domingo, 4 de marzo de 2012

La esperanza

Ángel Bustelo

Cuando el hombre pierde la esperanza, la vida se torna horra. La vida de por sí es esperanza: el niño que quiere crecer, el padre que desea verlo pronto en el colegio nacional – aunque ya empiece a fumar: “Ya le sacaremos los humos antes de que se haga vicioso”. La esperanza de la niña, que sueña ser mujer, adora el desparpajo de Susana, odia al matador que pega a las mujeres y le gusta el rock, aunque a papá le guste el tango. La esperanza del hombre maduro, a quien le place ir los domingos a la cancha, para olvidar los vencimientos del lunes. La esperanza de la señora, a quien le fastidian las arrugas prematuras y las canas atrevidas – que hay que arreglar y componer, como el ramo de flores sobre la mesa.

¿Quién no tiene o no quiere tener alguna esperanza? La tiene la rosa cuando es capullo y busca lucir todas sus gamas; el arroyo, que baja presuroso porque le agrada la augustez del río; la piedra de la montaña que, cansada de estar inmóvil, se lanza a la aventura de rodar para terminar reposando bajo la fronda de aquel árbol; el rancho, que algún día se convertirá en casa; el empleado, que conversa del momento en que llegará el gerente; el juez , que se va ascendiendo a la cámara o a la corte; el legislador novato, que sueña con ser De la Torre o Alfredo Palacios; el ciclista, y su sueño del forcito, y luego del forcito un chivato de segunda mano; el pintor, que se extasía con láminas de Picasso y Van Gogh para ver si se produce la simbiosis; la cantante de minués, que ensaya junto al jilguero notas de la lírica de Lily Pons.

¿Quién no tiene o busca una esperanza? Nadie se conforma con lo que tiene, con lo que ha logrado, sino con lo que se merece y que conseguirá, aunque a codazos: llegar a la raya, sea como fuere, sin acordarse de la muerte, esa pavada de los literatos fuera de uso.

Todos tenían esperanza allá en el presidio y aguardaban con ansias de “libertades”, los rumores de fin de semana, los augurios de que “puede ser este el último día de la humillación y el escarnio”.
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Solo en una celda el sol nunca entraba. Nunca creyó para nada en la palabra de germanía: “huerca” – la justicia. La justicia de los hombres no existida, manejada por los que no fueron justos y viven casa de cimiento barro, vulnerable a golpe o esperanza. Justicia, no para los que la piden invocando honor, sino para pútridos, los sabandijas, el escuerzo, la víbora cobra, la araña pollito, que dominan la maraña de los códigos, las recomendaciones del poder, la suprema razón de las armas, apuntando fuego.

Él nada tenía que ver con eso. En su favor solo había pedidos como ruegos a un poder concupiscente, formulados por literatos, hombres de la letra corrosiva, pero no letal, como una bala, una ametralladora, un sablazo.

Allí, en esa celda, la esperanza había muerto como un sol agonizante. Él ya no amaba sino a la estrella, ni movediza ni rutilante, que a veces cruzaba el cielo de basalto o el mármol gris esperando el epitafio.

No le interesaban las listas domingueras, ni el júbilo estallando en la otra celda o el otro pabellón, en la inmensidad de aquella cárcel. No era el concomido que se amezquindaba por suerte negada “in illo tempore”. Sus novelas, sus ensayos, sus cuentos eran de otro. De alguien que alguna vez tuvo esperanza…

El silenciero cautivo, págs. 23 – 24

La Quinta Pata

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