El uso de la “política del oxímoron” por parte de los gobiernos de los países occidentales se ha vuelto sistemático (1). El oxímoron, figura retórica que consiste en yuxtaponer dos nociones contrarias, permite a los poetas hacer sentir lo indecible y expresar lo inexpresable; en boca de los tecnócratas, sirve más que nada para hacer pasar gato por liebre. La burocracia vaticana no escapa a la regla; incluso puede decirse que es ella quien la inauguró. En efecto, la Iglesia tiene una larga práctica en antinomias, desde los herejes quemados vivos por amor hasta las cruzadas y demás “guerras santas”. Benedicto XVI, con la encíclica Caritas in veritate (“El amor en la verdad”) firmada el 29 de junio de 2009, nos ofrece un nuevo ejemplo a propósito de la economía (2).
Para algunos religiosos (Alex Zanotelli, Achille Rossi, Luigi Ciotti, Raimon Panikkar, sin olvidar a los defensores la sulfúrea Teología de la Liberación), tanto como para Iván Illich o Jacques Ellul, la sociedad de crecimiento resulta condenable por su perversidad intrínseca, y no debido a eventuales desviaciones. Sin embargo, la doctrina del Vaticano no toma ese camino. Ni el capitalismo, ni la ganancia, ni la globalización, ni la explotación de la naturaleza, ni las exportaciones de capitales, ni las finanzas, ni por supuesto el crecimiento o el desarrollo son condenados en sí mismos; sus “desbordes” son los únicos culpables.
Lo que impresiona es la predominancia de la doxa económica por sobre la doxa evangélica. La economía, invento moderno por excelencia, es planteada como una esencia que no puede cuestionarse. “La esfera económica no es éticamente neutra, ni por naturaleza inhumana o antisocial” (p. 57). De allí se desprende que puede ser buena, al igual que todo lo que implica. Así, la mercantilización del trabajo no es denunciada ni condenada. Se nos recuerda que Pablo VI enseñaba que “todo trabajador es un creador” (p. 65). ¿Eso se cumple para la cajera del supermercado? La afirmación suena (¿por casualidad?) como el humor involuntario y siniestro de Stalin, que decía: “Con el socialismo, hasta el trabajo se hace más liviano”.
La encíclica da cuenta de un asombroso desarrollismo. La palabra “desarrollo” aparece 258 veces en 127 pequeñas páginas; un promedio de dos veces por página. Es cierto que se trata de un desarrollismo humanista: desarrollo “de cada persona”, “personal”, “humano” y “humano integral”, “verdaderamente humano”, “auténtico”, “de todo hombre y de todos los hombres” e incluso “un auténtico desarrollo humano integral” (p. 110). Se lo asimila al bienestar social, a “la solución adecuada para los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad” (p. 7).
Este entusiasmo no ha escapado a los partidarios del Papa, que extraen de él un argumento a su favor. “El ‘desarrollo humano integral’ es el concepto fundamental de toda encíclica, utilizado al menos 22 veces para ampliar el concepto tradicional de ‘dignidad humana’”, señala la académica británica Margaret Archer, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (3).
La vanagloriada deslocalizaciónSe observa incluso la fetichización/sacralización de esa noción: “Si el hombre […] no tuviera una naturaleza destinada a trascender, […] podría hablarse de aumento o evolución, y no de desarrollo”. El desarrollo de los pueblos es considerado una “vocación”. “El Evangelio –se nos dice– constituye un elemento fundamental del desarrollo”, porque revela al hombre en sí mismo. Por supuesto, con la precaución de Pablo VI, de quien se recuerda su encíclica Populorum progressio de 1967: “Los pueblos del hambre hoy interpelan dramáticamente a los pueblos de la opulencia” (p. 24), un guiño del Papa a la famosa fórmula de su predecesor: “El desarrollo es el nuevo nombre de la paz”.
Contrariamente a la desafortunada expresión de Pablo VI, sin embargo, el desarrollo no es el nuevo nombre de la paz, sino el de la guerra: guerra por el petróleo o por los recursos naturales en vías de desaparición. Desde el principio, el crecimiento y el desarrollo fueron emprendimientos agresivos: guerra contra la naturaleza, guerra contra la economía de subsistencia y contra lo que Iván Illich llama “lo vernáculo”. Mucho antes de que el presidente Eisenhower denunciara el complejo militar-industrial, la industria de la guerra se había convertido en industria del desarrollo forzado, y viceversa: los tractores reemplazaban a los tanques, los pesticidas a los gases de combate y los fertilizantes químicos a los explosivos. En el sentido inverso, el camino del decrecimiento volvía a ubicar la paz y la justicia en el centro de la sociedad. Pero ello implica una des-creencia: abolir la fe en la economía, renunciar al ritual del consumo y al culto del dinero. No para caer otra vez en la ilusión de una sociedad cuyo mal ha sido definitivamente erradicado, sino para construir una sociedad en tensión, que enfrente sus imperfecciones y sus contradicciones procurándose al mismo tiempo un horizonte de bien común en lugar de alentar el desencadenamiento de la avidez.
