domingo, 14 de agosto de 2011

Uspallata

Hugo De Marinis

Sesgo
Hace unos años una hermana mía y su marido nos proponen a mi compañera y a mí comprar un terreno en San Alberto, un ex lugar de los milicos, escondido, a unos 20 kilómetros de la villa de Uspallata, casi en estado natural y con vistas montañosas espectaculares hacia los cuatro puntos cardinales: un regalo del paraíso para quien se proponga descansar fuera del mundanal ruido.

Aunque no me doy del todo con la naturaleza, reconozco la seducción del paisaje, y me meto. Repartir la edad mayor – por suerte lejana pero no tanto – entre la ciudad de Mendoza y este paraje es a más de burgués, tentador. Y si no es así, tengo algo que pasar a mi heredero. O puedo vender a un buen postor que no se resiste a la maravilla de este milagro geográfico. Si bien no me considero un negociante, creo poseer ideas aceptables sobre el asunto. De todos modos, jamás he logrado llevar a buen puerto ningún negocio. Si mi tierra en San Alberto constituye eso, vaya a saber si resulta de una vez el espaldarazo que por fin me catapulte.

Aparece San Jorge. Cualquier valor acumulado del terreno en un par de abriles se vuela en dirección contraria a las futuras emisiones de cianuro y otros químicos propios de la megaminería a cielo abierto. A pesar de la amenaza minera, mi hermana insiste en que a la compartida “tierrita”, como ella le llama, se le puede encontrar algún futuro. Por eso, no hay vez que realice mi visita anual al terruño mendocino que no me invite a apreciar las presuntas bondades de nuestra propiedad y sus alrededores.

Aventura
Ya en el valle montamos en su rojo vehículo y emprendemos la marcha hacia el norte, camino a la Barreal sanjuanina.

Primera sorpresa: una tan sospechosa como flamante ruta 39, construida con el socorro nacional para un recorrido demasiado aislado y recóndito, que el jueves 14 de julio a eso de las 16:00 no convoca casi nada de tráfico.

Segunda: el silencio de la increíble inmensidad que nos rodea nos invita a más silencio aún. Nos encontramos todavía con la 39 asfaltada, y hallamos un par de edificaciones locas que ofrecen servicios impensables, seguro que para turistas norteamericanos o noreuropeos. Un humito blanco se ve en la otra punta. Después se transforma en un camión que viene en sentido contrario con el acoplado lleno de piedras y cuyo conductor – pensamos – nos echa una mirada tan extraña como nosotros a él.
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Llegamos a unos terrenos cercados que llaman la atención. Observamos el nombre “Tambillos” y bajamos a comprobar que esta que ahora pisamos es una posta del afamado Camino del Inca. Nos colamos dentro de uno de estos terrenos para explorar o intentar leer los carteles de latón explicativos. Los elementos han hecho estragos con las letras. Subimos a un mirador de metal de unos tres metros que imita al original y que los antiguos usan para otear el horizonte. No mucho más, excepto la potencia del paisaje, por lo que decidimos continuar el derrotero.

El asfalto flamante se transforma en ripio al tiempo que vemos un nuevo humito blanco, a lo lejos. Otro camión lleno de piedras que bastante antes de cruzarnos hace señas con las luces para que disminuyamos la velocidad cosa de evitar que las ruedas disparen piedrazos mutuos.

Las inmensidades te apabullan de tal modo que te vuelven soñoliento. Así de cansados, ya casi emprendemos el regreso cuando a nuestra izquierda se dibujan apenas perceptibles dos modestos cartelitos de madera que dicen, el de la derecha, Estancia Yalguaraz y el de la izquierda, con el mismo tipo de letra, Minera San Jorge.

La madre del borrego
Tercera sorpresa. Nadie por los alrededores. Con temeridad instalamos el vehículo a un par de metros de una tranquera cachacienta. Para proyecto tan extraordinario uno espera una entrada más olímpica. Bajados del vehículo, aguzamos la vista hacia el oeste de adentro de la finca para atisbar alguna actividad, edificio, camión, hombre, lo que sea. Solo hay un caminito de tierra que se pierde en lontananza. Qué bien vendrían un par de prismáticos para nuestros ojos exhaustos y chicatos. Nos invade una decepción que dura unos cinco minutos. Justo cuando Adriana y Dora van a proponer que entremos, surge a unos 50 metros hacia el norte una camioneta 4x4 gris que avanza por la ruta de ripio levantando humito blanco. Dobla donde está la tranquera y se pone osada solo a unos centímetros detrás de nuestro vehículo.

