domingo, 6 de noviembre de 2011

Mendoza a través de Darwin

Charles Darwin

En marzo de 1835 el naturalista y fisiólogo Carlos Roberto Darwin, más tarde famoso sabio, llegó a Mendoza desde Chile a través del Portillo. No fue feliz su travesía. Regresó por el Paso de Uspallata. De Mendoza y los mendocinos dejó amargos recuerdos.

25 de marzo. — Me acordé de las Pampas de Buenos Aires viendo el disco del Sol saliente cortado por un horizonte tan llano como el del mar. Durante la noche cayó un gran rocío, circunstancia que no observé en la Cordillera. El camino seguía durante algún trayecto con dirección al Este, a través de una hondonada pantanosa; después, al llegar a la árida llanura torcía al Norte, hacia Mendoza. La distancia es de dos días largos de camino. En el primero recorrimos 14 leguas, hasta estacada y en el segundo, 17, hasta Luján, junto a Mendoza. Todo el trayecto pasa por una desierta llanura a nivel, sin más que dos o tres casas. El sol quemaba, y el paisaje no ofrecía interés especial. Hay muy poca agua en esta travesía, y sólo encontramos una pequeña charca en la segunda jornada. Viene de las montañas en cantidad muy escasa, y en breve es absorbida, por el seco y poroso suelo; de modo que, a pesar de habernos alejado de la sierra exterior de la Cordillera, de 10 a 15 millas, no cruzamos ni una sola corriente. En muchas partes la tierra estaba incrustada de una eflorescencia salina: de ahí que encontráramos las mismas plantas salitrosas, que son comunes en Bahía Blanca. El paisaje presenta un carácter uniforme desde el estrecho de Magallanes, a lo largo de toda la costa oriental de Patagonia, hasta el río Colorado, y parece que la misma clase de terreno se extiende por el interior desde este río, en una línea que llega hasta San Luis y tal vez algo más al Norte.

Al este de dicha línea curva se halla la cuenca de llanuras relativamente húmedas y verdes, de Buenos Aires; las estériles llanuras de Mendoza y Patagonia se componen de un lecho de casquijo arenoso, arrasado y acumulado por las olas del mar, mientras que en las Pampas, cubiertas de cardos, trébol y hierba, deben su formación al antiguo estuario cenagoso del Plata.
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Tras dos días de molesto viajar, reconfortó el ánimo la vista de lejanas hileras de álamos y sauces que crecían en torno del pueblo y el río Luján. A poco de llegar aquí observamos al Sur una nube de bordes irregulares y color negro con matices pardorrojizos. Al principio creímos que era humo de una gran hoguera encendida en las llanuras; pero pronto nos cercioramos de que era una inmensa bandada de langostas. Volaban hacia el Norte, y, a favor de una ligera brisa, pasaron por encima de nosotros con una velocidad de 10 a 15 millas por hora. El grueso de ellas llenaba el aire desde la altura de ocho a veinte pies sobre el suelo hasta la de dos o tres mil, al parecer, y “el ruido que hacían al volar era como el de los carros y caballos que corren al combate”, o, más bien, diría yo, como el de un viento fuerte al pasar por las jarcias de un navío. El cielo, visto a través de las avanzadas del formidable ejército, apareció sombreado por una media tinta oscura; pero en el centro quedaba del todo velado, aunque de cuando en cuando se descubrían algunas visibles franjas. Cuando se posaron en tierra eran más numerosas que las hojas de hierba y la superficie cambió su color verde por uno rojizo; posado el enjambre, los individuos huyeron de un lado a otro en todas direcciones. La plaga de langosta no era rara en este país; ya en la presente estación habían llegado del Sur varias bandas pequeñas, salidas, al parecer, como en otras ‘partes del mundo, de los desiertos donde desovan y se desarrollan. Los pobres labriegos intentaron en vano rechazar la invasión con hogueras, ruido y agitando ramas. Esta especie de langosta es muy análoga, y tal vez idéntica, al famoso Grillus migratorius del Oriente.

