domingo, 25 de septiembre de 2011

Di Benedetto y la culpa del verdugo

Daniel Moyano

Los torturadores de la dictadura militar argentina golpearon sistemáticamente en la cabeza, todos los días y a la misma hora, durante casi dos años, al escritor Antonio Di Benedetto, para que dijera qué había hecho en Cuba. Antonio, que nunca estuvo en ese país, murió el 11 de octubre del año pasado [1986] en un hospital de Buenos Aires, tras la extirpación de un tumor cerebral producido por esos golpes sistemáticos.

Según el escritor Ernesto Sabato, gracias a cuyas gestiones y con el apoyo de intelectuales de todo el mundo, se le dio la opción de elegir el camino del exilio, “con su muerte la literatura argentina pierde a uno de sus más valiosos exponentes”, y sus relatos “perdurarán sin duda en la historia de la literatura en lengua castellana”. Sin embargo Antonio, que era provinciano por su temática y estilo, murió en total abandono y olvidado, lejos de su provincia natal, que era Mendoza, acuciado por la miseria y la amenaza de ser cesado del puesto de trabajo que tenía en el ministerio de cultura, de cuya concreción, lo salvó la muerte.

El Di Benedetto que llegó a Madrid en 1980 no era ni la sombra del que yo había conocido y tratado durante muchos años en Argentina. Había perdido una buena parte de su memoria, le costaba expresarse, escribir a máquina, caminar. Sus amigos atribuíamos esos síntomas a la tristeza del exilio, a las secuelas de la prisión. Ignorábamos entonces, porque él siempre guardó silencio en todo lo relacionado con la cárcel, lo de los golpes en la cabeza. Tampoco nos dábamos cuenta de que Antonio ya no tenía deseos de seguir viviendo. Un día en Madrid, le pregunté por qué arrastraba los pies al caminar. “Porque estoy muy viejo” fue la respuesta. Antonio tendría entonces poco más de cincuenta años.

Las razones de su silencio
Lo que él calló, lo que ocultó en ese silencio que impone lo intolerable, me ha sido revelado hace un par de días por la viuda de un amigo y compañero de trabajo de Antonio, Jorge Bonnardel, redactor del diario Los Andes de Mendoza, en cuya redacción fueron detenidos ambos la noche del golpe militar de Videla, y que lo acompañó por las distintas cárceles que recorrieron juntos. Se trata de hechos que considero necesario que se conozcan por si en Argentina algún día este “valioso exponente” de su literatura es rescatado del olvido al que ha sido condenado.
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En la cárcel de Mendoza, conociendo la amistad entre ambos detenidos, todos los días les obligaban a insultarse y a pegarse brutalmente, mediante la utilización de las técnicas militares adecuadas para esos propósitos. Tras varios meses de interrogatorios y torturas, fueron trasladados a Buenos Aires. Nada más llegar a la nueva prisión, un guardián supuestamente humanitario preguntó si en el grupo que venía de provincias había cardíacos. El que lo fuera, que levantara la mano.

Ninguno de los más de cien presos, conocedores de la psicología del torturador, lo hizo. Salvo Antonio, que ingenua o acaso desesperadamente levantó la mano, con la ilusión de que así recibiría un trato menos duro. No era verdad que padeciera esa afección, pero ya se las arreglaría para disimular su mentira. A último momento dudó, viendo que solamente él la había levantado. Pero ya era tarde para arrepentirse.

Entonces, señalándole una escalera caracol que unía cuatro plantas de calabozos en el fondo del patio, le ordenaron que la subiese y la bajase lo más rápido que pudiese. Y así lo hizo, durante varias horas, hasta la noche, hasta caer sin poder más.

Como en un cuento de Borges
Uno de los torturadores de la prisión, sabiendo que Bonnardel había obtenido la opción de salir del país, acaso para congraciarse con él le habló largamente del escritor, expresando conceptos de pérdida de identidad ante la víctima dignos de un cuento de Borges.
Según las “confusiones” del torturador, pegarle a Antonio le había costado siempre un gran desgaste psíquico. La primera vez que lo hizo le dijeron que tuviera cuidado, que era un preso de máxima peligrosidad. El torturador tomó las precauciones del caso, pero al entrar en la celda se encontró con un viejo medio ciego, tiritando de frío y tapado con un poncho. Entonces, dice, se le revolvieron las tripas, era muy duro tener que torturar a una persona que entró joven en la cárcel y a los pocos meses era un abuelo decrépito que parecía poner la cabeza para que le pegaran; pero bueno, las órdenes son órdenes, la obediencia debida y todo eso. Y para colmo, cuando lo insultaba incitándolo a reaccionar para poder pegarle sin remordimientos, el abuelo se ponía a hablar de literatura, citando a los poetas y filósofos, como si no pasara nada, como si no estuviera en un calabozo, con la vida permanentemente amenazada. “Te juro – se sinceró el verdugo – que cuando él se ponía así la víctima era yo”.

Para la historia de la infamia
Antonio vivió casi todo su exilio en España, a la que añoraba volver tras su penoso regreso a la tierra natal. Esto no fue posible, por la situación económica y por la enfermedad. Aquí había dejado una novia, y las secretas esperanzas de que las editoriales y la crítica literaria españolas dejaran de ignorarlo. Lo primero, muy poco antes de su muerte, había empezado a realizarse. Como el personaje don Diego, un español del siglo XVIII de su novela más difundida, Zama, Antonio, desde que regresó a su tierra, donde le prometieron todo, se fue degradando hasta encontrarse con la muerte que, unos años antes, le prepararon en las cárceles que recorrió.

Comenzó a morir en Mendoza, el día de su detención, siguió muriendo aquí en España, en una situación onírica similar a la de su última novela, Sombras nada más, de modo que cuando decidió volver a su país lo que estaba haciendo era ir en busca de un desenlace más o menos decoroso. Y allá se encontró con su destino de desaparecido con efecto retardado. En cuanto a Jorge Bonnardel, que reveló estos datos sumamente útiles no solo para la Historia de la Literatura sino para la de la Infamia, los golpes que él también sufrió sistemáticamente en la cabeza le produjeron una sordera total, que empezó a manifestarse estando en la cárcel todavía, desde la cual, intentando suavizar la situación con humor, firmaba con la palabra Beethoven las cartas que le permitían escribir.

Por gestiones del gobierno de Francia, donde vivían su mujer (detenida varios meses, luego liberada) y sus hijos, se le dio la opción de abandonar el país. Él también murió con efecto retardado, poco después de su liberación: la sordera que le produjeron los golpes en la cabeza le impidió escuchar la bocina desesperada del camión que sin poder detenerse lo destrozó en una calle de Burdeos, completando la tarea iniciada en los calabozos por los torturadores de Videla.

Crisis 56, diciembre de 1987, pág. 88

La Quinta Pata

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