Silvina Friera
Hija de desaparecidos, en su primera ficción situó a su protagonista en el lugar de una madre que pierde a su hijo. El personaje descubre en los libros el modo de huir del mundo, pero sobre todo de sí mismo.
Camina descalza por la cocina y el living de su casa de Parque Patricios. Sus pasos producen un sonido tranquilizador y armonioso. Aunque Vito, de siete años, la llama con la insistencia del niño que tiene una demanda impostergable. Aunque Mafalda, la perra labrador que nació en abril, le ladra a una botella como si fuera un gato. Raquel Robles, acostumbrada a afrontar situaciones extremas desde que desaparecieron sus padres cuando tenía cinco años, fue la mejor “acompañante terapéutica” de la protagonista de Perder (Alfaguara), su primera novela publicada con la que obtuvo el premio Clarín. En la ficción supo desplazarse desde la perspectiva de su orfandad hacia un dolor lacerante: ponerse en el lugar de una madre que pierde a su hijo, una mujer que hace lo mínimo e indispensable para sobrevivir porque “no tenía el coraje para matarme ni la fuerza de voluntad para acciones tan drásticas”. En los libros descubre el modo de huir del mundo, pero sobre todo de sí misma. Después de leer El barón rampante, de Italo Calvino, al menos siente que ha logrado separarse unos centímetros de su dolor. Al terminar El hotel New Hampshire, de John Irving, donde se muere un niño en un accidente junto con su madre, la protagonista, ahora internada en una clínica psiquiátrica, tendrá “la paz de una epifanía”, la revelación de su razón de ser: “Expiar la culpa a través del sufrimiento de estar viva”. Entre Carver, Amos Oz y Kafka y el cosquilleo permanente del hijo amputado, la muerte de uno de los pacientes –Stephan, un violinista rumano– la impulsará a emprender una larga travesía por Bucarest.
Militante de la agrupación H.I.J.O.S y directora del Instituto San Martín, que aloja a chicos de 13 a 15 años con causas penales, Robles (Santa Fe, 1971) no sabe si cuando era chica la lectura tuvo un sentido tan dramático como para la protagonista de Perder –su segunda novela, la del medio entre las inéditas Mariposas muertas y Bananas–, tampoco tiene en claro si entonces leía para huir del mundo. “Leer me sirvió para estabilizar algo de mi ‘estar en el mundo’. Uno puede regular cuándo lee o deja de leer un libro, y eso es muy tranquilizador. Leer un libro es sumergirse en una historia que empieza y que termina, en cambio uno es un gerundio permanente”.
–¿En qué momento de la escritura apareció Stephan, el violinista rumano?Leer todo el artículo–Escribí esta novela con la sensación de que era la acompañante terapéutica de la protagonista. Y estando en la clínica apareció un músico, y siempre fue rumano. Muy a posteriori descubrí que en algún punto tenía que ver con mi familia. Pero en ese momento era un músico rumano y ni siquiera apareció como una pista para salir, sino como para que la protagonista se hundiera un poco más. Después, releyéndola más como lectora que como escritora, me di cuenta de que había un deseo de irse lejos desde bastante antes. Muy lejos significó Rumania porque apareció este personaje.
–¿En qué punto este personaje rumano tiene conexión con su familia?
–Mi abuelo materno era de Moldavia, que en ese momento era Rusia, pero en realidad después fue Rumania. El apellido de mi abuelo y de mi mamá, Pasatir, es bastante latino, no suena muy rumano. En el 2001 estaba muy de moda tramitar pasaportes, pensé en tramitar el mío, pero terminé haciendo una pequeña investigación en el consulado. Fue una investigación muy subjetiva, a través del agregado cultural que aceptó contestar lo que le preguntara. Y me contó su vivencia en Rumania. Después le di la novela a su familia para que la leyera, para ver si se hallaba en ese lugar. Y tuve una devolución muy positiva. Inclusive su hija, que aún vive en la Argentina, estaba haciendo su tesis sobre la literatura argentina que hablaba de Rumania y usó Perder para su trabajo. Mi investigación tuvo poco rigor científico: era la visión de una extranjera en Rumania. Bueno, cuando era periodista tampoco era muy rigurosa, hacía un periodismo más de “cámara en mano”, más subjetivo.
