domingo, 12 de febrero de 2012

Permisos

Viviana Demaría

¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo?
Luis


1.
Nací en un pueblo chiquito y chatito como un platito de café. Todo llegaba tarde, poco o nunca. Excepto el terror. Ese siempre acechante y presente. Vaya a saber cuántos años tuvimos el mismo intendente. Ese que puso la dictadura y duró y duró empedernido hasta que la vida pudo más y se lo llevó. Porque ella nos lleva a todos de la manito hacia el mismo destino. De hecho, sólo se puede llegar a la muerte, nada más que viviendo.

Conocí los zapatos Grimoldi a fuerza de tener un pie pésimo y gracias a ello una vez al año, con mucho esfuerzo, mis padres me subían a su auto y después de muuuuuuuuuuucho tiempo (para mi subjetividad infantil) llegábamos a Rosario. Ciudad que, como dice Fito, siempre estuvo cerca. Y de verdad estaba cerca. De hecho, está cerca. Hoy comprendo que ciento cuarenta kilómetros es un suspiro para esta casa de enormes habitaciones que es nuestra Argentina. Ir de la cama al living – en términos de Charly – lleva un buen rato en esta tierra.

Conocí a la Triple A con bastante menos esfuerzo. Una noche, durmiendo como duermen en general los niños – temprano y a regañadientes – un ruido de vidrios desmoronándose y un gong de campana en toda la casa despertó a la mitad de la cuadra (a la que estaba en diagonal al lugar donde pusieron la bomba, porque los que estaban en frente, no escucharon ni nada). Un atentado a un Juez plantó la realidad de un sopapo frente a los que no podían ni imaginar lo que sucedería luego.

Si allá lejos y hace tiempo éramos quince mil habitantes, capaz que exagero. Pero así son los recuerdos. Bastante revoltosos, bastante complejos. Lo que sí sé, y bien sabido, es que mi pueblo de la infancia tuvo sus singularidades. Algunas penosas, como tener en su historia – dentro de lo que mi memoria me permite – casi diez personas entre exiliados, presos políticos, desaparecidos y abatidos en “enfrentamientos” durante la dictadura militar. Proporción espantosa, la mire por dónde se la mire. Otras de esas singularidades, definitivamente mucho más llenas de luz.
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Así era la vida y los días hasta que una tarde tibia de llanura, mi padre abrió una puerta que jamás se volvería a cerrar.

2.
Tenía doce. Iba a cumplir los trece, pero faltaba. Metida en vaya a saber qué pensamientos me encontraba yo (siempre taciturna, niña de luna decían los que me querían). Sus manos estaban detrás de su cintura, las dos. Yo estaba sentada en el suelo (digamos que siempre estaba sentada en el suelo y descalza de ser posible), entonce mi papá sonríe y me dice:
- Mirá!

Como un mago, pero de esos que hacen magia de verdad verdadera, hace aparecer de la nada (juro que yo lo ví así) un enorme disco, con una enorme foto, llena de colores, ambigüedades, deseo, maquillajes, fantasías… Era el último long play de Invisible llamado El Jardín de los Presentes.

Debo haber puesto una cara de luna llena que no podía soportar, porque mi papá extendió sus brazos sosteniendo el disco con la delicadeza con la que se tratan los objetos valiosísimos y yo lo tomé como a un bebé. Recuerdo que pasé mi mano sobre la tapa intentando sentir la rugosidad que la imagen transmitía; luego abrí un poquito (antes de sacar el disco) y metí mi nariz en el cartón y sentí todo el aroma de los kilómetros que había recorrido hasta llegar a mi casa.

Porque en aquel pueblito chiquito y chatito como un platito de café, para dar con un disco como aquel, había que ir a un negocio, hablar con el señor, darle todos los datos, y recordarle que cuando vaya a Buenos Aires noseolvideporfavordetraerestoquelepidoqueesmuyimportanteporqueesunregaloparamihija… O en su defecto, si uno contaba con amigos viajeros, ir a la casa y pedirle la gauchada de comprar…
- … el último disco de Spinetta, vos pedilo así…
- ¿De quién?
- Vos pedí el de Luis Alberto Spinetta. Mirá tiene una banda que se llama Invisible y se lo quiero regalar al piojito …
- ¿Te parece que lo voy a conseguir? Bueno mirá, yo hago lo posible…

(Nota: mi papá me decía piojito por tres razones que sólo me confesó ya siendo bastante grandecita. Me decía piojito porque era negrita, chiquita y molesta... pero de onda viste?)

Así que en esas tapas de cartón que guardaban el regalo más valioso del mundo, había soles, tierras, humedades, traqueteos y más de una puteada del alma caritativa que había andado por las revueltas callecitas Buenos Aires de 1976, buscando semejante tesoro.

3.
No fue sólo un artista. No era sólo música. De hecho, mi cabeza de aquel entonces entendía la cuarta parte de lo que decía Luis. No importaba. No era cuestión de entender, por lo menos en aquel momento. Lo que sí sé es que comencé a escuchar ese disco y supe. Eso fue… supe. Supe con el corazón.

Esa nena lunática que ensoñaba, inventaba historias y era tan rara (vos siempre tan rara…) había encontrado un permiso. Claro que ya había escuchado Vida de Sui Géneris y todo eso, pero era distinto. Sui me había partido la cabeza cuando dijo cuando comenzamos a nacer, la mente empieza a comprender, que vos sos vos y tenés vida. Era contundente, era concreto. Sui Géneris te cantaba la posta: mirá piba, así es el mundo. Pero Luis decía Ahí va el Capitán Beto por el espacio, con su nave de fibra hecha en Haedo… Y mi cabeza no entendía nada. ¿Qué corchos era Haedo?

No importaba. Estaba genial. De pronto, había alguien en este mundo sin luz que se había dado el permiso de imaginar, soñar, inventar. Alguien que había dado con los mecanismos para demoler todas las murallas (ya lo había dicho: Después de todo tu eres/ tu única muralla…/ si no te saltas, / nunca darás un solo paso…) que se esmeraban en construir para impedir el derecho al delirio, al decir de nuestro Eduardo.

Eligió las palabras y – sin dudas, a través de ellas – legitimó el permiso para imaginar otros mundos posibles a varias generaciones de piojitos.

¡Gracias Flaco!...


La Quinta Pata, 12 – 02 – 12

La Quinta Pata

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