domingo, 11 de noviembre de 2012

Banalizaciones, elitismos y otros modos de solazarse en la trampa

Daniel Freidemberg

¿No es cierto lo que denuncia Mario Vargas Llosa cuando, en “La civilización del espectáculo”, se opone a “la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad”? ¿No tiene eso que ver con la situación que obsesionaba a fines de los años cuarenta a Theodor W. Adorno?

¿Y la que llevó a Cornelius Castoriadis a poner de título a uno de sus libros El avance de la insignificancia?

El mundo actual sucumbe bajo una crisis de sentido, tanto en el plano colectivo como en las vidas individuales, sostenía en la década de los noventa Castoriadis y sostiene hoy Vargas Llosa. ¿Tardíamente? Tal vez. En todo caso, nunca como en los últimos años alcanzó tanta vigencia lo que Vargas y otros llaman “la cultura del entretenimiento”, ni su dominio era tan monolítico en un mundo en el que había aún posibilidad de que una editorial de las grandes publicara a un escritor casi desconocido una novela tan audaz como La ciudad y los perros, y que una obra de esas características, compleja y problemática, tuviera cierto impacto en la consideración general.

Ahí pone Vargas Llosa, justamente, el ojo: en “la metamorfosis que ha experimentado lo que se entendía aún por cultura cuando mi generación entró a la escuela o a la universidad y la abigarrada materia que la ha sustituido, una adulteración que parece haberse realizado con facilidad, en la aquiescencia general”. No faltan motivos para reconocer que eso ocurre, y que no solo en la literatura y el arte se hace sentir sino también en la educación, la política, el periodismo y hasta las religiones, como advierte Vargas, aunque habría que ver qué tiene de objetable una “abigarrada materia”, como no sea para el puritanismo de una mentalidad elitista. Ese adjetivo, “elitista”, es precisamente el que predominó entre quienes comentaron La civilización del espectáculo, y mal no le viene a un libro que “parece añorar los buenos tiempos en que una elite —justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones”, como en El País de Madrid escribió Jorge Volpi, ni tendría derecho a quejarse Vargas de que lo consideren elitista cuando atribuye a “la democratización de la cultura” el “indeseado efecto de la trivialización y el adocenamiento de la vida cultural”.
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De acuerdo, entonces, estamos ante un pensamiento elitista, y de acuerdo con que, como propone Volpi, Vargas Llosa “acierta al diagnosticar el fin de una era: la de los intelectuales como él”. Enclaustrados en sus reductos bien resguardados y en algunas ocasiones bien pagos, convencidos de que una ínsita superioridad los aureola, demasiadas veces incapaces de interesarse en algo más que en sus propias cucardas profesionales o en las relaciones mutuas (con las disputas consiguientes por el lugar más destacado en la marquesina intelectual), el autosuficiente mundillo que conforman “los intelectuales como él” marcha a su ocaso por anquilosamiento y miopía, pero si su desaparición implica dejar la cultura en manos de quienes la ven solo como un negocio (otra elite, podría decirse, aunque ni justa ni ilustrada), no es mucho lo que se gana, o más bien nada, al menos si lo que importa es una vida de más calidad en todos los aspectos para más seres humanos.

“Todo tiempo pasado fue mejor”, el irónico título que elige la revista Ñ para criticar este último libro de Vargas, ¿no está proponiendo una indiscriminada aceptación del actual estado de cosas, y, por lo tanto, de los poderes que deciden la cultura realmente existente? Defendiendo la necesidad de estar actualizado y tener abiertos los ojos a la realidad, no faltaron ciertamente, entre los comentarios periodísticos, los que aprovecharon para meter en la bolsa del “elitismo” a cualquiera que no acepte una concepción de la cultura en que todo da lo mismo o que no se resigne a que los productos de consumo fácil y rápido, tan sustituibles como olvidables, quiten de la escena a las obras o los textos complejos y elaborados de la “alta cultura”, que merece mejores defensores que Vargas Llosa. De hecho los tuvo y los tiene, en Adorno o en Castoriadis, en Agamben o Fredric Jameson, o en Horacio González, o Paul Ricoeur o Franco Rella. Todos ellos, al fin y al cabo, sospechosos de elitismo para el criterio que hace del “estar al día” un artículo de fe y una bandera de la libertad de consumo cultural, entendida precisamente como consumo, en sintonía con fetiches tales como la libertad de mercado y la libertad de empresa, o su prolongación en una “libertad de prensa” basada en que la puedan ejercer unos cuantos y muchos más se conformen con aceptarla.

No deja de reconocer Vargas, entre los antecedentes de su libro, a otro de título casi idéntico, La sociedad del espectáculo, con el que Guy Debord, en los sesenta, produjo cierto revuelo. Pero “sociedad del espectáculo” es, tal como lo entendió Debord, “el momento histórico en el cual la mercancía completa su colonización de la vida social”. Todo convertido en mercancía y las leyes del mercado instaladas en todos los planos de la vida: aferrado como un creyente a su ideario liberal, Vargas no puede reconocer que lo que ha desplazado a la vieja concepción liberal de la cultura es la prepotencia del neoliberalismo, que, al no necesitar ya de ese fósil, se lo saca de encima.

Confundir democratización de la cultura con imperio irrestricto del mercado es la trampa en la que quedan enganchados Vargas y varios de sus críticos. La posibilidad de instancias estatales o sociales que preserven espacios de elaboración para las formas más complejas de la cultura e impongan límites al interés mercantil implica abrir el juego y el intercambio, dar paso a la creatividad de cada uno, permitir que el lector o espectador que se acerca a la cultura para pasar el rato o distraerse pueda, también, si quiere, y si tiene la oportunidad, tantear otras posibilidades, poner sus capacidades intelectuales y emocionales en juego, indagar en lo desconocido o imprevisible, cuestionarse, preguntarse si las cosas son como parece que son, o si no podrían ser de otra manera.

Télam, suplemento literario, 11 – 11 – 12

La Quinta Pata

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