domingo, 2 de diciembre de 2012

La noche de Masin

Andrea Stefanoni
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Cerrar la librería un domingo a la noche tiene un precio alto: sabés que a las diez y media no hay un alma. O sabés que hay algunas y que van de la mano y todo parece de una forma que no es la tuya. Todavía pensando esa imagen, todavía en la librería, tenés que controlar los cierres de caja. Y eso te gusta menos. Encender alarmas. Cosas que no tienen nada que ver con lo que te apasiona: los libros. Entonces pensás que por esa imagen que te amarga, la de cerrar y salir y caminar entre zombis y fantasmas preferís, ya con las luces de la librería bajas, usar esos diez minutos para revolver. Revolver, como le decís a buscar. Buscar como le decís a desordenar. Porque encontrar lo que necesitás es desordenar todo lo anterior.

Eso fue Claudia en la estantería. Ahí quieta. La agarré a ella, a quien fuera ella cuando lo escribió, y bastó una página para sentir el temblor: “Creo que enfermé, porque la enfermedad es una pasión como otras, y yo quería vivir una pasión. Despertar sobresaltado en el medio de la noche y llamarte. Un adolescente frágil. Una heroína de novela romántica”. Uff. Respiré profundo y supe que no pararía hasta el final. Como cuando leí por primera vez a Boris Vian. Como cuando Cristina Peri Rossi me hizo faltar a una fiesta a mis veinte años. Como cuando me llevé a Carver al jardín para ver si podía tomar un poco de sol, algo que nunca hago, y me hallé esa noche sin poder ponerme una sábana encima, siquiera, después de cuatro horas de sol sin darme cuenta.

La noche de Masin me olvidé de activar las alarmas de la librería. No apagué todas las luces. Me quedé con un par encendidas, o no, tal vez lo recuerdo así. Pero ese libro se leía, se veía. Estaba ahí, en mis manos. Y no cerré la librería. No lo solté hasta terminarlo. Me fui dos horas después. Y la calle, entonces, ya no fue la misma. Ya no salía la gente de las salas de cine, de la mano al precipicio. Caminé con los ojos bien abiertos, ojos de celuloide, por ahí, por Santa Fe, y aparecieron los taxistas durmiendo con el asiento reclinado y la ventana un poquito baja para no asfixiarse, los travestis respirando profundo porque el orgullo está en el aire de la noche de la calle. Los borrachos volviendo a la rueda, hacia la mañana siguiente. El amor de dos chicos, dos varones, dos manos que parecen la misma. La noche misma, remando y no corriendo.
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Haber leído cada uno de sus poemas, haberlos disfrutado, sufrido, expandido después por mi casa, se sintió mejor sin haber dado con esas solapas que cuentan cómo y cuándo uno o alguno de ellos ganó ciertos premios, dos, cuatro, diez concursos, menciones o lo que fuere. Claudia podía llenar un par de solapas con su obra y su trayectoria. Su trayectoria confirmó su obra. Su obra cobijó su nombre. De esa manera fue que sus poemas golpearon como golpea más el huracán que la palabra huracán.

Como dijo Nicanor Parra: “La poesía fue un objeto de lujo, pero para nosotros es un artículo de primera necesidad: No podemos vivir sin poesía”. Y después de leer los poemas de Masin, sencillamente: no queremos vivir sin ellos.

Buenos Aires, Viernes 30 de noviembre 2012. Presentación del libro La vista, de Claudia Masin. Edición corregida y aumentada del libro ganador del Premio Casa de América de España.


* Andrea Stefanoni es gerente de El Ateneo-Grand Splendid y coautora, junto con Luis Mey de Tiene que ver con la furia (Planeta 2012)

La Quinta Pata

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