Elías Catelnuovo
El aguerrido jefe del Grupo Literario de Boedo, conjunto de jóvenes cantores de la rebeldía y la revolución social allá por el inicio de la década del ’20, don Elías Castelnuovo, militante anarquista tan alejado de la iglesia como del Partido Comunista, en el ocaso de su producción da a luz un libro donde se ocupa de un tema inesperado para sus temáticas: la relación entre la vida de Jesús y la filosofía de los esenios. Aquí el cierre de esa obra: Conclusiones (EHP)
El objeto principal de este libro consistió en establecer un paralelo entre el cristianismo y el comunismo a fin de probar su parentesco ideológico. Nada fue traído por los pelos. Por el contrario: todo fue acuñado con testimonios, a veces de escritores profanos y otras veces de escritores eclesiásticos. Se pudo ver, entonces, que estas dos ideologías, en esencia, defendían y luchaban por la misma causa. La primera, en efecto, levantaba la bandera de los pobres —los proletarios de ayer—mientras que la segunda levantaba la bandera de los trabajadores —que son los pobres de hoy— concentrando ambas todo el fuego de su artillería contra la explotación del hombre por el hombre, origen de la desigualdad humana.
Asimismo, se pudo ver que sus propósitos eran semejantes. Tanto el cristianismo como el comunismo, efectivamente, colocaban su acento más patético en la liberación de los oprimidos. La defensa sistemática que Jesucristo hacía de los pobres —los expoliados— y el ataque igualmente sistemático de los ricos —los expoliadores— no difería en absoluto de la defensa y ataque de las mismas clases que caracterizaba a toda la literatura socialista. Su idea que “la tierra pertenecía a todos” en general y en particular a ninguno, era la misma idea modernizada de la “socialización de la tierra” que preconizaba el comunismo.
No costaría mucho admitir ahora, en consecuencia, que el comunismo vendría a ser la sucesión histórica del cristianismo. Lo único que podría determinar una separación entre las dos tendencias radicaría en el complemento divino. Pero, si se tiene en cuenta que la religión está dentro de la metafísica y el comunismo, en cambio, opera dentro del campo de la política y la economía, tal separación tendría lugar, no en la esfera práctica y real de la vida, sino en la esfera puramente especulativa.
Además, si “lo primero no es lo espiritual, sino lo animal”, según la opinión de San Pablo, la diferencia consistiría en que el comunismo se atiene más a lo primero o que sostiene que lo primero es lo primero y no lo segundo. Por lo que vendría a resultar que la separación aludida se reduciría a una mera trasposición de enfoques que no afectaría para nada la base misma del problema. Lo fundamental de la justicia, ciertamente, no es que ella responda a la inspiración de un filósofo o de Dios, sino que la justicia se haga.
Leer todo el artículoAparte de que “si Dios no interviene en la solución de los problemas del hombre”, como afirma Fenelón, ello significaría que el hombre debe forzosamente resolver sus problemas sin la intervención de Dios, cosa que entre paréntesis viene haciendo, mal o bien, desde que fue expulsado del Paraíso.
El creyente es, sin duda, un tipo de excepción. Por ser preponderantemente afectivo y ferviente, de ordinario se excede en su apreciación conceptual. Pero, quien cree en Jesucristo, como quien cree en Lenin, podrán diferir en la aplicación de sus respectivos credos, mas no en el trasfondo de su credulidad. Ambos reaccionan idénticamente en razón de que posen ambos la misma psicología específica del creyente. Y no hay dos sujetos más parecidos entre sí que un fanático religioso y un comunista fanático.
Por lo demás, el creyente religioso es un individuo que se ocupa tanto de Dios que suele olvidarse de la humanidad, mientras que el creyente comunista obra inversamente, pues se ocupa tanto de la humanidad que suele olvidarse de Dios. Y como los extremos se tocan, pese a que unos y otros se repelan en la periferia, se atraen y pactan oscuramente en el subsuelo de sus sentimientos. La pasión del bien y de la justicia es el signo y el sacramento de los buenos y de los justos, y los justos y los buenos, que no abundan demasiado, lejos de distanciarse, se buscan afanosamente, aunque vayan por diferentes rutas y no se encuentren.