–¿La militancia en H.I.J.O.S postergó el momento de la escritura?
–Pienso la militancia en términos amplios, ahora estoy trabajando un montón y no puedo dejar de pensar el trabajo en términos de militancia, porque si no te tirás por el balcón. Si no hay mística estamos en el horno. Hace un mes que trabajo en un instituto nuevo en un momento donde podría estar dedicándome más a la contemplación (risas). Una vez que la novela nace, que pasa ese tiempo de trabajo de picapedrero, de picar y transpirar, la escritura posterior es más amable y se puede hacer mientras estás con otras cosas. Pero para empezar, tengo que generar la demanda de sentarme a escribir. Mi laburo es una cosa muy fuerte para mí, no sé si podría sostenerme estando tanto tiempo conmigo, escribiendo. No sé si lo aguantaría; implica un trabajo de introspección muy fuerte. Tengo un amigo analista que me dice: “Yo no soy ningún boludo, me dedico a la vida de los demás. La mía me da un trabajo bárbaro” (risas). Puedo hacer ese trabajo de introspección que implica la escritura, pero me considero bastante frágil. No sé si podría vivir así todo el tiempo. Quedaría con un estado de conciencia de mí demasiado intensa.
–La protagonista dice hacia el final de la novela que “un buen padre es aquel que miente a su hijo”. ¿Suscribiría como madre esta afirmación?
–Contarle el pasado a otro, a las generaciones que vienen, implica un cierto renunciamiento a la verdad, asumir que toda cosa que se cuenta es una ficción. Tengo poca demanda por parte de mis hijos, pero si tuviera que contarles de mis padres, la verdad es que tengo muy poco para decirles, si tuviera que ceñirme a la verdad. Lo poco que conozco es medio pobre en términos de contar una historia. Son hechos que necesitan de una ficción para ser anudados. Me parece que hay que reconocer que cualquier cosa que contás la inventás, inclusive cualquier cosa que contás de tu propia vivencia. Si queremos pensarlo en términos de verdad y mentira, contamos una mentira sobre algunos hechos verdaderos. O podemos pensarlo de otra manera: cómo lo real encarnado en el cuerpo, lo orgánico y la ficción, te permite si querés inventarte como madre. Hay un hecho insoslayable y es que yo parí a mi hijo, pero que sea la mamá es un invento que voy interpretando con la convicción de un actor que compone un personaje. Y para actuar, tenés que mentir. No se puede ser madre sin inventar, sin ficcionalizar.
–Se ha señalado que siendo militante de H.I.J.O.S sorprende que la novela no tenga una mirada política. Sin embargo, la protagonista puede salir de su dolor cuando se conecta con los otros, un desplazamiento del “yo” a un “nosotros” que admite una lectura política.–Escribí tantos discursos en mi vida, y por una motivación básicamente política, que no sé si me resultaría posible leer políticamente la novela. La verdad es que me gustaría que el mundo funcionara bien y dedicarme a la contemplación. Tengo una vocación de construcción colectiva y eso es lo que me interesa de la política. Lo que obstruye ese trabajo, intento combatirlo. En algún momento quise escribir una historia sobre la toma de la ESMA por Montoneros, antes de la dictadura, porque es realmente de película. Es una historia que no se conoce mucho ni tampoco se conoce la historia de las células montoneras dentro de la estructura militar ni que pasó que en tres años esos mismos militares montoneros se convirtieron en los monstruos. Es una historia de mucha complejidad que ahora se puede tolerar: montoneros que eran militares y militares que fueron montoneros. El mejor candidato para escribirla es mi hermano Mariano, pero tiene que asumirse como escritor y no como motoquero (risas).
Página 12, 24 – 12 – 08
La Quinta Pata
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