El chofer se demora en bajar, no así un perro enorme que viene expectante en la caja. Se abalanza sobre nosotros. En el terror del momento comprendemos que es solo un oso juguetón que nos va lamiendo a uno a uno. El chofer anota algo en una libreta o en una compu – no se ve – y desciende por fin. Me extiende la mano con expresión resuelta y me pregunta qué deseamos:
- No, fíjese que como este es un lugar tan famoso queríamos pegarle una mirada – le contesto tontamente.
- Ah, ningún problema. Déjenme sus documentos y les abro la tranquera – me contesta espontáneo, con una amabilidad a prueba de balas.
(Me asaltan pensamientos como relámpagos: cómo es que llega tan pronto; nos vigilan desde hace rato; de dónde sale este; el perro gigante es una advertencia. Por qué se demora tanto en bajar: para anotar la chapa del auto. ¿Divisa el amable conductor la calcomanía antiminera San Jorge en la ventanilla de atrás y a la izquierda de nuestro vehículo? Seguro que sí.)

A continuación ocurre el siguiente diálogo:
- Es que hay muchos cazadores y se meten sin permiso.
- ¿Qué cazan?
- Guanacos. Nuestra compañía se propone cuidar la fauna.
- ¿Hay muchos por aquí?
- Manadas de 350, 400. También hay choiques y pumas, aquí no más. Hace unos días se nos viene un puma. El perro le ladra pero no se baja y yo no ando armado así que nos quedamos en la cabina hasta que el bicho se va. La compañía explica los fines de semana en la villa cuáles son sus objetivos y cómo va a cuidar todo por aquí. La gente exagera, se piensa que estamos tirando la montaña abajo y es apenas un montecito lo que se explota. Si quieren, me muestran sus documentos, los hago pasar y lo ven con sus propios ojos; los acompaño, si quieren. Desde acá no van a ver nada.

El hombre de tez oscura, bastante bajo para cana, de buena contextura, de unos 30 a 35 años, va canchero hasta su 4x4 para traer su cámara y mostrarnos el puma del que nos habla. Sospechamos que nos saca fotos haciéndose el boludo, a nosotros y al vehículo. El miedo y el rechazo al cana nos pone incómodos. Nos queremos ir. Sigue:
- Organizamos eventos deportivos en la villa para que la gente se dé cuenta de la buena onda y de que no hay nada raro. Habrá trabajo, eso sí, porque siempre hace falta. Imagínese son 120.000 hectáreas; para el oeste llega hasta Chile, al norte, San Juan. Mire si hay para hacer. Pero los cazadores vienen sin permiso y se meten como pancho por su casa. Se imagina, yo no ando armado.

Pena
Ante la tercera invitación para entrar, si le dejamos ver los documentos, le respondemos que nos vamos. El tipo saluda cortés, primero a las mujeres con un beso y a los hombres con un afectuoso apretón de manos; más incómodos y presurosos subimos al vehículo y más presurosos emprendemos la retirada.

El policía amable y posmoderno no dudaría, dado el caso, en conjurar a sus secuaces si se nos hubiese ocurrido ejercer y exigir nuestros derechos de argentinos.

Uno se pregunta abatido y con un asombro del tamaño del arco iris: ¿Qué ladrón ha vendido tanta extensión, tanta soberanía y tanta belleza, a extranjeros pillos que no buscan otra cosa que multiplicar sus ganancias sin importarles el daño que causan con sus prácticas?: desechos tóxicos; envenenamiento del agua; aniquilación de la tierra. Eso es lo que queda cuando se marchan. ¿Han de quedarnos a nosotros dignidad, fuerzas y juventud para sacarlos a patadas?

La Quinta Pata, 14 – 08 – 11

La Quinta Pata

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