Alicia Grinbank
En el hostal la cena se sirve temprano. Las ancianas alineadas tragan pastosos bocados bajo la luz opaca del comedor. Ágil, la asistente se desplaza entre las filas retirando algún plato, llenando otro. A esa hora el silencio cae adormilado, y el tintineo de la vajilla repercute más hondo que durante el almuerzo o la merienda. Poco a poco dejan la mesa: algunas se van arrastrando los pies con un andador o sostenidas por las mucamas.
Margarita, sin embargo, vuelve sola a su cuarto con el rostro iluminado: es la hora de la cita. Poco le importa la presencia de su compañera: sabe que el rato en que preparan a Luisa para acostarla, dura poco. Las píldoras de rigor, desvestirla, llevarla a orinar, ponerle el camisón, y la enfermera la despacha pronto a la cama. Luisa se sumerge en el sueño y los ronquidos con mansedumbre senil, mientras que las luces del hostal menguan aún más y el silencio se abre paso entre murmullos distantes o alguna demorada en queja.
Margarita y su hora. Sueña todo el día con ese momento. Menuda y orgullosa intenta desasirse de cualquier ayuda, siente que nadie debe tocarla, preparada como está para su cita infatigable.
Sentada en el borde de la cama suelta el rodete; el pelo en cascada sobre el camisón de lanilla le da un aspecto de vieja hada, huesuda y núbil. Mete sus dedos rugosos en el pote de crema de caléndula, se masajea el rostro y los brazos con delicadeza temprana, fervorosa. Luisa ronca en la cama de al lado, quieta como una momia; Margarita se tiende en la suya dejándose cubrir apenas con la frazada, por la enfermera de la noche.
Debajo de su almohada – latiente corazón – el pequeño grabador a pila. Una y otra vez escucha el cassette; el doctor Morales le ha enseñado con santa paciencia cómo usarlo: hacer la pausa, retroceder, adelantar la cinta.
Sólo entornar los ojos y los tangos comienzan a brotar sensuales, tristes, arrabaleros.
Leer todo el artículoComo todas las noches el Embassy, rutilante, se abre para ella.
Talle de figurín, Margot entra y una leve suspensión del aire corre entre las mesas. A toda orquesta los danzarines alegran los pasos, y algunas mujeres solas, inseguras, se “retocan” hundiendo el cisne en la polvera. Los hombres se cruzan miradas como estiletes ventajosos saboreando de antemano la cadencia y la cintura de Margot. Ella pasa grácil, platinada, sintiendo en las piernas el fragor del tango que se viene.
“Margot, tu amor me duele en el pecho” le susurra Eugenio mientras ella esmera un ocho bien marcado.
“El amor no duele, Eugenio, no seas exagerado,” – murmura su boca de carmín pegadita a la mejilla –, el amor es como este prendedor ¿ves?”
Y en el último compás se deshace de sus brazos, lo saca del escote y se lo entrega: “Tenés que saber mirar, Eugenio: si lo prendés bien el amor luce, mal puesto duele para siempre”.
Y ahí nomás, mientras un tango flor y flor hace cimbrar las lámparas del Embassy, Eugenio guarda en su bolsillo el prendedor de piedras facetadas.
Luisa deja de roncar, pero Margarita nada sabe de eso ahora: levemente inclinada la cabeza sobre la almohada, aprieta el grabadorcito sobre su oreja como si fuera una mejilla varonil que se le ofrece. Manan los tangos otra vez.
En el Embassy, ella es de armiño toda.
Buenos Aires helada, apenas algún tranvía yendo para el Bajo y nadie, aunque es sábado, se anima en la calle. Pero el Embassy destella: hace 5 años que se inauguró y esta noche es de fiesta. Los habitués tienen mesas reservadas, solo quedan libres una o dos al fondo, cerca de la escalinata de mármol blanco.
Margot entra sola y espléndida; en los ojos de los hombres, esta noche más que nunca, refulge el destello de las luces en sus cabezas engominadas.
Atraviesa el salón hacia su mesa, contoneante el terciopelo del vestido, los guantes negros hasta el codo resaltando de su piel el marfil tenue. Apenas los desliza de los brazos y los posa en la mesa junto al coqueto sombrerito, Argentino Ruiz se le planta delante con su intenso corpachón.
Toda la noche bailará en sus brazos, toda la noche la codicia de las piernas en la pausa estirada de los tangos. Sin beber, sin comer. Bailar y comer los cabellos de la sien, beber la mejilla ardida. Madrugada ya, solo ellos en la pista mientras los mozos levantan las mesas y el Embassy apaga su fulgor. Envuelta en Argentino Ruiz, Margot caminará casi a ciegas por las desoladas veredas de frío.
El lado 1 cesa y es abrupto el corte, Margarita se despega del grabadorcito, y se estira para espiar a Luisa que yace más quieta que de costumbre.
Se vuelve a recostar y con habilidad da vuelta el cassette. Pero poco escucha ahora… otra imagen sobreviene: Margarita, con su boina azul, en la mercería de Dolores.
“Si querés bailar tango teñite el pelo y cambiate el nombre, hacete llamar Margot” casi le ordenaba la mujerona.
Como si fuera un pequeño animal preciado con el que se sueña en la infancia, ella acariciaba el cuellito de encaje que hacía días la tentaba desde la vidriera. “Ese no, Margarita, para ir a bailar tango no se puede ser romántica…mirá esta cinta de strass, así se va a la milonga” atronaba Dolores con su voz.
De tanto en tanto Margarita necesita recordarse con la boina azul, evocar sus trémulas primeras veces y a los hombres que la amaron. Evocar también a aquellos otros, gavilanes obsecuentes, y a aquellas mujeres como sierpes envidiando su figura.
Pero deja ir esos recuerdos y vuelve a sus tangos que no han de abandonarla, vibrantes ya en el lado 2 del cassette.
Y remonta vuelo; lejos Margarita, muy lejos ya de Dolores, y muy lejos ya de Luisa y su quietud.
Allí en el Embassy, es la rubia Margot.
Y mientras la noche del hostal asola las habitaciones, ella vuelve a acariciar con los ojos, a prometer su cintura; vuelve a sentir el divino peso de las miradas en sus piernas; y en su talle la dulce presión de la mano del hombre.
*Del libro Estrip ganador del VI Concurso Nacional Macedonio Fernández
La Bodega del Diablo - Septiembre de 2010 - Año X - Número 104
La Quinta Pata
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