismo de lo que eran en 1800, con la diferencia de que entonces sólo hacían la guerra a los animales, y que ahora les han enseñado a hacérsela los unos a los otros. Los precios módicos de las mercancías inglesas, especialmente las adecuadas al consumo de las masas, les aseguraron una general demanda en el momento de abrirse el comercio. Ellas se han hecho hoy artículos de primera necesidad en las clases bajas de Sudamérica (...) Cuanto más barato podamos producir estos artículos, tanto más consumo tendrá. Cada adelanto de nuestra maquinaria contribuye a la comodidad y bienestar de las clases más pobres de aquellos remotos países, al mismo tiempo que perpetúa nuestro predominio en sus mercados".
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Mientras tanto, Rivadavia había sido enviado a Londres con el objetivo de lograr el ansiado reconocimiento, pero según cuenta el funcionario inglés más proclive a aquella medida, George Canning, Rivadavia estaba en otra cosa: "Mientras permaneció aquí, Mr. Rivadavia estuvo en constante relación con establecimientos comerciales de este país, establecimientos muy respetables pero que, sin embargo, están integrados por personas profundamente interesadas en la fluctuación de los asuntos comerciales. Deseo que no pierda oportunidad de convencer a Mr. García de lo inconveniente que resulta que el gobierno de Buenos Aires ponga la gestión de sus asuntos en manos de cualquier persona en semejante situación. Confío en que el ministro que elija Mr. García para residir en esta Corte recibirá instrucciones para evitar tales relaciones. Es absolutamente necesario para el prestigio del Gobierno evitar toda comunicación que pueda influir (...) en las transacciones comerciales de la Metrópoli, y no ocultará usted a Mr. García que me sería muy difícil mantener cualquier relación confidencial sobre asuntos políticos con un Ministro extranjero cuyas circunstancias fueran tales como para motivar sospechas aparentemente fundadas de que estuviese interesado en el bienestar de cualquier establecimiento particular" (1).

Más que las "gestiones" de Rivadavia, fueron determinantes en la decisión inglesa la definitiva derrota española en Ayacucho y las presiones de los hombres de negocios londinenses y de los tres mil quinientos ingleses que por entonces vivían en Buenos Aires, regenteando los más ricos las cuarenta casas comerciales británicas instaladas en la ciudad puerto. El Parlamento inglés aprobó las gestiones para la firma de un tratado de amistad, comercio y navegación el 15 de diciembre de 1824, que fue impuesto como requisito para el reconocimiento de nuestra independencia. Fue firmado en Buenos Aires el 2 de febrero de 1825 y será la puesta por escrito de la voluntad británica y de nuestra clase dirigente de entonces de asignarle tempranamente al país un papel inamovible en la división del trabajo que Gran Bretaña imponía al mundo: el de simple productor de materias primas y comprador de manufacturas.

Buenos Aires es "el sitio más despreciable que jamás vi, me colgaría de un árbol si esta tierra miserable tuviera árboles apropiados". Así escribía, no sin dejo romántico y notable exageración, a su llegada a estas tierras, John Ponsonby, barón de Imokilly, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Gran Bretaña ante las Provincias Unidas tras la firma del Tratado, quien o era masoquista o se adaptó porque vivió en estas tierras nueve años. Woodbine Parish, afectado por la designación de Ponsonby, había escrito que "un high aristocrat está poco calificado para tratar a los bajísimos demócratas con quienes debemos alternar aquí". Pero la designación de Ponsonby venía por el lado, literalmente, menos pensado. El caballero, pese a sus sesenta años, era un dandy galante que había atraído el interés de lady Conyngham, amante del rey Jorge IV. Para alejarlo de Londres se le buscó un empleo "lo más lejos posible". Y no encontraron nada más retirado que Buenos Aires.

El "castigado" Ponsonby fue recibido por Rivadavia el 1º de septiembre de 1826, con guardia de honor y salvas de artillería, lo que no pareció conmover mucho al Lord que un mes después escribía sobre Rivadavia: "El Presidente me hizo recordar a Sancho Panza por su aspecto, pero no es ni la mitad de prudente que nuestro amigo Sancho". Durante aquella breve presidencia de Rivadavia que duró apenas un poco más que el gobierno de Sancho en la ínsula Barataria, se profundizaron los "lazos" y se incrementó notablemente la influencia británica en la economía y la política locales. Esto quedó evidenciado en la activa intervención de la diplomacia inglesa en la guerra contra el Brasil. El gobernador Dorrego fue violentamente presionado para firmar la paz con los brasileños al costo de perder la Banda Oriental, que se transformó -según los deseos británicos – en un Estado independiente para evitar que Buenos Aires controlara las dos orillas del Plata.

Las relaciones del Imperio con Rosas fueron excelentes con la importante excepción del bloqueo al puerto de Buenos Aires de 1845 y del combate de la Vuelta de Obligado. Terminado el conflicto, las cosas volvieron a la normalidad y Rosas pudo, tras la derrota de Caseros, el 3 de febrero de 1852, asilarse en la casa del cónsul inglés y partir rumbo a su exilio en Inglaterra. Ya en el '80 con Roca y su generación en el poder, la presencia británica en nuestro país se fue tornando decisiva: bancos, ferrocarriles, frigoríficos y empresas inmobiliarias con sede en Londres controlaban sectores clave de nuestra economía. La Argentina se convirtió en uno de los principales destinos de las inversiones británicas. Esta presencia económica tenía su lógico correlato en el poder político: llegan al poder presidentes, ministros y todo tipo de funcionarios que habían sido o seguían siendo abogados y representantes de empresas inglesas. Se tomaron decisiones clave, como la neutralidad argentina frente a la Primera Guerra Mundial – durante la presidencia de Victorino de la Plaza – privilegiando los intereses británicos a los que les convenía mucho más una neutral proveedora de alimentos que una aliada de escasa importancia militar.

Pero el broche de oro llegaría el 1 de mayo de 1933 con la firma del Pacto Roca Runciman, en el que Gran Bretaña, como aquel primer "acuerdo" de 1825, no se comprometía prácticamente a nada y obtenía todos los beneficios. La clase dirigente argentina de la Década Infame hizo oídos sordos a las valientes denuncias de Lisandro de la Torre en el Senado de la Nación. Muy lejos quedaban las palabras de San Martín expresadas en una carta a Mariano Chilavert fechada en enero de 1825 en la que le decía: "Ya tiene usted reconocida nuestra independencia por la Inglaterra; la obra es concluida y los americanos comenzarán ahora a disfrutar el fruto de sus trabajos y sacrificios".

(1)C. K. Webster, Gran Bretaña y la Independencia de América Latina, Buenos Aires, Eudeba, 1968.

Clarín, 14 – 12 – 08

La Quinta Pata

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