domingo, 6 de septiembre de 2009

Aviones de la muerte

Diego Martínez

Una de las aeronaves está en el museo de la base Comandante Espora, en Bahía Blanca. La otra, en un predio de una empresa privada en Esteban Echeverría. Página/12 revela dos nuevos testimonios sobre la metodología utilizada por las Fuerzas Armadas para deshacerse de los detenidos-desaparecidos.

Dos de los aviones usados por la Armada para desaparecer de la tierra a sus enemigos secuestrados en la ESMA permanecen en exposición. Se trata de modelos Lockheed L-188 AF Electra, el mismo que el ex capitán Adolfo Scilingo utilizó en su segundo vuelo, confesado hace ya catorce años. Ambos integraron durante la dictadura la 1ª Escuadrilla Aeronaval de Sostén Logístico Móvil, con base en el sector militar del aeropuerto de Ezeiza, última escala antes de la muerte. Mientras, la Justicia no esboza ninguna estrategia para identificar a los pilotos y tripulantes que participaron de los vuelos de la muerte.

El Electra mejor preservado, matrícula 5-T-2, bautizado Ushuaia, está en el museo de la base aeronaval Comandante Espora, en Bahía Blanca, y luce un “esquema de colores de baja visibilidad”: gris oscuro, descolorido por los años, con la bandera argentina en la cola. El segundo, matrícula 5-T-3 Río Grande, está desde 1997 en un predio de la firma Astilleros Irupé de Marina del Sur SRL, en Camino de Cintura al 8300 de la localidad de 9 de Abril, partido de Esteban Echeverría. Conserva los colores originales de la Armada, blanco con líneas celestes, aunque los emblemas de la fuerza fueron tapados.

La 1ª Escuadrilla Aeronaval de Sostén Logístico Móvil, que participó de los últimos eslabones del proceso de secuestro, tortura, muerte y desaparición, dependía de la 5ª Escuadra Aeronaval. Sus comandantes fueron los capitanes de corbeta César Enrique Avila en 1976 y José Roberto Fernández en 1977. La certeza sobre el uso de ambos aparatos para arrojar personas al mar surge de combinar la confesión de Scilingo con un dato originado en la burocracia naval: hasta 1982 la Armada tenía sólo tres Electra, todos “con portalón trasero con capacidad de ser abierto en vuelo”, según explicó una fuente con acceso a registros de la Marina al periodista Roberto Leiva, del diario Crónica. El tercero, matrícula 5-T-1, Antártida Argentina, habría sido desguazado y convertido en chatarra.

El piloto y blogger Carlos Abella, en su artículo “El Electra del Camino de Cintura”, detalló que el decreto de compra de la flota lo firmó el dictador Agustín Lanusse, pero que ingresaron al país tras el retorno del peronismo al poder. La fuente naval precisó la fecha: diciembre de 1973. Durante la guerra de Malvinas los Electra “prestaron servicio con el Grupo de Tareas 80.4 bajo el mando del capitán de navío Jorge Vildoza”, torturador de la ESMA prófugo desde 1986. “Los amplios interiores de los Electra” sirvieron para trasladar material bélico, personal y carga, apuntó Abella, que no mencionó el relato de Scilingo.
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El empresario Jorge Ramírez compró el aparato con la idea de “conseguir un sponsor para pintarlo y obtener algún tipo de ingreso desde lo publicitario, ofreciendo la posibilidad de ganar un aerocartel de 36 metros de largo sobre el Camino de Cintura, vista obligada para los transeúntes”, contó el piloto. El proyecto incluía “una confitería con asientos enfrentados delante de un parque de recreación, con lago artificial destinado a actividades náuticas, situación que hasta el presente no prosperó”.

El abogado y periodista Pablo Llonto, que patrocina al padre de Norma Arrostito, asesinada y desaparecida luego de un año de cautiverio en la ESMA, solicitó al juez Sergio Torres que dicte una medida de no innovar sobre los dos Electra en exposición y que disponga su custodia con vistas a futuras inspecciones oculares y reconocimientos. Aún no obtuvo respuesta.

“El nivel de los subversivos”
La cita es un bar de Bahía Blanca. Roberto Venancio Del Valle, 62 años, suboficial de la Armada, integró en 1976 la 2ª Escuadrilla de Sostén Logístico Móvil de mecánicos de Ezeiza, que no operaba con los Electra sino con los más antiguos Douglas DC3, utilizados también para arrojar personas al mar. La 2ª Escuadrilla fue comandada por los capitanes de corbeta Norberto Horacio Dazzi en 1976 y Adolfo Guillermo Videla en 1977.

