jueves, 4 de junio de 2009

El hermano Haroldo

Haroldo Conti, ilustración de Rodolfo Ramos

Hugo De Marinis

Habrá sido por mediados del año ‘80 u ‘81 en la biblioteca de la Universidad de Costa Rica. Siempre me atrajeron los libros – novelas y colecciones de cuentos, para ser más preciso – de autores latinoamericanos contemporáneos. Los más preciados eran los que en la Argentina, ya en los estertores de la infame dictadura, no se podían leer.

En el escrutinio bibliotecario me crucé con las tropicales tapas de la colección de premios Casa de las Américas. El recuerdo es transparente: en los anaqueles reposaban, entre otros, Costantini y Conti, “De dioses, hombrecitos y policías” y “Mascaró el cazador americano”. Premios novela ’75 y ’79 respectivamente.

Las dos me parecieron estupendas. “Mascaró”, excepcional. Tenía 23 o 24 años, lo cual no es pretexto a inmadurez en el ejercicio del criterio sino todo lo contrario: un homenaje a esa fiebre lectora de un joven que se apasiona por un libro y es capaz de transformarse, de crecer, de amar al prójimo y a la especie humana, de construirse como sujeto y, en última instancia, de que se te erice la piel como ese estornudo culminante del que habla Galeano en el clímax del amor. Desde entonces llevo a Haroldo conmigo.

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Debo reconocer con cierta melancolía, que hoy por hoy, las novelas tipo “Mascaró” no son del gusto de la mayoría del público lector, quizás nunca lo hayan sido, y tampoco de la crítica [1] . Y que se encuentran en algo así como el baúl polvoriento de la abuela, a la espera de un rescate equívoco y tardío. ¿Habrá que conformarse con la idea que estas creaciones nacieron solo como espejos de una época irrepetible? ¿De una generación – de lectores – perdida?

Vaya si lo fueron. “Mascaró” y “De dioses” eran las novelas que había que producir, que queríamos, que necesitábamos leer. Las de Pedrito Orgambide, y la colección de cuentos de “Deshoras” y “El libro de Manuel” de Cortázar, y “La canción de nosotros” y “Vagamundo” de Galeano, y “Pobrecito poeta que era yo” de Roque Dalton, y “Entre Marx y una mujer desnuda” de Jorge Enrique Adoum y “La tumba del relámpago” de Manuel Scorza, y “La tregua” y “Gracias por el fuego” del recientemente fallecido Mario Benedetti. ¿Cuántas más? Si hasta entusiasmados los del palo ya teníamos designados a posibles sucesores. Se destacaban el gordo Soriano (“No habrá más penas ni olvido”) y Juan Martini (“La vida entera”). A Guillermo Saccomano lo conoceríamos después. Novelas facilongas dirían los presumidos – pero si se omite el veto del sofisticado en lides de lectura cuando uno las cita – qué entretenidas y llenas de vida.
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Mascaró es una novela visual. Tan visual que cuando terminé de leerla me propuse trasladarla al cine. Un desdichado, sin embargo, me ganó de mano [2] . De todos modos la vida me había colocado en otra senda que la de dirección de cine. Como el film no se me dio, intenté legar una trascendencia a la vida de Conti, lo que se tradujo en una tesis que – a instancias de mi querido profesor Keith Ellis – abarcó toda la obra ficcional de Haroldo. Yo solo quería escribir sobre “Mascaró”. Creo que el libro que produje (“La historia empuja”) tiene las mismas falencias que hallé en la película de Diego. De la trascendencia de este esfuerzo, mejor no hablar. A pesar de todo, “Mascaró” se ha quedado conmigo y espero que nunca me abandone.

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Se ha quedado conmigo y espero que nunca me abandone porque gracias al protagonista Oreste entendí mejor la amistad y el aprendizaje mutuo de Sancho y Don Quijote desde una perspectiva contemporánea, igualitaria y latinoamericanamente diferenciada. Los sueños-juegos del Caballero de la Triste Figura, gracias al Príncipe Patagón, se me figuraron trascendentales. Pude cerciorarme de que toda vida humana por más austera que parezca lleva en sí la capacidad de transformarse en algo extraordinario. Además, desde esa mi primera lectura, en todos los días de mi vida he querido fundar un Circo del Arca y largarme acompañado por el mundo a disparar auroras.