Si bien la Iglesia Católica ataca a los comunistas por ser ateos, no opone nunca en su querella, sin embargo, al comunismo de Marx, el comunismo de Jesucristo. Si todo debe ser puesto y disfrutado en común como es postulado por él y por los Santos Padres de esa misma congregación religiosa, lo que habría que discutir entonces sería si el comunismo es o no es comunismo y no si es o no es ateo.
Evidentemente, se emplea el argumento de la falta de fe, más que para condenar una corriente de transformación social que auspicia el reparto de los bienes de la tierra entre todos sus habitantes, a fin de impedir precisamente que semejante reparto se lleve a cabo. Aparentemente, se trata con ello de salvar la fe, pero, en el fondo, lo que se trata de salvar son los bienes. Se trata de que los ricos no se despojen de sus riquezas y que los pobres prosigan golpeándose el pecho o el estómago mientras son comidos por los piojos. Y el único recurso que se encuentra para descalificar a todos aquellos que sostienen la necesidad del reparto es el habeas corpus de su ateísmo. En vez de plantearse el análisis del comunismo, como correspondería, se lo condena sin examen por su incredulidad. No obstante, a menudo, están más cerca de Dios los que no creen en él que los creyentes. Es decir: cumplen más estrictamente con el verdadero contenido del cristianismo que muchos de los que profesan su doctrina y no dan nunca un sólo paso para materializar su fe.
Lo triste del caso es que la Iglesia combate al comunismo y tiene al principal comunista —al hijo del carpintero— dentro de su misma casa. Otro tanto ocurre con los católicos que combaten a los judíos y están de rodillas ante dos judíos: Jesucristo y la Virgen María. Sin poner en la balanza que sus fundadores, San Pablo y San Pedro, sobre que procedían de la misma raza, en lo referente al comunismo, pensaban exactamente igual que el pastor de Galilea. No advierten, manifiestamente, que, como Saulo en el camino de Damasco, “están castigando las ortigas con sus propias manos”.
Con todo, a los comunistas les interesa ponerse de acuerdo con los religiosos para distribuir equitativamente entre todos los bienes de este mundo y no estar discutiendo con ellos acerca de la distribución de los bienes del otro mundo. Instaurar la justicia social acá abajo, donde ella tiene vigencia, no allá arriba donde se supone que perderá todo predicamento. Arreglar la miseria y el hambre física del hombre y no su miseria o su hambre metafísica.
Porque si se conviene que dos terceras partes de la humanidad estadísticamente todavía padecen miseria y hambre, y que este fenómeno se viene repitiendo de generación en generación, en menor o en mayor escala desde los tiempos de Adán, de no tomar conciencia y buscarle un remedio a esta situación pavorosa en que los miserables y los hambrientos llenan por su volumen la tierra, el cielo en lugar de una bendición será un castigo, porque estará lleno de hambrientos y miserables.
En la medida que los cristianos vuelvan sus ojos a Cristo y retomen sus ideas políticas y su acción revolucionaria, abandonarán forzosamente su pasividad social, su actitud contemplativa y se tomarán rebeldes como él, dejando el muelle sillón de la teología para transitar por el camino escabroso de la rebelión.
En definitiva: el autor no se propuso hacer comunistas a los cristianos. Se propuso únicamente hacer que los cristianos sean realmente cristianos, que si lo llegan a conseguir, comunistas después se harán solos sin la ayuda de nadie.
Jesucristo y el reino de los pobres, Buenos Aires, 1976. 2º ed. Editorial Rescate. 140 págs. (Cortesía de Eduardo Hugo Paganini)
La Quinta Pata
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