Alberto Atienza
Se fue el “Comandante” Lemos, el Rafael, con toda una enorme carpeta de viajes, vivencias y buenas manos para amigos y desconocidos. No hay que decir, como en las necrológicas tradicionales “dejó un vacío imposible de llenar” porque no es cierto. Toneladas de cariño, si es que los afectos pueden ser puestos en balanza, quedan en el alma de los que supieron de la grandeza y bondad que lo iluminaban.
Imposible olvidar su voz tonante, el atuendo de guerrillero: borceguíes, ajustada bombacha, ancho cinto, camisa vasta. La melena negra que le sobrepasaba los hombros, bigotes, barba recortada. Así se vestía en invierno y verano. Durante los días de democracia y en plena época de gobiernos militares. Y no lo metían preso porque al requerirlo de documentos, al interceptarlo una patrulla, él sacaba armas: su simpatía, el conocimiento de los lejanos lugares donde habitó. Se calzaba infaltables lentes clipper, subía a una reluciente camioneta último modelo y los perseguidores advertían que estaban ante un soldado de una armada distinta. Alguien que peleó siempre por el conocimiento de los pueblos, por la alegría. Cerveza en mano brindaba por los seres originarios de América a los que estudió en profundidad y a los que enalteció hasta el postrer segundo.
Tenía plata el “Comandante” y la gastaba bien. Vivió largo tiempo en la isla de Pascua. Se convirtió en parte de esa comarca de misterio. También residió en las márgenes del lago Titicaca, en una casita convertida en uno de sus hogares. Pronto la gente empezaba a quererlo, porque él no era un extranjero. Venía de la más poderosa patria, la del amor. Era aceptado más allá de credos y nacionalidades.
Uno de sus grandes amigos fue el legendario cura Contreras. Colaboró con materiales, en la construcción de la obra que dejó ese sacerdote, casi un santo, en el barrio La Gloria. Forestó el predio y le hizo una parrilla para que el religioso recibiera a sus amigos. De ideas totalmente opuestas, ambos encontraron el sendero de la amistad, del respeto. Ayudaba en silencio, con sus estudios y alimentos, a jóvenes y niños. Algunos, al fallecer Rafael, revelaron que sus vidas fueron bien encaminadas por esa suerte de ángel raramente caracterizado. Los paraba en la calle y les preguntaba: ¿A vos qué te pasa? ¿Por qué tenés esa cara? Vení, vamos a comer algo y conversamos?
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