Se nos dice a cada rato que vivimos en el medio de una crisis de la deuda, y que todos tenemos que compartir la carga y ajustar los cinturones. Todos, es decir, menos los (muy) ricos. La idea de hacerles pagar más impuestos es tabú: si lo hacemos – continúa este pensamiento – los ricos no tendrán incentivos para invertir, se crearán menos empleos y todos sufriríamos. La única manera de salvarnos de peores situaciones es que los pobres se tornen más pobres y los ricos más ricos. ¿Qué deberían hacer los pobres? ¿Qué
Aunque los disturbios en el Reino Unido se desencadenaron por el sospechoso asesinato de Mark Duggan, todo el mundo está de acuerdo que expresan un descontento más hondo - ¿Pero de qué clase? Así como en la quema de autos en las
[barrios marginales] de París de 2005, los revoltosos del Reino Unido no tienen ningún mensaje que ofrecer. (Hay un claro contraste con las masivas movilizaciones estudiantiles inglesas de noviembre de 2010, que también recurrieron a la violencia.) Por esto es que resulta difícil concebir a los revoltosos del Reino Unido en términos marxistas como una instancia de la emergencia de un sujeto revolucionario; se asemejan mucho mejor a la noción hegeliana de “escoria”, aquellos organizados fuera del espacio social, que pueden expresar su descontento solo por medio de irracionales arrebatos de violencia destructiva – lo que Hegel llamó “negatividad abstracta”.
Hay un viejo cuento acerca de un trabajador sospechado de robar: todas las noches, al dejar la fábrica, la carretilla que lleva con él es cuidadosamente inspeccionada. Los guardias no encuentran nada; siempre está vacía. Finalmente cae la ficha: lo que el trabajador está robando son las mismas carretillas. Los guardias se perdían la obvia verdad, así como los comentaristas de los alborotos ingleses también lo han hecho. Se nos dice que la desintegración de los regímenes comunistas al principio de los noventa señalaron el fin de la ideología: el tiempo de los proyectos ideológicos a gran escala que culminan en catástrofe totalitaria se acabó; que hemos entrado en una era de política pragmática y racional. Si el lugar común de que vivimos en una era post-ideológica es verdadero en algún sentido, se puede ver en los recientes arrebatos de violencia. Esta fue la protesta en grado cero, una acción violenta que no reclama nada. En su desesperado intento de encontrar un significado a las revueltas, los sociólogos y los editorialistas confundieron respecto al enigma que las revueltas presentaron.
Los manifestantes, aunque desfavorecidos y de hecho socialmente excluidos, no vivían al borde de la hambruna. Gente en peores estrecheces materiales, y ni hablar de opresión ideológica y física, han sido capaces de organizarse en fuerzas políticas con una agenda clara. El hecho de que los revoltosos no tuviesen un programa es, en efecto, un hecho digno de ser interpretado: nos dice bastante acerca de nuestros aprietos político-ideológicos y acerca la clase de sociedad en que habitamos, una sociedad que celebra la elección pero en la que la única alternativa disponible para hacer respetar el consenso democrático es un ciego frenesí. La oposición al sistema ya no se puede articular en la forma de una alternativa realista, ni siquiera como un proyecto utópico, sino que solo puede tomar la forma de una rabia sin sentido. ¿Cuál es el punto de nuestra celebrada libertad de elección cuando la única elección es adaptarse a las reglas o la violencia (auto) destructiva?
Alain Badiou ha argumentado que vivimos en un espacio social que se siente cada vez más como “sin mundo”: en este espacio, la única forma que la protesta puede adoptar es la violencia sin sentido. Tal vez este es uno de los principales peligros del capitalismo: a pesar de que en virtud de ser global abarca el mundo entero, sostiene una constelación ideológica “sin mundo” en que la gente se encuentra privada de sus modos de localizar sentido. La lección fundamental de la globalización es que el capitalismo puede adaptarse a todas las civilizaciones, de la cristiana a la hindú, a la budista, del occidente al oriente: no hay “visión de mundo” capitalista ni propiamente “civilización capitalista”. La dimensión global del capitalismo representa la verdad sin sentido.
La primera conclusión a sacarse de las revueltas es, por lo tanto, que tanto las reacciones de los conservadores como las de los liberales hacia el inconformismo son inadecuadas. La reacción conservadora fue previsible: no hay justificación a tal vandalismo; se deben utilizar todos los medios necesarios para restaurar el orden; para evitar explosiones futuras de este tipo no necesitamos mayor tolerancia ni asistencia social sino más disciplina, trabajo duro y sentido de la responsabilidad. Lo que está equivocado en este relato es no solo que ignora la situación social desesperada que empuja a los jóvenes a arrebatos violentos sino, quizá más importante, que ignora el modo que estos arrebatos reflejan las premisas escondidas de la misma ideología conservadora. Cuando en los noventa los conservadores lanzaron su campaña, “de vuelta a lo básico”, su complemento obsceno fue revelado por Norman Tebbitt: “el hombre no es solo un animal social sino territorial; debe ser parte de nuestra agenda satisfacer esos instintos básicos de tribalismo y territorialidad”. Esto es lo que “de vuelta a lo básico” era en realidad: la liberación del “instinto básico” del bárbaro. En los sesenta, Herbert Marcuse introdujo el concepto “desublimación represiva” para explicar la “revolución sexual”: el impulso humano puede ser desublimado, permitirle rienda suelta y aun así ser sujeto del control capitalista – a saber, la industria pornográfica. En las calles británicas, durante los disturbios, lo que vimos no fueron hombres reducidos a “bestias” sino la forma desnuda de la “bestia” producida por la ideología capitalista.
