domingo, 15 de julio de 2012

Conflicto del escritor: prosa y verso

Ricardo Tudela

Ricardo Tudela ocupa un sitial destacado en el Parnaso Menduco seguramente por logros de su vasta trayectoria creativa y por la trascendencia alcanzada, aunque —como todo vate propio— participa de la amnesia que caracteriza a la cultura oficial. Hombre de una vasta obra literaria, obra de extensión e intensión, fue además docente, funcionario, editor, periodista. Cruzó la literatura con la filosofía a través de temas que ya plasmó en 1929 con El inquilino de la soledad, publicada por Manuel Gleizer, editor—icono de las vanguardias de la época. Aquí, hoy EL BAÚL publica una reflexión estrictamente literaria, que adquiere valor complementario pues podría haber sido si no la última, uno de sus postreros escritos.
Eduardo Paganini

Hay temas —acontecimientos, episodios históricos, asuntos de trascendencia colectiva y mundial, etc.— que de ningún modo entran en mi poética. Creo que la humanidad, sobresaltada, estriada por incalculables crisis, impregnada hasta las entrañas de las mentiras de estadistas y diplomáticos, de mesías de lo que pomposamente llámase “la nueva educación” e inclusive la “nueva economía, no puede incorporar a su glorioso patrimonio poético-cultural ningún tipo de epopeya. No hay tiempo ya para construir esas gigantescas obras del sueño humano, y mucho menos para entregarles nuestra sensibilidad y nuestra imaginación. En su reemplazo han sobrevenido las grandes novelas, y dichosos aquellos que disfrutan de la febriciente holganza como para transitar por esos dédalos de dramático bullicio del mundo y brava impetuosidad —y procacidad— de las pasiones, derrotas, muertes y resurrecciones del destino de los hombres.
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Las epopeyas son monumentos que es perentorio colocarlos en grandes hornacinos [sic] de mármol y oro y dejar al pie de las mismas nuestra perenne reverencia admirativa. En cambio, el novelar con talento o con genio condensa todas las amenazantes irradiaciones de la trágica época que nos ha tocado vivir. El escritor de garra audaz y de tempestuosas miradas psicológicas, humanas, espirituales y sociales, por más que absorba despóticamente nuestro tiempo con el oleaje interminable de sus descripciones y hallazgos, de algún modo pone en caliente hervor en su prosa todo lo que incumbe al desenvolvimiento de nuestra vida y la personalidad que nos llama desde escondidos rincones de nuestra subconsciencia. La novela es la epopeya moderna, el agitado o terrible mirador desde el cual nos es dado abarcar ávidamente los vastos panoramas de cuanto acontece o sucedió a la humanidad en sus locuras por el amor, el poder, la envidia, el dinero, la concupiscencia de la carne, la congoja metafísica del ser o los tormentos infernales del crimen, el despotismo, las aberraciones sexuales y el delirio esquizofrénico de grandezas.

Sea como fuere, en el fondo de estas consideraciones críticas nos hace insistentes señales un litigio contemporáneo entre el verso y la prosa. Hay quienes han nacido exclusivamente para la prosa. No obstante la hermosa aptitud expresiva que enaltece su nombre en el mundo de las letras, son congénitamente incapaces de burilar un hermoso verso. Gustan de la poesía, hasta se nutren de sus mieles melódicas para dar más raigambre psicológica y estética a su prosa, pero el auténtico lenguaje poético les está vedado.

Del otro lado tenemos a los poetas en dura beligerancia con la prosa. No todos son capaces de cincelar algunas páginas de irradiante o conmovedora hermosura. Alguien ha dicho que la prosa es la prueba del fuego del verdadero poeta. No afirmaría tanto, pero en un cabal artista de la palabra son inseparables hermanas prosa y verso. Por lo menos, esa es mi esencial disciplina para sentirme en mi cabalidad creadora.

Pienso en este momento que el verdadero creador, que lo es de entrañas para adentro, lo mismo hace poesía con su prosa que con su verso. No deseo ir a la antigüedad para no llenarme de fárrago, pero cuánta poesía hay en Montaigne, Gracián, Quevedo, Cervantes, Pascal, Goethe, Emerson, Thoreau, Unamuno, Pirandello, Gide, Renard, Péguy, Simone Weil, Martí, Sarmiento, Rodó, Machado, etc. etc., vistos como pensadores y prosistas. La prosa fue en ellos un estremecimiento eléctrico de sangre, vida, espiritualidad rehumanizadora y tramos azarosos de eternidad.

