domingo, 21 de agosto de 2011

Tenemos infancia

Viviana Demaría y José Figueroa

Un médico le recetó prohibirme los libros durante cuatro o cinco meses. Lo cual fue un sacrificio tan grande que mi madre, una mujer sensible e inteligente, me los devolvió.
Julio Cortázar

La cuchara
El Código Sangriento, que así se llamó al código penal inglés imperante durante el siglo XIX, registraba más de 300 figuras que contemplaban la pena de muerte como condena. Obviamente que los hechos eran de lo más variados y excéntricos. Sólo así fue posible justificar que en 1801, Andrew Brenning, con apenas 13 años, fuera ahorcado por irrumpir en una casa y robar una cuchara.

Tizas de colores

El niño mira hipnotizado los colores. El vidrio está roto y eso permite observar con nitidez el rojo, el amarillo, el azul. Son hermosos. Él ha visto esos colores, pero a la distancia. Día tras día el niño carga con la canasta del reparto y pasa frente a la escuela. Casi siempre ve a la maestra escribir con el blanco inmaculado de la tiza. Cuánto quisiera él poder llegar a su casa sucio de tiza en vez de sucio de tierra o barro o carbón o… Otras veces, las menos, pero sí las algunas, la maestra invita al arco iris a pasearse por la pizarra. Y cada color cobra vida. Le sonríe. Y él, desde la calle, lo desea como quien ambiciona un tesoro.
Por eso, cuando ese día vio la vidriera rota de la tienda y reconoció las tizas de colores allí, dispuestas como una ofrenda, absolutamente a su alcance, el niño no dudó. Las tomó, las miró, las olfateó, transformó su cuerpecito en una pizarra viviente dibujándose cada rinconcito con tizas de colores. Y mientras en eso estaba, absorto y extático, el largo brazo de la ley – que a esos lugares sí llega – lo trajo de regreso a este mundo que nada sabe de arco iris de tiza. Fue así que en 1833 un niño de 9 años fue condenado a la horca por haber robado, a través de una vidriera rota, unas tizas de colores.

Mary Ellen
Mary Ellen, una niña nacida en 1866, era objeto de malos tratos por parte de sus padres, quienes, incluso, le clavaban tijeras y la mantenían atada a una cama. Los padres reafirmaban su conducta, basándose en que eran dueños de la niña. Alertada por los vecinos, una trabajadora de la caridad tuvo conocimiento del caso. Su denuncia ante los tribunales fue en vano. No había legislación que contemplase la posibilidad de proteger a un niño frente a la crueldad de sus padres. Sí había, una ley que protegía a los animales. La trabajadora de la caridad buscó la ayuda de la Sociedad Americana para la Prevención de la Crueldad con los Animales. Ante los tribunales argumentó que, dado que Mary Ellen era parte del reino animal, debería aplicársele la ley contra la crueldad con los animales y dispensársele en consecuencia la misma protección que a un perro. El resultado fue que en 1874 se dictó por primera vez en la historia una sentencia condenatoria contra unos padres por haber maltratado a un hijo suyo. Algún tiempo después se fundó en los Estados Unidos la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Niños.

Animalitos del Señor
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Estas historias ponen de manifiesto de modo explícito algo que pertenece claramente al orden sociohistórico, a las conquistas de la cultura y al triunfo de la política. Algo que siempre fue visto como naturalizado pero que la presencia de la Convención Internacional de los Derechos del Niño – no sin conflicto – vino a desenmascarar y a ubicar en el registro que le es pertinente. Esto es: niños hubo siempre; infancia hace muy poco.

La infancia existe como tal desde el año 1989, momento en que Naciones Unidas aprobó la Convención Internacional de los Derechos del Niño. El mundo se tomó diez años de arduas deliberaciones, una década, para lograr ponerse de acuerdo en algo que aun hoy resulta de difícil trámite porque está obstruido por lo imaginario. Esto es: que la niñez no es una etapa preparatoria para la adultez o un estado de carencia respecto de otro estado de plenitud. Este es el gran intríngulis respecto de la infancia: discernir y acordar que la infancia es una forma de ser persona y tiene igual valor que cualquier otra etapa en la vida.

Dicho de otro modo, los derechos no son algo que exista ya dado en la naturaleza, son una creación histórica y por ello, contingente. En torno a ello, la pregunta relevante no es ¿qué derechos tiene esta criatura? sino ¿qué derechos queremos que tenga? Y esto significa realizar la pregunta desde el ámbito de la política. En ese sentido, la Argentina, fue pionera en instalar la pregunta desde su arista política, sumándole valor a través de la labor incansable de Abuelas.

En los tiempos oscuros de la humanidad, la política no ingresaba en la vida de las comunidades. Es por ello que eran absolutamente incuestionables los preceptos de la iglesia católica. Aquella idea de que las mujeres no tuviesen alma, por ejemplo, o que el alma tardaba cierto tiempo en encarnar en los niños. Como se verá, estar dotado de humanidad requería demasiadas condiciones. Hasta que en el siglo XIII Francisco de Asís – despojándose voluntariamente de aquello que el Vaticano vorazmente acaparaba con celo – reveló la ligazón entre la tierra y el cielo. Y lo hizo a través del enlace entre las nociones Dios – Niño. Si el Dios de los cristianos había habitado el tiempo de la niñez, promoviendo la adoración del niño mediante la creación del ritual del pesebre, culminaría revalorizando la situación de todos los niños de la tierra.

De otro modo, en la edad media, solo se atribuían derechos a grupos reducidos de seres humanos. En el siglo XVIII la idea de conceder derechos a todos los hombres no fue para los revolucionarios franceses una insensatez. De hecho, en 1791 Thomas Paine escribió la obra clásica Los derechos del hombre. Pero cuando al año siguiente, Mary Wollstonecraft publicó su Reivindicación de los derechos de las mujeres se produjo una fuerte fisura. La tesis de que las mujeres pudieran tener derechos fue vivida como un exceso.

En definitiva, los derechos del hombre del siglo XVIII eran (como en la democracia ateniense clásica) los derechos del ciudadano varón y libre. Por ello, los derechos de las mujeres, de los animales – y en analogía con estos últimos, los de la infancia – no serían tomados en serio hasta bien entrado el siglo XX.

Es así que advertimos que en cada época hay lo que podríamos llamar la frontera de la moral, es decir, aquellas reivindicaciones morales nuevas sobre las que no hay consenso alguno (más bien parecen ridículas a las mayorías tradicionalistas), pero sobre las que se discute activamente. Por ejemplo, a principios del siglo XX, la frontera de la moral pasaba por la extensión de los derechos a las mujeres. La pretensión de que las mujeres pudieran votar era objeto de desprecio.

Volviendo entonces a nuestra pregunta ¿qué significa crear un derecho para algo o alguien? Significa instalar la política en el centro de la vida cotidiana. La política como preguntas, como prácticas y procedimientos alimentados del espíritu garantista de la constitución.

Solo así es comprensible que en este novedoso siglo XXI podamos decir que la naturaleza, los animales y los niños pueden tener derechos sin tener obligaciones.

Por todo esto hoy les decimos ¡Feliz día del niño! (In Memorian)






La Quinta Pata

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