Mientras tanto, los liberales de izquierda, no menos previsibles, continuaron adheridos a sus conocidos programas sociales e iniciativas de integración, cuyo descuido ha privado a segundas y terceras generaciones de inmigrantes de perspectivas sociales y económicas: los arrebatos violentos constituyen los únicos medios de articular su insatisfacción. En vez de complacernos en fantasías de revancha, deberíamos hacer el esfuerzo de entender las causas profundas de la furia. ¿Podemos siquiera imaginarnos qué significa ser un joven pobre, en una zona multirracial, a priori sospechoso y acosado por la policía, no solo desempleado sino imposible de emplear, con ninguna esperanza de futuro? La implicación es que las condiciones en que se encuentran hacen inevitable que tengan que tomar las calles. El problema con este recuento, sin embargo, es que solo hace una lista de las condiciones objetivas de las revueltas. Causar disturbios es hacer una declaración subjetiva, implícitamente declarar cómo uno se relaciona con sus propias condiciones objetivas.
Vivimos en tiempos cínicos, y es fácil imaginarse a un manifestante que, prendido en el acto de saqueo y quemando una tienda, al preguntársele sus motivos, conteste en el lenguaje utilizado por asistentes sociales y sociólogos, citando la disminución de la movilidad social, los elevados índices de inseguridad, la desintegración de la autoridad paterna, la carencia de amor maternal en su infancia. Él sabe lo que hace; luego, lo hace de todas maneras.
No tiene sentido considerar cuál de estas dos reacciones, la conservadora o la liberal, es la peor: como Stalin lo hubiera dicho, las dos son peores, y esto incluye la advertencia dada por las dos partes de que el real peligro de estos disturbios reside en la previsible reacción racista de la “mayoría silenciosa”. Una de las formas que tomó esta reacción fue la actividad tribal de las comunidades locales (turcas, caribeñas, sikhs) que pronto organizaron sus propias unidades de vigilancia para proteger sus propiedades. ¿Son los comerciantes una pequeña burguesía defendiendo su propiedad contra una genuina, aunque acaso violenta, protesta contra el sistema?; ¿o son los representantes de la clase trabajadora, peleando contra las fuerzas de la desintegración social? Aquí también uno debería rehusarse a la exigencia de tomar parte. La verdad es que el conflicto fue entre dos polos de los desfavorecidos: los que han tenido éxito en su funcionamiento dentro del sistema contra los que están muy frustrados en seguir intentándolo. La violencia de los revoltosos fue casi exclusivamente dirigida contra otros de la misma clase. Los autos quemados y las tiendas saqueadas no se hallaban en los barrios de los ricos sino en los barrios de los revoltosos. El conflicto no es entre partes diferentes de la sociedad, entre aquellos que lo tienen todo y los que no tienen nada que perder; entre los que no se juegan nada en su comunidad y los que lo tienen en juego todo.
Zygmunt Bauman caracterizó los disturbios como actos de “consumidores defectuosos y no calificados”: más que nada fueron la manifestación de un deseo de consumo violentamente llevado a cabo cuando fueron incapaces de hacerlo del “modo apropiado”: comprando. Como tal, también contienen un momento de protesta genuina en la forma de una respuesta irónica a la ideología consumista: “Ustedes nos llaman al consumo mientras simultáneamente nos privan de los medios para hacerlo como corresponde – entonces ¡aquí estamos haciéndolo de la única manera que podemos! Las revueltas son una muestra de la fuerza material de la ideología – demasiado, quizá, para la sociedad post-ideológica. Desde un punto de vista revolucionario, el problema con los disturbios no es la violencia como tal sino el hecho de que esta violencia no está verdaderamente segura de sí misma. Son una rabia y una desesperación impotentes enmascaradas como una demostración de fuerza; son una envidia enmascarada como un carnaval triunfante.
Los disturbios deberían ser situados en relación a otros tipos de violencia que la presente mayoría liberal percibe como una amenaza a nuestro modo de vida: ataques terroristas y atentados suicidas. En ambas instancias, la violencia y la contra violencia se encuentran atrapadas en un círculo vicioso, cada una generando las fuerzas que trata de combatir. En ambos casos lidiamos con un ciego
passage à l'acte [impulso], en que la violencia es una admisión implícita de impotencia. La diferencia es que, en contraste con los disturbios del Reino Unido o París, los ataques terroristas se llevan a cabo en el servicio del Significado Absoluto provisto por la religión.
