Delfina Acosta
Al observar una flor de azahar cayendo sobre el pasto aún mojado (es pleno amanecer en algún lugar del mundo) y la brisa confundiendo su aliento con el viento que trae el aroma profundo del bosque con sus cuernos dibujados en la luna, algo en el alma del poeta se estremece, y canta, y expresa una suerte de oración o de celebración de la naturaleza.
Reginal Horace Blyth (1898 - 1964), en su obra (La historia del haiku), definió así esta forma poética tradicional japonesa: “El haiku es una especie de satori, o iluminación, por la cual penetramos en la vida de las cosas. Captamos el significado inexpresable de alguna cosa o hecho verdaderamente común que hasta entonces nos había pasado completamente desapercibido”.
El poeta Alfredo Pérez Alencart, en su libro Savia de las Antípodas, reúne una importante cantidad de esas “iluminaciones”.
¿Qué nos quiere decir ese pájaro pequeño y humedecido por la lluvia repentina, que canta sobre una rama de limonero, solitariamente?
¿Qué lenguaje habla, a pesar de su silencio, aquella flor de pétalos intensos, que se abren a la luz del día, y así, abiertos, esperan la consumación de sus días? Acaso nos dicen que la belleza, su belleza, es su sino trágico, pues en breve tiempo se deshojarán.
El autor de esta serie de iluminaciones es un descubridor innato de esas pequeñeces de la naturaleza, que otros individuos, arrastrados por su trajín diario, no ven, y otros, lentos y tardíos para reaccionar ante el lenguaje de la naturaleza, se quedan en la simple observación de la apariencia.
Detrás de la apariencia esplendente y majestuosa de la naturaleza, corre un río que tiene su afán de mar, pasa una gacela enamorada de la luna, alza vuelo ruidoso un águila, el ave por antonomasia, y toda la vida, en sus múltiples expresiones, alcanza un estado elocuente, parlanchín, gozoso, dulce y decidor infatigable de palabras bellas.
Veamos unos versos del poeta:
El oso panda tiembla de ternura.
Talan sus bosques.
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