Cruzamos el río Luján, que es un río de considerable tamaño, si bien hoy no se conoce perfectamente su curso hacia la costa del Este, y aún es dudoso si al pasar por los llanos no se evapora antes de afluir al mar. La noche la pasamos en la villa de Luján, pequeña población rodeada de jardines, cuya comarca es la más meridional de todas las cultivadas en la provincia de Mendoza; está situada cinco leguas al sur de la capital. No pude descansar por haberme atacado (empleo de propósito esta palabra) un numeroso y sanguinario grupo de las grandes chinches negras de las Pampas, pertenecientes al género Binchuca [sic], una especie de Reduvius. Difícilmente hay cosa más desagradable que sentir correr por el cuerpo estos insectos, blandos y sin alas, de cerca de una pulgada de largo. Antes de efectuar la succión son muy delgados, pero después se redondean y llenan de sangre, y en este estado se los aplasta con facilidad. Uno que cogí en Iquique estaba muy vacío. Puesto sobre una mesa y en medio de una porción de gente, si se le presentaba un dedo, el atrevido insecto sacaba inmediatamente su chupador y atacaba sin vacilar, y si se le dejaba, sacaba sangre. La herida no causaba dolor. Era curioso observar su cuerpo durante el acto de la succión, y ver cómo en menos de diez minutos se cambiaba desde plano como una oblea en redondo como una esfera. El festín que una Benchuca [sic] debió a uno de los oficiales la conservó gorda durante cuatro meses enteros; pero después de los quince primeros días estuvo dispuesta a darse otro hartazgo de sangre.

27 de marzo. Seguimos cabalgando en dirección a Mendoza. El terreno estaba hermosamente cultivado y se parecía a Chile. Esta comarca es celebrada por sus frutas, y en realidad nada más floreciente que los viñedos y huertos de higos, melocotones y olivas. Compramos sandías dos veces más gruesas que la cabeza de un hombre, fresquísimas y de un delicioso dulzor, a medio penique una, y por tres peniques nos dieron medio carretón de melocotones. La parte cultivada y cercada de esta provincia es muy pequeña; no abarca una extensión mucho mayor de la que cruzamos entre Luján y la capital. La tierra, como en Chile, debe enteramente su fertilidad al riego artificial, y, en verdad, asombra ver lo extraordinariamente productiva que por tal procedimiento ha llegado a ser una región yerma y desolada.

El día siguiente le pasamos en Mendoza. La prosperidad de esta población ha declinado mucho en los últimos años. Los habitantes dicen que “Mendoza es buena para vivir en ella, pero mala para enriquecerse”. La clase baja tiene los mismos hábitos de vagancia y maneras indiferentes que los gauchos de las Pampas, y en su vestido, manera de montar y costumbres, son casi los mismos. En mi opinión, el aspecto de la ciudad es de estúpido abandono. Ni la ponderada alameda ni el paisaje son comparables con los de Santiago; pero para los que llegan a Mendoza procedentes de Buenos Aires, después de cruzar las monótonas y uniformes Pampas, forzosamente han de resultar deliciosos los jardines y huertos. Sir F. Head, hablando de los mendocinos, dice: “Comen al mediodía, y como hace tanto calor, se van a dormir la siesta”; ¿podrían hacer cosa mejor? Estoy de acuerdo con Sir F. Head: la gente de Mendoza ha nacido por su buena estrella, para comer, dormir y estar ociosa.
29 de marzo. Partimos para regresar a Chile por el paso de Uspallata, situado al Norte de Mendoza.

Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, 2ª Época, Nº 11. Primer Tomo. Director Dr. Edmundo Correas. Págs. 423/425, Mendoza, 1987.
Imagen: Cielito – Pellegrini – 1931; en escala de grises acompaña al texto en la fuente citada.

Gentileza de Eduardo Hugo Paganini, La Quinta Pata, 06 – 11 – 11

La Quinta Pata

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