Pero no solo el Papa no eligió este camino, sino que además una pequeña frase parece apuntar directamente a los “objetores de crecimiento”: “La idea de un mundo sin desarrollo expresa una falta de fe en el hombre y en Dios” (p. 20). Se dan por ciertos todos los tópicos del desarrollismo: “El desarrollo ha sido y sigue siendo un factor positivo que sacó de la miseria a miles de millones de personas y que, finalmente, dio a numerosos países la posibilidad de convertirse en actores eficaces de la política internacional” (p. 30). Una afirmación superficial que posiblemente tomó de su “experto”, el economista Stefano Zamagni. Este último declaró en una entrevista a la revista Un Mondo possibile: “Aún teniendo en cuenta el crecimiento de la población, puede decirse que el porcentaje de pobres absolutos pasó del 62% en 1978 al 29% en 1998” (4). No queda claro de dónde sacó esas cifras. Si bien es cierto que, efectivamente, los informes del Banco Mundial hablan de una baja en el porcentaje estadístico de la pobreza absoluta (lo cual, de todas maneras, no quiere decir gran cosa) debido al efecto mecánico del crecimiento chino, se trata de una diferencia muy modesta, y no de ese descenso tan espectacular, ideal para alimentar las fantasías de los desarrollistas impenitentes. Zamagni debería recordar el “teorema” de Trilussa: cuando se pasa de una producción de dos pollos para dos habitantes, donde cada uno de los cuales produce uno, a cuatro producidos por uno solo, el promedio pasa de uno a dos, pero la mitad de la población se ve empobrecida.
Con caridad cristiana, habría sido más interesante recordar que en septiembre de 2008 el director general de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), Jacques Diouf, anunció que el número de personas hambrientas crónicas había pasado de 848 millones para el período 2003-2005 a 923 millones a fines de 2007. O incluso evocar las paradojas despertadas por la New Economics Foundation: desde hace algunos años, esta organización no gubernamental (ONG) británica establece un “índice de la felicidad” (“Happy Planet Index”) que invierte tanto el orden clásico del Producto Nacional Bruto per cápita como el del Índice de Desarrollo Humano (IDH).
Para Benedicto XVI la globalización aparece como algo bueno, así como el librecambio. Se acerca a posiciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyo ex director, Michel Camdessus, fue asesor de Juan Pablo II. En un libro intitulado Nuestra fe en este siglo, firmado en coautoría con Michel Albert y Jean Boissonnat, Camdessus ve en la globalización “el advenimiento de un mundo unificado y más fraternal”. Nuestros expertos cristianos incluso afirman: “La globalización es una forma laica de cristianización del mundo” (5).
Para ellos, la globalización sería “el motor principal para salir del subdesarrollo” (p. 50). Por eso “no hay razón para negar que cierto capital puede hacer el bien, si se lo invierte en el exterior antes que en la economía nacional” (p. 64). ¡La vanagloriada deslocalización! “Tampoco hay motivo para negar que las deslocalizaciones, cuando incluyen inversiones y formación, pueden ayudar a las poblaciones del país receptor” (p. 64).
Conforme a la doctrina de la OMC, se condena el proteccionismo de los ricos, que hasta sería el culpable de impedir que los países pobres exporten sus productos y accedan a las bondades del desarrollo; en pocas palabras, sería la causa de su pobreza. “La ayuda principal que necesitan los países en vías de desarrollo es que se permita y se favorezca la progresiva inserción de sus productos en los mercados internacionales, para posibilitar su plena participación en la vida económica internacional” (p. 98).
Ni una palabra sobre la injusticia o la inmoralidad del librecambio impuesto a los países pobres; alcanza con ayudarlos a adaptarse: “Por supuesto, es necesario ayudar a estos países a mejorar sus productos y a adaptarlos a la demanda” (p. 98). Incluso el turismo “puede constituir un notable factor de desarrollo económico y de crecimiento cultural” (p. 102). ¿Hay que interpretar que –siempre que no sea sexual– el turismo organizado es la prolongación de las peregrinaciones de San Pablo y los apóstoles?
