Ángel Bustelo
No sabían qué hacer para sacarlo de esa tristeza que lo carcomía. No porque él dijera algo o se quejase. Era el silenciero: se bastaba a sí mismo, se alimentaba de su propia entraña. Sus ojos reflejaban una placidez extraña. Sus ojos reflejaban una placidez extraña, cual si fuera un alma en estado de inmovilidad, como puede ser el estado de éxtasis o el nirvana, si se cortan los hilos del telambre y los nervios se aquietan flotando en el aire. Se confunden los fríos del invierno con los toscos carbones del verano.
En La Plata no existen tiempos intermedios. Tierra que se robó a la pampa y reclama su antiguo poderío, arrancando vientos, desabrochando tempestades. Como si el mismo río epónimo reclamara airado el extenso dominio que nadie disputaba, sin astilleros ni barcos limitándole los brazos y el olor a brea, a madera desconchada, a carnes descompuestas; el frigorífico y sus chimeneas, frituras de pescados y anzuelos desvaídos. Pero también muchachas en flor recomponiendo el paisaje de las playas de Punta Lara o La Magdalena.
Suetonio había triunfado de las acechanzas del tiempo. Miraba de costado, no de frente, estático y sin lumbre, asceta de convento y aire de monje en cautiverio, las “auras celulares” que describe Umberto Eco en El nombre de la rosa. Los compañeros del pabellón y los del patio se preocupaban de cómo asistir a esta alma en pena y alejarla de sus tribulaciones.
La garrulería en el patio se extendía como una ola mansa. Se formaban los grupos, según ideas u costumbres afines. Luego de varias vueltas a la noria, a paso rápido, pero no corriendo, se restregaban las manos y los pechos en tiempo invernal o desnudaban medio torso a la escondida para recibir sol de La Plata – flaco para el mendocino acostumbrado al suyo – obeso lanzador de rayos.
Se juntaban cinco o seis – podían ser diez – se iban sentando haciendo rueda para una partida de ajedrez, damas o dominó, hasta alcanzar campeonatos teñidos de leyenda. Tras cavilaciones, se pensó en pedir a Suetonio que diera charlas de literatura en el recreo más largo – el de la tarde (cuando lo había) – y se logró, ¡oh milagro!, conformidad del disertante, no sin vencer reticencias y postergaciones.
Para disimular el acto infraccionario, evadiendo los ojos de águila de los guardias, se movían las fichas del tablero, mientras el profesor desarrollaba el tema, interrumpido por preguntas que dieran movimiento, y así poder despistar. Es que la perorata estaba prohibida, y la vez que hubieran supuesto algún líder, el peso de la punición habría sido increíble.
Suetonio dio sus lecciones en temas de interés, como quien maneja diestramente su oficio y contestaba ricamente las preguntas. Pero no se logró un debate animado. Los de la rueda eran profesores de psicología y de artes, de la Universidad de Bahía Blanca, con alto nivel de cultura, conocedores de artículos y sus implicancias. Pero la tristeza del profesor emanaba de cada palabra que pronunciaba, de sus concepciones y de sus ideas. Nada que ver con los textos de sus cuentos y novelas ejemplares. Era la palabra de un vencido por la vida, de la que quedaban rescoldos de la antigua hoguera. Con mirada desvaída recorría el entorno. Y a todos les parecía escuchar una voz interior y lastimera que rogaba: - “Dispensen; dejen que calle. Cuando se muere el futuro, lo acertado es el silencio.
El silenciero cautivo, 1988, págs. 19 – 20
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