sábado, 20 de diciembre de 2008

Laura Restrepo: “Estoy buscando un tono cotidiano”

Laura Restrepo

Andrea Stefanoni

Pocos autores de hoy han tenido una actividad y una postura política tan intensas como Laura Restrepo. Mientras termina su libro “argentino” –que Alfaguara piensa publicar en abril próximo– habló de su vida en el país durante la dictadura militar, de sus dudas a la hora de narrar y repasó la realidad colombiana con opiniones polémicas.

Laura Restrepo habla pausado y con ese castellano límpido y suavemente rítmico de los colombianos. Detrás de su relato, que trasmite convicción y humildad, está la autora de Historia de un entusiasmo, La isla de la pasión, Leopardo al sol (que explora dimensiones humanas, ocultas del “alma” de la mafia colombiana), La novia oscura y Delirio, ganadora del Premio Alfaguara 2004.

En esta charla la escritora nos habla de sus comienzos en el trotskismo, de su hijo argentino, y de su última novela, sobre sus días en la Argentina en la época de la dictadura, una de sus facetas menos conocidas. Rechaza con pasión la vanidad de sus colegas y afirma que “la máquina de venta de libros necesita que el escritor sea transformado por la publicidad en un pequeño Brad Pitt”.

–Usted llegó a la Argentina por su militancia trotskista, ¿cómo llegó al trotskismo?
–Pues fíjate que llegué a la izquierda cuando empecé a dar clases en una escuela pública, a los 17 años; tomaba mis clases en la universidad y de ahí salía volando, básicamente a repetirles a los muchachos lo que acababa de oír en las clases que me daban, porque qué más puede enseñar una niña de 17 años. Los muchachos del colegio Colombia eran de mi edad o muchas veces mayores, y habían vivido mucho, habían vivido en los barrios del sur que era como otra ciudad, yo siempre he dicho que el norte de Bogotá está más cerca de Miami que del sur de Bogotá. Y fue mucho lo que me enseñaron sobre una realidad que era más rica que la mía, que la complementaba, la enriquecía y yo sentía más real. Y una vez que abres los ojos a eso ya no te puedes desprender más.

–¿Y después?
–Más tarde empecé a dar clases en la Universidad Nacional, en una época de agitación estudiantil, del movimiento campesino, de las repercusiones del 68. Y llegó un grupo de exiliados argentinos que eran los famosos troskos de Nahuel Moreno e hicieron una pequeña colonia de exiliados de la dictadura. Nosotros, que éramos socialistas, entramos en contacto y a través de ellos conocimos el pensamiento de Trotsky –que yo no conocía– y un método de trabajo y de militancia como actividad sistemática, profesional. Ahí arranca una historia que después pasó por España –donde milité en un ala izquierda del PSOE en la época de apertura democrática, después de la muerte de Franco– y luego estuve vinculada al reclutamiento de médicos y enfermeras para la brigada Simón Bolívar, que fue a Nicaragua a pelear al lado de los sandinistas contra Somoza. Así fui a parar a la Argentina con esa tarea y luego me quedé.

–¿Cree que sigue teniendo sentido esa identidad trotskista en el mundo actual?
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–Yo creo que sí. Trotsky tuvo la particularidad de pronunciarse y levantarse simultáneamente contra el imperialismo, el fascismo y el estalinismo, y eso le dio una posición de avanzada respecto de sus tiempos que hoy tiene plena vigencia. La izquierda que quedó ligada a Stalin después sufrió un descalabro tremendo con la burocratización y la perversión del socialismo en la URSS y en los países que siguieron esas políticas. El pecado capital de los trotskistas fue el exceso de sectarismo y de pureza, pero al mismo tiempo pienso que a través del pensamiento de Trotsky es posible mantener la utopía.

–¿Por qué retomar el tema de la dictadura argentina después de tantos años?
–Yo no diría retomarlo, evidentemente los temas marchan solos independientemente que unos los retome o nos los retome. Más bien lo plantearía en términos más personales; por lo menos para mí es factible, aunque suena raro. Yo tengo un hijo argentino, que nació en Córdoba en tiempos de la dictadura, y ya va para 30 años. Pienso que en la militancia había una disociación con la palabra que tuvo repercusiones a largo plazo; no se podía hablar, no se podía decir, no se podía tomar notas. Es quizás el único período de mi vida en el que nunca tomé notas, ni un número telefónico. Las palabras eran tan contadas, mensajes cifrados, no conocías la vida de compañeros cercanos a ti.