“Ética” en todos los nivelesGracias a la confusión generada por la ideología dominante entre “mercados” y “mercado”, es decir entre el intercambio tradicional y la lógica de la omni-mercantilización, la economía del mismo nombre tampoco es condenada: “La sociedad no debe protegerse del mercado como si el desarrollo de este último implicara ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas”.
En cuanto a la destrucción del medio ambiente, el problema es en efecto mencionado, pero se lo evacúa con rapidez. Se apela in fine a una “gobernanza responsable respecto de la naturaleza para conservarla, aprovecharla y cultivarla también de formas nuevas y con tecnologías avanzadas, de tal suerte que pueda albergar dignamente y alimentar a la población que la habita” (p. 84). A la gracia de Dios y de la técnica: es un poco fácil.
Los desastres de la economía capitalista no justifican condena alguna para sus agentes. Responsables, sin duda; pero no culpables si es que el beneficio fue extraído “por un buen motivo”. Como con la tortura inquisitorial, la solución de la cuadratura del círculo entre la lógica económica y la ética cristiana radica sin duda en el “¡Que se haga sin odio!” de los manuales de los grandes inquisidores; sin odio e incluso con amor. La economización del mundo puede llevarse a cabo, pues, bajo el signo de la caridad: es la gran reconciliación entre Dios y Mammón.
La fábula de los intereses bien entendidos que favorece la maniobra aparece, por supuesto, minuciosamente detallada. “Hay una convergencia entre la ciencia económica y los valores morales. Los costos humanos también son siempre costos económicos” (p. 48). ¡Salvados! Se puede servir a dos amos. Y después todo debe bañarse en el agua bendita de los buenos sentimientos; el buonismo que Italia, influenciada por el poder temporal de la papidad, convirtió en especialidad propia. “La economía, en la práctica, necesita de la ética para funcionar correctamente” (p. 75). ¡Qué felicidad! Se lanza entonces un vigoroso llamado a la “responsabilidad social” de la empresa.
Y como ello puede no alcanzar, se introduce como refuerzo la cálida lógica del don y el perdón en las heladas aguas del cálculo económico (p. 5): “El principio de la gratuidad y la lógica del don como expresión de la fraternidad pueden y deben hallar lugar en el propio interior de la actividad económica normal” (p. 58). El sector sin fines de lucro, el tercer sector, la economía civil, se mencionan y se exaltan. “Es esta misma pluralidad de las formas institucionales de empresa la que engendrará un mercado a la vez civil y competitivo” (p. 78): siempre el mito de la buena acción/buen negocio. Como si la competencia promovida por Bruselas no hubiera ya logrado, al contrario, desmantelar lo que quedaba de la economía social y mutualista, así como una gran parte del sector público.
Al final, la condena de las injusticias y la inmoralidad de la economía mundial actual es más escasa que la del G20 de Londres o la del presidente francés, Nicolas Sarkozy, que denunció los “excesos” de las finanzas y del neoliberalismo y apeló a una moralización del capitalismo… O incluso la del presidente estadounidense Barack Obama, que fustigó la obscenidad de los bonos y las superganancias de los bancos. Habrá que creer que tenía razón el gran inquisidor de Dostoievski, en Los hermanos Karamazov, cuando le decía a Cristo: “Vete y no vuelvas…”
1 Bertrand Méheust, La Politique de l’oxymore, La Découverte, París, 2009.
2 Todas las citas de la encíclica se refieren a la edición italiana: Benedicto XVI, Caritas in Veritate, Librería Editora Vaticana, Roma, 2009. La traducción es nuestra.
3 Margaret Archer, “L’enciclica di Benedetto provoca la teoria sociale”, Vita e Pensiero, N° 5, Milán, septiembre-octubre de 2009.
4 “Caritas in veritate e nuovo ordine economico”, Un Mondo possibile, Treviso, N° 22, septiembre de 2009, pág. 6.
5 Michel Albert, Jean Boissonnat y Michel Camdessus, Nuestra fe en este siglo, Desafío, Santiago, 2004.
*Profesor emérito de Economía en la Universidad de Orsay (París), objetor de crecimiento. Autor, entre otros, del libro Le Temps de la décroissance (con Didier Harpagès), Thierry Magnier, París, 2010.
Le Monde Diplomatique, 24 – 08 – 10
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