Aprendí con “Mascaró”, entre muchas otras cosas, que la seca cotidianidad nuestra, si lo deseamos, puede tornarse maravillosa. Por ejemplo, que la belleza se halle en los lugares y cuerpos más insospechados. Digamos para ilustrar: desde la gordura. Ahí está Sonia la vidente cuyo aumento de peso es proporcional al aumento de su sensualidad.

Y también, ahí lo veo al personaje que presta su nombre a la novela, el mismo Mascaró, presencia ubicua que asiste, acompaña y protege a la troupe solo en escasas intervenciones. Un “mascarón de proa” este individuo al que se me había puesto endilgarle el rol de vanguardia en la novela y probarlo asociándolo al jefe guerrillero Mario Roberto Santucho, por la oscuridad de su tez, por sus pocas palabras y por otra lectura de esos días, en que se habla del Robi desde una visión, mezcla de censura y advertencia, decididamente conservadora: la del novelista Witold Gombrowicz en el “Diario argentino”[3] Nunca desarrollé mi hipótesis – la verdad, ahora que lo pienso no sé si es hipótesis y mejor no meterse con el polaco. Además, aunque aún haya tiempo ¿a quién le importaría? Baste la observación para cuando se visite las páginas de la novela y de repente se cruce en el camino Mascaró.

Gracias a “Mascaró” – y a Ellis – tuve el honor de acceder al mundo construido por el hermano Haroldo en sus otras ficciones. Lo que recuerdo más calurosamente es la empedernida trashumancia de El Boga de “Sudeste” – de la que Rodolfo Walsh se maravilló tanto que le confesó a su compañera que esa era la novela que le hubiese gustado escribir. Y también al Milo de “Alrededor de la jaula” y su afición por una mangosta cautiva en el zoológico de Buenos Aires, a la que había que liberar (solo tenía noticia del nombre de este animalito, por Cortázar en “Con legítimo orgullo” uno de los relatos de “La vuelta al día en ochenta mundos”). Y antes, durante y después, Basilio Argimón y sus ínfulas voladoras. Y hay tantos más que son tan necesarios: cómo olvidarlos.

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Cómo olvidar a esos personajes, cómo olvidar a Conti, especialmente ahora que nuestros literatos andan tan mal de épicas y de grandes relatos. Ellos se ocupan de otros menesteres, claro: el mundo, nuestro país, han cambiado. Quizá sea porque hoy no resulta tan transparente con qué uno podría comprometerse. Antes sí y vale mucho no olvidar que el hermano Haroldo fue un militante, como la gran mayoría de los compañeros desaparecidos que se dividían entre sus trabajos y el activismo. Conti era un militante cuyo oficio era la escritura o un escritor que además militaba, las dos cosas intricadas sin que una le otorgase un ápice a la otra, sobre todo en sus últimos tiempos.

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Ayer Página 12 publicó una entrevista a Miguel Mato – que La Quinta Pata reprodujo – acerca de su película sobre el autor, que se estrena hoy jueves en Buenos Aires: “Haroldo Conti, homo viator”. Un homenaje imprescindible y demorado que según el director explora varias facetas de la vida del escritor.


[1] El crítico Eduardo Romano, por ejemplo, saluda la novela hasta la mitad “Algunas manera de leer a Haroldo Conti” en el libro “Haroldo Conti: con vida”. Luego, piensa que se devalúa por sus afanes militantes y la fácil tarea de decodificación de la sección de “Mascaró” titulada “La guerrita”.
[2] El film “Mascaró el cazador americano” se produjo en 1991 bajo la dirección de Constante “Rapi” Diego. Ganó algunos premios en festivales en Cuba y Colombia. Se trata de una película con los méritos propios del esfuerzo artesanal. Para mi ineducado gusto cinematográfico y como sucede a menudo en el traspaso del lenguaje literario al fílmico, se pierde la esencia de la novela.
[3] “… es un muchacho de color subido, cabellera negra ala de cuervo, piel aceite ladrillo, boca color tomate, dentadura de astuto soñador, dulce y terco . . . ¿qué porcentaje tendrá de indio? Y algo más todavía, algo importante, es un soldado nato. Sirve para el fusil, las trincheras, el caballo.”



La Quinta Pata, 04 – 06 – 09

La Quinta Pata

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