Rolando Lazarte
La poesía me trae una especie de tranquilidad muy grande. Me parece que, en parte, esto deriva de su inaplicabilidad, de su inutilidad para fines prácticos, al menos de buena parte de ella. O sea, lo que me gusta de la poesía, de los poemas, es que son como un territorio a salvo del utilitarismo, de lo comercial, de lo que se produce para fines determinados.
No digo que el poeta o la poetisa no busquen la belleza, al escribir sus poemas. No tengo duda de que esto ocurre. Pero también, se me ocurre, existe la expresión de sentimientos, y muchas cosas más que, aunque tengan su utilidad o resultados, valen por sí mismos en otros sentidos.
Tal vez uno de estos sentidos de lo poético, sea la devolución, para los lectores y lectoras, de su lado lúdico, de ese lado nuestro que juega con el mundo, juega con la vida, juega con todo con lo que es posible jugar. Juega hasta (sobre todo) con la muerte, con las pérdidas, con lo imposible, con lo inalcanzable, que, en el juego poético y bellamente, pierden su fuerza asustadora. Obviamente, lo bello, el presente, el juego, la expresión de sentimientos, no agotan ni podrían agotar el campo de lo poético.
Estos son apenas esbozos desordenados de cosas que me van viniendo a la mente, y que me gusta ir compartiendo, como modo de ir creando un espacio para el diálogo. Ayer leí un poema en la revista Criterio, que hablaba de alguien que se detenía frente a las vías del tren.
Estos días pasados, leí varios poemas de Cecília Meirelles, uno de ellos, hablando de las cosas que no hay que olvidar: la canilla abierta, la hornalla prendida, la oración de cada instante. Todo gana una levedad en el poema. La oración de cada instante. Vivir puede ser una oración. Es una oración. Te levantas de mañana y ves el cielo que empieza a iluminarse, algunas nubes, el color del firmamento, algo violáceo anaranjado y azul.
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