La cita es para hablar sobre la muerte de su hijo, cabo segundo Eduardo Del Valle, el 27 de agosto de 2007 en la base Espora. La versión oficial dice que se suicidó de un disparo en la cabeza. “Lo mataron”, afirma el padre. “No tenía ningún motivo. Algo escuchó o vio”, sugiere, y enumera: robo de accesorios de aviones, drogas, prófugos con protección. Agrega que tenía signos de violencia en la cabeza y que no confía en la Justicia. “A cinco días de la muerte, la secretaria del fiscal, sobrina del almirante Carlos Marrón, dijo que esperaban los resultados de las pericias para archivar la causa. Logramos la calificación de ‘muerte dudosa’ pero hasta ahí llegamos”, concluye. Consciente de que el hombre de manos curtidas ha hablado sobre los vuelos, Página/12 propone el tema:
Un día vi manchas de sangre en el patín de cola de un DC3. Abrí la puerta y vi restos de sogas, de unos cuarenta centímetros, y restos de ropas, pedacitos de telas como de camisas arrancadas. Pensé “hijos de puta, están matando gente”. Se corrió la bola, hubo malestar y, como a la semana, el comandante juntó a toda la Escuadrilla.
–¿Quién era el comandante?
–Capitán Dazzi.
–¿Qué les dijo?
–Que estábamos en guerra y que había que rebajarse al nivel de los subversivos para poder combatirlos. Ahí empiezan a involucrar a todos.
–¿A todos?
–A mí no me tocó, no sé por qué –responde. El hijo que lo acompaña escucha casi sin respirar–. “Muchos quedaron locos”, continúa. “¿Te acordás del que salía a correr desnudo?”, le pregunta al hijo, que sigue en silencio. “Creo que se suicidó. Otro quedó mudo”, agrega.
–¿Por qué había sangre?
–Les pegaban con una estaca de hierro en la cabeza. Me lo contó un muchacho que después gritaba cuando dormía, un mecánico que era soltero y vivía en Ezeiza.
“Nunca vi cuando traían a los secuestrados”, afirma Del Valle, aunque sabe que “había pendejitas chiquitas” y, para graficar, coloca sus manos casi pegadas al pecho. Agrega que los vuelos “se hacían siempre de noche”, que “ponían como operadores de tierra a civiles amigos” y que “no se registraba nada: esos vuelos salían sin comunicación”.

Dazzi, el ex jefe de la Escuadrilla confirmó su destino de 1976 pero no respondió preguntas y sugirió que las debe responder la Armada. Consultado sobre la orden de “rebajarse al nivel de los subversivos”, cortó la comunicación.

El Colorado Ormello
Rubén Ricardo Ormello era en 1976 cabo segundo de la Armada. Tenía 21 años, era mecánico motorista y también prestaba servicios en el área militar de Ezeiza. Su recuerdo de los vuelos lo escucharon sus compañeros del hangar de aeroparque de Aerolíneas Argentinas, empresa a la que ingresó durante la dictadura. Página/12 confirmó el dato con dos fuentes que lo escucharon en lugares y momentos distintos. Ambos están dispuestos a declarar ante la Justicia.

“Escuché el relato en el hangar 2 de Ezeiza. Sería 1984 o 1985. Habíamos ido a reparar un Fokker F-28. El jefe de turno conocía la historia y le pidió que la repitiera”, recuerda el primer testigo. “Contaba que colocaban un DC3 en la plataforma y llegaba un colectivo. Venía un ‘tordo’ con un maletín y se paraba en el portón del avión. Se los bajaba ‘medio en bolas y como en pedo’ y con los ojos tapados. ‘Los sentábamos en el portón y el tordo les daba un jeringazo de Pentonaval. Los apilábamos adelante y cuando ya estaba listo salíamos a volar. Cuando nos avisaban empezábamos a arrastrarlos y los tirábamos por el portón’, contaba Ormello” y reconstruye el operario, ya jubilado.

“Yo lo escuché una madrugada en el hangar de aeroparque. El turno noche era el más distendido, se charlaba mucho. Eramos cuatro o cinco”, recuerda el segundo testigo, que reitera un relato similar. “Lo contó con frialdad, con naturalidad, como quien se limitó a cumplir una orden”, agrega.