–¿Fue difícil transformar esa experiencia en novela?
–Digamos que la dictadura imponía un silencio que implicaba una disociación con la palabra. Y a esa falta de lenguaje se suma otro elemento un tanto extraño: primero, los grupos de izquierda cargaban con una retórica poderosa y una visión heroica de su propio papel contraria a la literatura. Tendrías que escribir una epopeya que ya nadie se la creería, ni siquiera tú mismo. Entonces, hay una falta de lenguaje cotidiano para describir lo que hacíamos. Yo te aclaro que no tuve nada que ver con la lucha armada, lo mío era una militancia clandestina en el Partido Socialista de los Trabajadores (posteriormente el MAS). Era trabajo sindical, sacar periódicos, y tratar de agrupar la resistencia civil. Eso fue menos narrado que la lucha armada.
Pero buena parte de la dificultad para escribir esta historia ha sido romper con el tono grandilocuente en el que estas historias suelen contarse, para buscar un tono menor, cotidiano. Y en tercer lugar, no era muy propio de la militancia lo que fuera interior, confesar sentimientos, hablar de sí mismos, éramos gente básicamente gregaria, de allí el famoso “nosotros” al recordar los viejos tiempos, como el demonio en el exorcista: no soy uno, soy legión. En fin, ¿cómo hacer para escribir una novela, como corresponde a nuestros tiempos, y ya no una epopeya, que tiene códigos que corresponden a un mundo pasado? ¿Cómo encontrar las palabras precisas para nombrar la alegría, la solidaridad y el entusiasmo colectivo bajo una situación generalizada de horror? Creo que ese está siendo mi dilema al tratar con el tema, y aún no sé si lograré salir con algo que sirva, me ha tomado años ponerle palabras a aquello que pasó. De todas formas, creo que es necesario incorporar la visión de la siguiente generación, como una cámara de resonancia para evaluar lo que nosotros hicimos.

–¿Sintió miedo a la muerte en esos momentos?
–Sí, claro, pero lo que yo estoy escribiendo no tiene tortura; primero porque nunca me torturaron y segundo porque la historia tremenda de la tortura, de la picana, ya ha sido contada. Ésta es una historia de la cotidianidad de la vida bajo la dictadura, mi propia actividad era más cotidiana, tenía menos que ver con la muerte y con el dolor físico: básicamente juntar gente, mayormente peronistas, por más que nosotros fuéramos trotskistas. Pero claro, hubo desaparecidos, presos, cerca nuestro, y en ese sentido todos lo vivimos. Más que miedo, se asumía que estábamos en una zona de riesgo y eso lo conozco bien como colombiana: cuando el peligro está tan cerca, el miedo no es lo que prima. El miedo lo viví cuando nació mi hijo: miedo a que nos pasara algo a mi compañero o a mí y que a las cinco de la tarde no hubiera quien recogiera al niño de la guardería. Ésa fue la cara que para mí asumió el miedo.

–Hablando de Colombia, ¿cómo queda Uribe sin Bush y con la llegada de Obama?
–Como mosco en leche. Es interesante y atroz. Los años de bushismo implicaron la protección moral para toda clase de horrores. Los parámetros morales cayeron tan bajo que fenómenos monstruosos como el de Uribe pasaron desapercibidos o recibieron el visto bueno de la opinión pública mundial o de los medios de comunicación que se autoproclaman democráticos. El lenguaje empezó a significar exactamente lo contrario a lo que se decía: el bombardeo de civiles era democracia y cosas por el estilo; una sistemática erosión del lenguaje. La dictadura argentina pasó con toda razón a la historia universal de la infamia pero la cifra de muertos con Uribe puede haberse multiplicado hasta cuatro veces. La cifra de muertos y desplazados es incontable y, sin embargo, nunca hubo una campaña sistemática de denuncia en el ámbito internacional.

