miércoles, 17 de diciembre de 2008

La inseguridad y un peligroso pacifismo

Víctimas fatales

Alberto Atienza

Y siguen sumando las víctimas fatales, con secuela de dolor, producidas por un hampa desmadrada. La policía, ahora cobijada su ineficiencia (con algunos aciertos parciales) por un ampuloso ministerio de seguridad (así no más, en minúsculas). Una repartición que dispone de un enorme edificio repleto de civiles que juegan a ser investigadores, lanzan planes de prevención que no funcionan, toman café y los sacan a los piques cuando intentan dar la cara luego de un crimen o asalto. Sería más útil a la comunidad, ese inmueble, en función de escuela. O de centro de contención para los niños que devienen inexorablemente en delincuentes (cuenta hasta con una piscina, salón de actos y terrenos).

Pero, así son las cosas. La burocracia pesa más que el bien común. Un ministerio es un botín electoral muy preciado. ¿Quién les dice a los ahí albergados, que perciben sueldazos, que tienen que irse a la casa? ¿Quién se decide a reorganizar de una vez por todas a la policía y tornarla operativa en su máxima capacidad? El gobernador, evidentemente, no funciona en tal sentido. Siempre está en otra cosa. Sospechado de ser un adicto a la minería, igual que su mentor don Gioja, no se anima, no quiere o no puede poner sobre su mesa de trabajo el tema de la inseguridad. Acaso haga falta que una noche de estas encuentre a un chorro parado sobre su mesa de luz (necesariamente el ladrón debe ser de baja alzada, colega del gobernador, para situarse al lado del velador) y recién ahí, acaso, recién tome a su cargo el asunto.

O acaso, lo peor, que perpetren un asesinato (otro más) que la sociedad considere como muy grave (todo homicidio es un delito cometido contra la humanidad entera) pero algunos casos repercuten más que otros, para que se le caiga parte del gabinete, vuelvan los cacerolazos y las explicaciones que nada dicen.

Luego del estruendo de prensa y de situar a un nuevo ministro en el tembladeral del anterior, todo seguirá igual.
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La lista de atrocidades cometidas por los delincuentes aumenta en número de hechos y crueldad. Difícilmente pueda olvidarse la imagen de un anciano carpintero, que clamaba desesperado ante las cámaras de TV, despojado de todos sus ahorros. Segundo robo del que fue víctima. Poco tiempo atrás ladrones le quitaron otros bienes y asesinaron a golpes a su esposa. ¿Qué le quedaba? La triste soledad del viudo a quien le arrebataron cruelmente a su compañera. La pobreza. La impotencia. Y llorar como un niño, sin vergüenza, sin consuelo, como un niño.

Una señora mayor fue atada y amordazada ante su hijo cuadripléjico. Murió la octogenaria, acaso por un paro cardíaco, asfixia (hay personas que tienen dificultades serias para respirar por la nariz) o falleció por otra causa implementada por los delincuentes que ingresaron a su casa.

Una mujer atacada en el Cerro de la Gloria (¿y la vigilancia?) por un violador. Brava la fémina, cuando era arrastrada por el malviviente hacia un sitio oculto le dio un piedrazo en la cabeza.

A una jovencita la asaltaron con un arma de fuego en Perú al 2800. Bajó del micro y detrás de ella, el ladrón que ya la había marcado. La amenazó con un arma de fuego que llevaba en la parte de atrás de la cintura, como hacen los chorros, tapada por una larga remera suelta. Alguien dijo una vez que los micros van siempre llenos de gente buena. Eso era antes. Ahora, junto a las personas buenas como a esa linda vecinita de calle Perú, llamada Celeste, viajan los chorros. A nadie se le ocurre (de la policía se trata) chequear a los ómnibus que cubren el servicio de las zonas, conocidas por todos, donde los ladrones toman cerveza, se emborrachan, largan tiros, se drogan y orinan en las esquinas. Los operativos en esos lugares, donde también habita gente trabajadora, honesta, generalmente sojuzgada por el hampa imperante, deberían ser constantes.

Quienes deben vivir intranquilos, a la espera de un allanamiento, de que les incauten cosas robadas, que los alberguen en la casa de piedra, tienen que ser los que eligieron vivir violentamente del prójimo y no la ciudadanía. Eso se sabe. Ningún funcionario, al parecer, tiene las agallas (en realidad la palabra es otra) para emprender una dura política de prevención.

Mientras tanto, nuestro gobernador (algo de posesión existe, lo votamos, lo pusimos en ese lugar) está siempre en otra. Algunos de sus coqueteos son altamente peligrosos para Mendoza, como su actitud no definida acerca de la minería contaminante. Hay que tener mucho cuidado con eso. El castigo que conlleva abrir la compuerta de una actividad perjudicial para los humanos, puede ser muy grande. A algunos los alcanza en vida, a otros en la muerte.

Otra vez en la inseguridad. Se alzan a cada rato voces que pregonan el desarme de la población. Ahora bien ¿Qué defensa tiene un hombre grande que cruza el barrio cívico y le rompen la cabeza a garrotazos, no murió de pura suerte, pero quedó afectado físicamente de por vida? Ninguna. Los policías, en la invisibilidad absoluta. Si ese señor hubiera portado un arma, ahora tal vez estaría sano y con algunos pesos más. A ese mismo hombre lo asaltaron, poco antes, en la puerta de su casa en el Barrio Bombal y le sustrajeron una cantidad importante de dinero que había recibido de Buenos Aires por la venta de unos cuadros. También lo dañaron físicamente. En esa ocasión tampoco pudo defenderse.

Al joven que en la cuarta sección le sustrajeron la bicicleta, arma de fuego en mano y luego lo balearon, no le dieron chance de sobrevida.

Los casos de personas golpeadas salvajemente o asesinadas luego de que entregaron sus pertenencias son casi innumerables en lo que va del año. Y los pacifistas trasnochados insisten en que la ciudadanía se entregue mansa a la delincuencia. ¿Por qué no ejercer el derecho de defensa? Más claro ¿Por qué tiene que seguir vivo, tomando cerveza, inhalando coca, meándose encima, el asesino y su elegido, pase a lo bajo de la tierra o al nicho? ¿Qué lógica absurda, estúpida, ordena los pensamientos de esos propagandistas del desarme ciudadano? Si el destino no hubiera puesto una piedra cerca de la mano de la señorita que un violador atacó en el Cerro de la Gloria, acaso la estarían velando ¿Hay que marchar como borregos, resignadamente, al encuentro de la muerte? ¿Por qué? Toda persona mayor puede poseer un arma de fuego. Es imprescindible que reciba instrucción profesional para manejarla. También, que la guarde en un lugar inaccesible para los jovencitos y niños de la casa. Y luego, se sabe que es duro, disponerse a usarla en defensa de su vida y la de su familia. ¿Por qué, ante un sistema de seguridad que hace agua, el gobierno no propone, contratando a buenos especialistas con los que se cuenta, la implementación de cursos de tiro defensivo?

Interrogantes que no tienen respuesta. Queda lo que decida cada uno. Y como están dadas las cosas, con una delincuencia descontrolada, restan pocas opciones entre la vida y la muerte ante un asalto.

Redacción La Quinta Pata, 17 – 12 – 08

La Quinta Pata

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