domingo, 27 de marzo de 2011

Me piden un homenaje a mi viejo…

Alfredo Guevara (h)

...Se me ocurre contar algunos episodios que me recuerdan las celebraciones del coraje que hace Galeano.

Era el año nuevo de 1974, toda la familia reunida, cuando exactamente a las 12 de la noche nos asustamos por el ruido de la bomba, más poderoso que los doble-mecha con las que hacíamos volar las latas de leche Nido. Recuerdo el ruido de las piedritas cayendo sobre las copas y que salimos desesperados por el pasillo. El único que mantenía la calma y nos contenía, era mi viejo.

Había que cuidarse de “las tres A”. Pero mi viejo colgaba orgulloso las amenazas de la pared de su estudio, al lado del retrato del “Che” Guevara que le regalaron unos militantes del MIR. Una revista de ultraderecha lo había tildado de ser el “soviet” mendocino, pero orgulloso reivindicaba sus inicios militantes con Cooke, su relación con Ortega Peña y otros de la legendaria “Gremial de Abogados”, su pertenencia a las FAR y luego de la fusión, a Montoneros. Esa organización lo sometería luego a “juicio revolucionario”, condenándolo al exilio, sentencia que nadie jamás se animó a hacerle cumplir.

“Esta hija de puta es la que metió preso a tu papá”, me dijo la abuela cuando en la TV en blanco y negro pasaron una propaganda con la figura de Isabelita y una música de Palito Ortega, alegre y pegajosa, que me hacía sentir mal. Si bien mi tío nos llevaba todos los domingos a ver los partidos de La Academia – que hacía un buen campeonato – no podíamos espantar la sensación de tristeza que nos quedaba después de pasar por la calle Boulogne Sur Mer a saludar al papi, que “no podía venir con nosotros”, pero siempre alegre y fuerte en la visita.

Después vino el exilio. En Lima, el mar estaba cerca, mi viejo se metía como si lo conociera de toda la vida, yo le tenía miedo a las olas. También estaban cerca los militares argentinos. El plan Cóndor nos llevó a conocer la laguna de Guacachina en medio del desierto mientras allanaban el departamento del barrio San Isidro y desaparecía otro abogado argentino durante la visita de Videla. Años después, le pregunté a mi viejo por qué nos habíamos ido a Perú, y me contestó que tenía prohibido salir a un país limítrofe, y Perú era lo más cerca de Argentina que podía estar.

“Allá también se juega al fútbol”, dijo mi viejo cuando volamos juntos a México, un día antes de cumplir 12 años, y antes de perder nuestro nuevo VW escarabajo en las enormes playas del estadio Azteca. El Distrito Federal nos impresionó a todos.
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Cuautemoc y Moctezuma, la Malinche, Emiliano Zapata y Benito Juárez, se mezclan en el recuerdo con los asados de Valle de Bravo, Acapulco, la casa argentina. Allí mi viejo hinchó en soledad por Holanda en la final del 78 y se opuso a la aventura malvinense de la dictadura. Discutió con Abal Medina, insistiendo en que la primera Unidad Básica en el exilio se denominara “11 de Marzo”. Ejerció la docencia y se formó junto al exilio latinoamericano de las derrotas y las victorias. Pero nunca dejó de leer los diarios argentinos, de reunirse con sus compañeros. Tenía insomnio, quería volver.

Mi viejo hablaba de “derrota histórica”, pero cuando bajó las escaleras del avión en El Plumerillo y vio a un grupo de compañeros con banderas para recibirlo, comenzó un lento proceso para comprender realmente las consecuencias del terrorismo de Estado. Fue el primer abogado de las “Madres”, todavía en su oficina cuelga el pañuelo que le regalaron. Peleó todas las batallas, con mayor o menor éxito, siempre en desventaja, denunciando a los cómplices de la dictadura, las “AAA” y el vaciamiento político e ideológico que negaba toda continuidad a las ideas revolucionarias en la etapa post-dictatorial. Defendió tanto a los militantes del MIR que resistían a Pinochet, como a los familiares de Guardati o Bordón. Denunció a Miret y Romano cuando en 1986 contaban con el apoyo de todos. Defendió a los “hijos de los compañeros” de los sectores populares. Alguien le regaló un diploma que lo elogiaba por defender “causas perdidas”. Sufrió también en democracia atentados y amenazas que jamás lo intimidaron. La bronca de sus enemigos de siempre se tradujo en una pintada en su estudio, al día siguiente de su muerte.

El coraje de mi viejo y su férrea voluntad pueden advertirse al leer el texto de uno de sus escritos denunciando a Miret y Romano: “...Este escrito se formula mientras fuerzas policiales revisan mi estudio, por la presunta existencia de una bomba, denunciada anónimamente. No es la primera vez que fundamos recursos en estas condiciones y no es la primera vez ni será la última, que defendemos los intereses de nuestros clientes, solo para tranquilidad de nuestra conciencia, como dijera una vez Lisandro de la Torre”.

A diferencia de lo que algunos suponen, mi viejo no tenía una gran fortuna. Su más importante legado está en el reconocimiento de tantos que me lo recuerdan día a día. Por eso este 24 de marzo, además de recordar a nuestros treinta mil desaparecidos no puedo evitar recordar a mi querido viejo, al que siento acá, conmigo, con nosotros.

Río de Palabras, 24 – 03 – 11

La Quinta Pata

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