¿Pero no fueron les levantamientos árabes un acto colectivo de resistencia que evitaron la falsa alternativa de la violencia autodestructiva y del fundamentalismo religioso? Desafortunadamente, el verano egipcio de 2011 se recordará como la marca del final de la revolución, un tiempo cuando el potencial emancipatorio fue sofocado. Sus sepultureros son el ejército y los islamistas. Los contornos del pacto entre el ejército (que es el ejército de Mubarak) y los islamistas (que estuvieron marginalizados en los primeros meses de las convulsiones pero que ahora ganan terreno) son cada vez más claros: los islamistas tolerarán los privilegios materiales del ejército y a cambio asegurarán la hegemonía ideológica. Los perdedores serán los liberales pro-occidentales, muy débiles – a pesar del financiamiento de la CIA que reciben – para “promover la democracia”, como así también los verdaderos agentes de los eventos de la primavera, la emergente izquierda secular que ha estado tratando de organizar una red de organizaciones de la sociedad civil, desde sindicatos hasta grupos feministas. El rápido empeoramiento de la situación económica va, más temprano que tarde, a llevar a los pobres, que estuvieron en gran parte ausentes de las protestas primaverales, a las calles. Es probable que haya una nueva explosión, y la pregunta complicada para los sujetos políticos de Egipto es ¿quién va a tener éxito en liderar la ira de los pobres? ¿Quién va a traducirla en un programa político: la nueva izquierda secular o los islamistas?
La reacción predominante en la opinión pública de occidente al pacto entre islamistas y el ejército será sin duda una muestra triunfante de sabiduría cínica: se nos dirá que, como en el caso (no árabe) de Irán dejó en claro, las convulsiones populares en los países árabes siempre terminan en un islamismo militante. Mubarak aparecerá como que fue el mal menor – mejor diablo conocido que emancipación por conocer. Contra tal cinismo uno debería mantenerse incondicionalmente leal al núcleo emancipatorio radical de los levantamientos egipcios.
Pero también deberían evitarse la tentación del narcisismo de la causa perdida: es muy fácil admirar la belleza sublime de los levantamientos condenados a fracasar. La izquierda de hoy enfrenta el problema de la “negación determinada”: ¿qué nuevo orden debería reemplazar al viejo luego de los levantamientos, cuando el entusiasmo sublime del primer momento ha pasado? En este contexto, el manifiesto de los indignados españoles, lanzado después de las manifestaciones de mayo, es revelador. Lo primero que llama la atención es el tono apolítico: “algunos de nosotros nos consideramos apolíticos, otros conservadores. Algunos de nosotros somos creyentes, otros no. Algunos de nosotros tenemos ideologías claramente definidas, otros somos apolíticos, pero estamos todos preocupados y enojados con el panorama político, económico y social que vemos a nuestro alrededor: corrupción en los políticos, hombres de negocio, banqueros, que no dejan indefensos, sin voz”. Ellos realizan sus protestas de parte de “las verdades inalienables a las que nosotros debemos atenernos en nuestra sociedad: derecho a la vivienda, empleo, cultura, salud, educación, participación política, libre desarrollo personal y derechos para consumir para tener una vida saludable y feliz”. Rechazando la violencia, ellos abogan por “una revolución ética. En lugar de colocar el dinero por encima de los seres humanos, lo debemos poner de vuelta a nuestro servicio. Somos gente, no productos. Yo no soy un producto de lo que compro, de por qué lo compro ni de a quién se lo compro”. ¿Quiénes serán los agentes de esta revolución? Los indignados desechan la clase política entera, derecha e izquierda, por corrupta y por estar controlada por la lujuria del poder, aunque el manifiesto de todas maneras consiste de una serie de exigencias dirigidas - ¿a quién? No a la gente misma: los indignados (todavía) no reclaman que ningún otro va a hacerlo por ellos, que ellos mismos tienen que ser el cambio que ellos quieren ver. Y esta es la debilidad fatal de las protestas recientes: expresan una ira auténtica que no es capaz de transformarse en un programa positivo de cambio sociopolítico. Expresan un espíritu de revuelta sin revolución.
La situación en Grecia luce más prometedora, probablemente debido a la reciente tradición de auto-organización progresiva (que desapareció en España luego de la caída del régimen de Franco). Pero aún en Grecia, el movimiento de protesta muestra los límites de la auto-organización: los manifestantes sostienen un espacio de igualitaria libertad sin autoridad central para regularla, un espacio público donde a todos se les da la misma medida de tiempo para hablar y demás. Cuando los manifestantes empezaron a debatir qué hacer a partir de ahora, cómo ir más allá de la mera protesta, el consenso mayoritario fue que lo que se necesitaba no era un nuevo partido o un intento directo de tomar el poder del estado, sino un movimiento cuyo objetivo fuese ejercer presión sobre los partidos políticos. Esto claramente no es suficiente para imponer una reorganización de la vida social. Para hacer tal cosa se necesita un organismo fuerte capaz de tomar decisiones rápidas e implementarlas con toda la severidad necesaria.
London Review of Books, 19 – 08 – 11
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