domingo, 27 de marzo de 2011

Martín Alcaraz Campos

Sonnia De Monte

Dicen algunos por ahí que ahora el tiempo corre más rápidamente que un antes no tan lejano. Con asidero científico o no, suena hasta mágico y da gana de curiosear en nuestra propia experiencia para comprobarlo.

Nos lo enseñaba mi padre en el patio de la casa natal, en noches irreemplazables del verano sureño. Un rato acompañado por su armónica, otro rato por la “verdulera” inolvidable, que me parecía el misterio infinito de la música por ese modo de sonar nocturno y campechano, casi una serenata eterna a la vida. Con esos sonidos nos acompañaba el cuento. Aquel del tren, que pitaba en la armónica; aquel del gringo triste que cantaba sus villotas en las arenas, extrañando el mar, mientras abría y cerraba el fuelle por tratar de hacerle asomar olor marino.

Ayer, y parece que hace un rato, nada más, oímos contar una historia de una historia contada a su vez.

No había música ni músicos interviniendo ahí. Solo un gran silencio que sonaba como corazón esforzado, como un reloj de amanecer. Ni siquiera había un patio. Ni verano, que podía o no estar afuera. Es que estábamos en Tribunales Federales, en el juicio a los genocidas.

Ni el dolor tenía sonido. Era simplemente algo, que nos puso las palmas frías y húmedas, que nos estrujó los dedos con nuestras propias manos. No era la primera vez; venimos con las manos frías desde hace ya bastante tiempo, pero ayer (recién, hace un rato, un ratito nomás, ahora, diría) fue especial.

Es que se trataba de un niño. De un joven que contaba su propia historia de niño de la que no sabe, excepto por la narración de sus abuelos.

Los Alcaraz Campos fueron secuestrados una madrugada del año 1977 de su casa de Godoy Cruz. Y al decir Alcaraz Campos no hablo solo de una pareja; también se llevaron a Martín, de diez meses. Eso le contaron al Martín. Que pasado un día de desesperación, reclamos e incertidumbre, por la noche, muy tarde, algún puño golpeó la puerta de la casa de los abuelos. Y que, al abrir, vieron que habían dejado una caja de cartón con el Martín adentro, en la vereda. Eso le contaron.
Leer todo el artículo
Así nos lo narró también, con una entereza siempre al borde del llanto, el muchacho fuerte, moreno y triste. Ese muchacho con memoria.

Sus padres están, desde entonces, desaparecidos. Y, a pesar de no recordar, él lo sabe porque aprendió a escuchar la historia.

Cuando le preguntaron si él conocía de que su papá compartiera las ideas de su madre, sereno y veraz respondió, “Mi mamá tenía 20 años. No lo sé. Pero sí sé que mi papá era un gran compañero de mi mamá”.

Los ha reconstruido. Para él y para nosotros. Y lo cuenta y nos instiga a que lo volvamos a contar. Qué sé yo si le pondremos música como hacía mi propio padre a sus cuentos inventados de la vida real, pero escuchamos el corazón acomodándose y el reloj del amanecer calladito, para poder oír el mínimo crujido de la salida del sol.

Así como de las cosas viejas leídas y estudiadas, hemos aprendido que a los niños dejados en una canasta a las puertas abandonadas de razón, y abandonados, los apellidaban Expósito, supimos ayer, hace un rato nomás, que ya no es así. Martín es Alcaraz Campos, sin abandono. Como lo soñaron sus padres, por ejemplo.

Hemos recogido buena parte de estas historias en un libro que se llama Hacerse cargo. Con dificultades, con errores formales, con una largura de tiempo para publicarlo que contradice eso de que ahora sucede con más celeridad. Pero lo hicimos. Encontramos historias, reescribimos historias, reconstruimos historias. Desde los vivos y desde los muertos. Desde la memoria.

Los años, acelerados o no, se han venido pasando como al descuido en estos temas. Habrá que seguir cantando y contando, aunque duela tanto. Como serenata eterna a la vida.

Marzo 2011

La Quinta Pata, 27 – 03 – 11

La Quinta Pata

No hay comentarios :

Publicar un comentario