–¿Confía en Obama?
–Yo no confío en el Partido Demócrata como institución, pero la sola elección de Obama implica la necesidad del pueblo norteamericano de acabar con la inmoralidad de la era Bush, y el hecho de que Obama denuncie el asesinato de sindicalistas en Colombia es clave, se empieza a romper el silencio y lo que puede salir a la luz no tiene nombre. A mis amigos de El País –donde yo también escribo– siempre les decía: ustedes son ultracuidadosos al hablar de Uribe, ¿qué van a hacer cuando se empiecen a destapar las fosas comunes de miles de personas?, ¿cuando se conozca también los secuestrados de los paramilitares, la infiltración del paramilitarismo en el gobierno, los vínculos de los amigos de Uribe con el paramilitarismo y el narcotráfico? ¿Qué van a hacer los medios que se reclaman democráticos para justificar haber dejado que el pueblo colombiano se desangrara de esta manera sin decir ni una palabra?
En la historia de la humanidad hay muchas masacres que no han sido denunciadas a tiempo, y la sangre de los pueblos corre. Eso es lo que ha sucedido en Colombia y hay muchos que no podrán justificar su silencio.

–Mucha gente sintió decepción con el rol de Ingrid Betancourt luego de su liberación, ¿tuvo la misma sensación?
–Lo dices bien, después de ser liberada, porque mientras Ingrid estuvo en cautiverio había una sola posición: exigir su liberación inmediata; es un oprobio tener a una persona seis años secuestrada, alejada de sus hijos, es una tortura inenarrable. Ahora ya con Ingrid libre y recuperada te puedo decir que la política de Ingrid no me gustó nunca, ni antes ni después de su secuestro, una política muy errática, nunca se ha sabido muy bien a qué intereses responde. Y si bien saludamos que el mundo se ocupe de los secuestrados colombianos porque hay gente pasando un verdadero infierno en la selva, este despliegue un poco palaciego, este desfile de modas, de premios, de abrazos con presidentes y papas, de invocaciones a Dios, suena raro y al mismo tiempo implica silencios, porque están los secuestrados de los paramilitares que no se mencionan, los desplazados que ya llevan varias generaciones, el avance de una ultraderecha fascista. Me aterra un poco –aunque quizás no sea esa la voluntad de Ingrid– que todo esto sirva para darle un aval más a Uribe.

–Usted condenó también a las FARC…
–Yo ya he dicho, además, que no soy en absoluto partidaria de las FARC; me parece una guerrilla detestable y demasiado involucrada en los negocios como para tener validez moral o capacidad de liderazgo político. El secuestro ha sido un negocio multimillonario para las FARC y me parece que buena parte del problema en Colombia ha sido la incapacidad de la izquierda para condenar esas actividades, pero al mismo tiempo, no podemos aceptar que la campaña contra los secuestros signifique en aval a Uribe por mostrarlo como enemigo de las FARC. Ambas partes mantienen viva una guerra que está acabando con el pueblo colombiano.

Sobre la vanidad y los Brad Pitt editoriales
- ¿Cree, como Simenon, que escribir no es una profesión sino una vocación de infelicidad?

–Para mí, la verdad es que escribir es una felicidad, a menudo el gran premio de un escritor es poder vivir de su oficio, tener minutos, horas, días libres para escribir, tienes que entreverarlo con otras actividades, el diario, clases o giras, y cada rato libre, de soledad, donde puedes dedicarte a tu libro, es un momento de felicidad, un premio. Para mí, por el contrario, escribir es una vocación de felicidad, me cuesta concebir un oficio más divertido y más enriquecedor, aunque eso no significa que sea fácil.

–¿Por qué cree que, en general, los escritores son tan vanidosos o al menos se los suele ver así?
–¡Uy qué horror! Es lamentable, yo no sé si será un fenómeno propio de la comercialización y de la publicidad. Ser escritor pasó de ser una suerte de ser marginado, mal visto por la sociedad, a convertirse en estos figurines que somos ahora, tan engreídos, tan convencidos de que es un oficio por encima de los demás oficios cuando nada es menos cierto. Pero la máquina de venta de libros necesita que el escritor sea un pequeño Brad Pitt y entonces agarran a unos diez juncos con gafas y los convierten en superestrellas. Pero el resultado es nefasto, la petulancia campea.

Crítica digital, 20 – 12 – 08

La Quinta Pata

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