domingo, 4 de marzo de 2012

El país de los hombres de oro

Mary Ruiz de Zárate

Relatan los cronistas españoles de la conquista, que en 1534 Sebastián de Balalcázar, después de fundar Quito – en Ecuador – decidió avanzar hacia el norte en busca de un fabuloso país – El Dorado – situado en la meseta de Bogotá, en el interior de los Andes septentrionales, donde los reyes revestían sus de oro y las casas se construían con este rico metal.

Pero a Belalcázar se le adelantó Gonzalo Jiménez de Quesada, que llega a la meseta en 1536, tras un viaje “anfibio” cruzando el turbulento río Cauca.

Por el oriente, el capitán Nicolás Federmann, agente alemán de Carlos V al que también habían llegado las noticias de El Dorado, a marcha forzada converge con Pascual de Andagoya que, proveniente de occidente, iba con los mismos fines.

Entre todos estos capitanes aventureros, se inició una pugna por lograr las primicias del descubrimiento de las ciudades de oro, contadas por la leyenda.

El zaque de Guatavita
La leyenda de El Dorado tenía su origen en los ritos religiosos que realizaban anualmente los reyes sacerdotes del estado de Guatavita – los zaques.

Revestido de fino polvo de oro, todo el cuerpo, semejante a una estatua del áureo metal, el zaque se embarcaba en una balsa y navegaba por el lago sagrado de Guatavita, dejando caer al agua, a su paso, valiosos objetos como ofrendas a las divinidades. En determinado momento el zaque se arrojaba al lago y desaparecía su revestimiento; mientras el pueblo que se hallaba congregado a sus orillas prorrumpía en jubilosos gritos y daba comienzo a las ceremonias finales de danzas, banquetes y juegos acrobáticos.
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Esa liturgia era famosa en todas las comarcas andinas y en forma de leyenda llegó a oídos de los españoles.

Cuando Jiménez de Quesada avistó la sabana de Bogotá, a la vanguardia de su tropa destacó al capitán Suárez Rondón, el que atravesó el Valle de los Alcázares y rindió la fortaleza chibcha de Cojico, luego le fue fácil la entrada al poblado de Hunza, que ofrecía a los ojos codiciosos de los españoles la inusitada visión de una ciudad, cuyas casas tenían los techos construidos de planchas de oro.

Los zipas
A principios del siglo XVI, la rama muisca del antiguo tronco chibcha aparecía dividida en nueve estados agrupados en cinco poderosas federaciones, cada una de ellas regida por un soberano denominado zipa. El más poderoso de ellos era el zipa de Bogotá, que dilataba sus dominios sobre todo el valle del Magdalena poblado por más de 300.000 personas.

El rival del zipa de Bogotá era el zaque de Tunja con el que se hallaba siempre en guerra.

Dentro del contexto de la sociedad muisca existían cinco clases o estamentos: los sacerdotes, la nobleza guerrera, los comerciantes, los artesanos y los agricultores, a cada uno de los cuales correspondían determinados derechos y atribuciones rígidas y taxativamente estipulados por un código de leyes.

La base económica de la civilización muisca era, a más del comercio, el cultivo de maíz, aunque por supuesto, no desconocieron el cultivo de otras plantas comestibles, como la papa, la quinua, la yuca, el tomate, etc. Para el riego de sus sembrados contaban con el sistema de canales, que aunque bien construidos, no alcanzaron la perfección de los construidos por los incas.

Pueblo de mercaderes
Disponían, los estados muiscas, de carreteras pavimentadas y de puentes colgantes para los pasos de la montaña y a través de ellos fluían caravanas de comerciantes que en incesante tráfico intercambiaban los productos de las “tierras frías” por los de las “tierras llanas”.

Las piedras preciosas, esmeraldas, amatistas y topacios, las compraban en el valle del río Magdalena y en los llanos orientales, para luego pulirlas y revenderlas, obteniendo así jugosas ganancias.

La sal de los yacimientos de Zipaquira, la cambiaban por el oro que extraían otras tribus más atrasadas, que radicaban en la región donde hoy se encuentra Medellín.

En cuanto al algodón, como carecían de él, lo adquirían dando en ganancioso trueque una manta elaborada – ruana – por la materia prima para facturar tres mantas. Estas ruanas, similares a los ponchos, las tejían primorosamente los muiscas, y la decoraban con dibujos geométrico de variado colorido.

La cerámica revestida de un fino barniz, propagó la calidad de la artesanía de los pueblos de la meseta por todos los territorios andinos, y más allá aún.

El abundante oro de las minas de Antioquía, lo trabajaban los orfebres utilizando técnicas distintas, incluyendo el método de la cera perdida, en moldes, por lo que la mayoría de sus esculturas de adorno son huecas, trabajadas en delgadas láminas.

Generalmente, no utilizaron el oro puro, sino una aleación con cobre y algo de plata – la tumbaga – para darle diversos tonos al metal en cada parte de la obra. También se servían de ácidos vegetales para alterar el color de sus metales, obteniendo bellísimas combinaciones.

La multiplicidad de las operaciones mercantiles de esta laboriosa nación les llevó a desarrollar un sistema de crédito que se convirtió en un ágil derecho de obligaciones.

Los contables chibchas llegaron a conocer la separación entre el producto y el equivalente y establecieron un interés para las deudas que usualmente ascendía al 50% situado todos los meses los intereses en el capital, realizando el cálculo en progresión geométrica. La existencia de la propiedad privada, a diferencia de otros pueblos suramericanos, como los incas, les permitía a los comerciantes amasar cuantiosas fortunas.

La administración de justicia se hallaba directamente en las manos de los zipas, que se auxiliaban de cuatro grandes señores feudales. Una ley singular estipulaba que para obligar al moroso al pago de sus deudas, un funcionario real podía alojarse en su vivienda acompañado de un oso o un puma. El deudor debía mantenerlos adecuadamente y, como era tan peligrosa y tan cara esta compañía, regularmente se producía inmediatamente el pago.

Los chibchas cuya patria histórica se extiende desde el lago Nicaragua hasta el Ecuador central siguen en cultura a los tres colosos de América: los mayas, los aztecas y los incas, a los que superaron en la técnica del trabajo sobre los metales.

Hoy en día estos pueblos de la actual Colombia, subsisten empobrecidos y diseminados por los amplios valles donde sus antepasados se cubrían con el oro que hoy disfrutan las compañías imperalistas y los oligarcas nacionales.

Juventud Rebelde, 25 – 08 – 71

La Quinta Pata

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