Acabo de leer un hermoso y nutritivo libro del celebrado poeta norteamericano Roberto Frost. Titúlase simplemente Prosa. El gran bardo transfiere a la posteridad cuanto pensó —o adivinó— acerca de su vocación insoslayable: la poesía. Dice cosas valiosas, igualmente vigentes para el poeta o el prosador.

Si he de hablar con honradez —ése es mi esfuerzo de todos los días— diré conscientemente que después de mi adolescencia empecé a dinamizar mi espíritu creador en la doble dirección de verso y prosa.

En aquella edad tres disciplinas bastante tumultuosas, por lo menos en aquellos años de una Mendoza de aldea grande, prendieron con sus fuegos alocados en mi fogoso temperamento: el teatro, el periodismo y la política. En verdad —ya lo he expresado en páginas autobiográficas— las tres actividades me conjugaron en el verbo vitalísimo de mi vida: la poesía.

Ha de parecer extraño, a lo menos para las almas pacatas, que formas de acción tan contrapuestas hayan podido incendiar una irresistible vocación que desde sus orígenes despertó todas las simientes sagradas que dormían en los trasfondos de mi vida. Lo expreso con llaneza movido por una especie de sobreconciencia que motoriza a esta altura de mis años mis mejores actos. Soy hombre que, no obstante haber circulado por las vías objetivas y secretas de las grandes culturas, conserva una fructífera ingenuidad de corazón. Es un bien que debo a lo desconocido de la Vida: acaso por ello soy el poeta-pequeño filósofo que creo ser.

Pues bien: esas tres actividades me llevaron a un complejo dinamismo de la prosa. Debí ganarme el pan —mi magnífica madre soportaba la peor tarea— con arrestos que aún no entiendo. Felizmente, el teatro, el periodismo y la política fueron no sólo mi escuela de vida sino la ignorada universidad que palmo a palmo modelaba mi conciencia. Todo ese conjunto era implícitamente para mí literatura en acción. Yo crecía, no sabía bien hacia adónde, y el vivir, que por amor y desesperación era también sufrir, terminó por llevarme a las vastas germinaciones de un entrevero vital en que la prosa y el verso se transformaron en las herramientas esenciales de mi pensamiento creador.

Hoy sé por arduas experiencias personales que la prosa tiene en el mundo contemporáneo un valor horadante y vitalizante. Así, me asombro que el escritor que se desperdigaba vital y socialmente en las mencionadas actividades, haya podido encontrar recogimiento, atención amorosa, frenesí lírico y demonio creador para engendrar y corporizar esa rara prosa, toda ella henchida de relámpagos metafóricos y nimbos de belleza poética, que entrega ese hijo de mis entrañas que se llama el inquilino de la soledad.

Robert Frost, el poeta norteamericano aludido, escribió poca prosa. Amigos póstumos han recogido lo mejor de su producción. Pero este poderoso artista evidencia, mientras intuye y se preocupa de la poesía, que en un excelente poeta la prosa puede y debe tener también gobierno en la mente y el corazón del artista. A tales efectos descorre muchos velos retóricos, poéticos y filosóficos, y todo dicho en una prosa tersa, transparente, livianamente conversada y trabajada.

En prosa o verso, yo preconizo una instintiva y fabulada apertura a las más atrevidas intuiciones del poder creador. Así obré de joven y aún no he tenido tiempo para arrepentirme. En general actué saludando todas las cosas bellas o feas del mundo, haciéndome a mí mismo un irreverente entusiasta, un secreto paladín de todas las actitudes peligrosas del futuro.

Es claro, no soy tan rematadamente ingenuo como para ignorar que lo racional y discursivo tienen sus puestos necesarios en toda prosa que se precie de servir con inteligencia y eficacia a la colectividad. Mas también en esa empresa son imprescindibles, si es que hemos de merecer alguna hoja de laurel, que una especie de “razón poética” ilumine desde el fondo cuanto hemos de entregar a nuestros semejantes. ¡Sin duda, una belleza que conozca la sangre, pero que nunca ignore el destino humano y la Sabiduría.


La Lupa: Para ver la realidad con una óptica diferente, marzo 1984, Año 2, Nº 6. (Gentileza del licenciado Nicolás Sarale que facilitó gentilmente el material).


La Quinta Pataata, 15 – 07 – 12

La Quinta Pata

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