Las dos fuentes citan un detalle que los paralizó. “Una vez trajeron a una gorda que pesaba como cien kilos y la droga no le había hecho el efecto suficiente –contaba Ormello–. Cuando la íbamos arrastrando se despertó y se agarró del parante. La hija de puta no se soltaba. Tuvimos que cagarla a patadas hasta que se fue a la mierda”, recordaba el joven suboficial, ya retirado y sin remordimientos.

Página/12 buscó a Ormello para darle la palabra. El encuentro debió concretarse el jueves 13 de agosto en su lugar de trabajo, el aeropuerto de Mendoza. No pudo ser: el ex marino viajó a Buenos Aires minutos después del arribo del cronista para embarcarse hacia Colombia. Por la tarde, en su caserón de Godoy Cruz, su esposa confirmó que “está de viaje” y “por mucho tiempo”. No facilitó ningún teléfono y tomó nota de los de Página/12. Ormello nunca se comunicó.

El mes pasado la Unión de Promociones Navales renegó desde las páginas del diario La Nueva Provincia por lo que llama “presos políticos”. Lamentó que Astiz, Acosta & Cía. “sean juzgados individualmente, como si hubieran cometido delitos en forma personal”, y aseguró que durante la dictadura existió una “participación integral” de la Armada. Tal vez los vuelos sean el mejor ejemplo.

Fuimos todos
Policías, miembros del Ejército y de la Armada hablaron desde 1981 de la existencia de los vuelos de la muerte. En 1995 el ex marino Adolfo Scilingo se convirtió en el primer represor en confesar su participación.

El primer testimonio de un represor sobre los vuelos, en 1981, pertenece a Luis Alberto Martínez, suboficial de la Policía Federal, hoy prófugo por la Masacre de Fátima. Detenido en Suiza por secuestros extorsivos en la Argentina, El Japonés Martínez detalló ante la Federación Internacional de los Derechos del Hombre que, tras los interrogatorios bajo tortura en el tercer piso de Azopardo 680, los grupos de tareas de Seguridad Federal recurrían a los vuelos.

“Oficiales y suboficiales llevaban a los prisioneros en furgones cerrados con destino a aeroparque. Antes de llegar a la vía había una entrada guardada por efectivos de Aeronáutica. Estos traslados tenían lugar de noche. Al llegar recibían una inyección, se les decía contra las fiebres. Eran somníferos que venían en paquetes con etiquetas del Ejército. Los prisioneros eran embarcados a bordo de un avión Fiat Albatros. Después de quince minutos, ya dormidos, eran desnudados. Luego de media hora eran arrojados al mar a la altura de Mar del Plata”, declaró. Apuntó que el método existió antes del golpe de Estado. “Estos hechos se remontan a los años 1975-1976, porque luego comenzó a funcionar el Club Atlético”, dijo.

Ya en democracia, el cabo Raúl Vilariño se refirió a los “vuelos sin puerta” de la Armada. “Se hacían desde Ezeiza. Se colocaba el avión, se acercaba el camión, se subían los guerrilleros en estado de coma o idiotez y se salía al río. Eran largados desde el aire”, relató a la revista La Semana. “Se les daba una medicación que hacía que no se resistiesen. Los tomaban de a uno y los iban lanzando, sin vestimenta y sin nada que pudiera servir para identificarlos”, contó. Tras la aparición de cuerpos “en playas de Quilmes y Montevideo empezaron a tirarse más adentro, así los cadáveres molestos no volvían a aparecer”, explicó Vilariño, que calificó a la Escuadrilla Aeronaval de Helicópteros como una “cobertura” de quienes operaban en la ESMA.

En 1995 el ex capitán Adolfo Scilingo admitió ante el periodista Horacio Verbitsky su participación en dos vuelos, ambos desde Aeroparque, en un Skyvan de Prefectura y en un Electra de la Armada. “La mayoría participó, era una especie de comunión.” “Era para comprometerlos.” “Venían rotando de todo el país. Alguno puede haberse salvado pero de forma anecdótica”, contó, y categorizó a los victimarios: oficiales superiores, suboficiales, médicos que daban la última inyección en vuelo, “invitados especiales” que daban “apoyo moral”, mecánicos, y hasta un cabo de Prefectura que entró en crisis cuando comprendió su misión.

En su declaración ante la Justicia en España y en entrevistas posteriores, Scilingo detalló que la orden para el primer vuelo se la dio el vicealmirante Adolfo Arduino, que murió impune. La columna desde la ESMA hasta Aeroparque la condujo el capitán Jorge Vildoza, prófugo eterno. Compartió el vuelo con el “teniente Vaca”, a quien identificó como el abogado Gonzalo Torres de Tolosa, que está libre, y con el capitán de navío Carlos Daviou, preso en Marcos Paz. Entre los tripulantes que permanecían en actividad, identificó al contraalmirante Basilio Pertiné, cuñado de Fernando de la Rúa, y al almirante Jorge Enrico, jefe del Estado Mayor Conjunto de Carlos Menem, que la semana pasada despidió desde un aviso fúnebre en La Nación a Diana Julio de Massot, directora del diario La Nueva Provincia. Entre los capellanes que sedaban las conciencias de los asesinos identificó a Luis Antonio Manceñido y Alberto Angel Zanchetta, sacerdotes en actividad de la Iglesia Católica, igual que el condenado Christian von Wernich.

También en 1995 dos guardias de Campo de Mayo admitieron que el Ejército recurrió al mismo método de desaparecer personas. El sargento Víctor Ibáñez confesó ante el periodista Fernando Almirón que “El Campito”, pegado a la cabecera de la pista del Batallón de Aviación 601, “era el lugar ideal para ocultar idas y vueltas de los aviones: nadie podía ver nada, el perímetro estaba vigilado por Gendarmería”. Dijo que vio subir “hasta ochenta personas” en un vuelo. Mencionó los aviones Twin-Otter, Fokker F27, Hércules y Fiat. En el Hércules viajaban dos pilotos, un ingeniero de vuelo, dos mecánicos y el comisario de a bordo, dijo. Los suboficiales se encargaban de buscar a los prisioneros. Los llevaban en camión hasta la pista, les decían que iban a blanquearlos y, con la excusa de una vacuna, les inyectaban un somnífero. “En menos de un minuto estaban como muertos”, agregó. El “grupo de eliminación” del Ejército también era rotativo, relató.

El suboficial Pedro Caraballo, que ingresó a Gendarmería como trompetista y terminó como guardia del “Campito”, relató ante la Asociación de Abogados que los secuestrados “eran llevados sin cadenas, encapuchados, hasta el avión”. Según la declaración, “les aplicaban inyecciones y caían al suelo, no sabe si vivos o muertos. Le contaron que arriba de los aviones les abrían la panza para que se hundieran rápidamente”. Los vuelos eran “todos los viernes”. A fines de 1977, Caraballo chocó con un auto robado por el Ejército y tuvo la mala idea de declararlo en la comisaría. “Usted es un pelotudo y va a ser castigado”, le advirtió el comandante de Gendarmería Horacio Domato, hoy prófugo. Le dieron de baja luego de dos años preso.

El segundo relato conocido de un marino que admitió su participación es el del suboficial Juan Lorenzo Barrionuevo. Contó Jeringa que un día se cansó de inyectar Pentonaval y pidió volar. “Tenía miedo de no animarme a empujar a la gente al vacío, pero me animé. Me sentía Dios, estaba en mi mano la vida o la muerte. Podía sentir la vibración de los cuerpos por los temblores que causa el miedo”, le confesó a un guardia del hospital de Ushuaia. Barrionuevo murió el año pasado, en libertad, a los 54 años.

El método también se aplicó en Rosario. Eduardo Constanzo, personal civil del Destacamento de Inteligencia 121, contó el año pasado ante el periodista José Maggi, de Rosario/12, que meses antes del mundial de fútbol de 1978 los secuestrados del centro clandestino La Intermedia fueron ejecutados uno por uno. Según consta en el documento con el que se elevó la causa a juicio, amontonaron los cadáveres en una habitación de la quinta, propiedad de la familia Amelong, y los desnudaron. Luego se ordenó “tapar los balazos con pedazos de trapos, porque los pilotos del Hércules se habían quejado” (sic). Los envolvieron en frazadas y los cargaron en un camión Mercedes Benz 608 que partió hacia el aeropuerto de Fisherton. “Los tiraron a la bahía de Samborombón, se los comieron los tiburones”, resumió Constanzo.

Página 12, 06 – 09 – 09

La Quinta Pata

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